Hace 25 años un científico estadounidense llamado Richard Lenski
comenzó un experimento de evolución en el laboratorio con un único
ejemplar de
Escherichia coli, la bacteria más estudiada de la
historia y uno de los seres vivos mejor conocidos. De ese único ejemplar
extrajo 12 líneas diferentes de bacterias, que desde entonces se
reproducen separadas las unas de las otras, dividiéndose y
reproduciéndose; 58.000 generaciones de separación a estas alturas. Es
el '
Long Term E. Coli Evolution Experiment' (experimento de evolución a largo plazo de
E. coli),
y está empezando a dar resultados. Lo que ocurre es que los resultados
no son simples, y subrayan la complejidad del proceso evolutivo y, de
rebote, la brillantez de quien supo desentrañarlo por primera vez, un
tal Darwin. Porque las cosas no son sencillas ni siquiera con un
organismo relativamente simple en un entorno perfectamente controlado
como éste.
Contrariamente a lo que defienden los creacionistas, la evolución se puede ver en el laboratorio, pero hay que saber mirar. Y la historia comienza hace 11 años, en 2003, cuando de repente
apareció en una de las líneas algo que no debía existir: una E. coli capaz de alimentarse de citrato. Algo que por definición
E. coli no puede hacer; en términos bacteriológicos casi la aparición de una nueva especie.
Para entonces habían pasado 33.000 generaciones desde el inicio del
experimento, así que los científicos comenzaron a trabajar para
descubrir de qué modo esa cepa de
E. coli había conseguido dar semejante salto evolutivo. Y
que
les haya llevado 11 años de trabajo nos puede dar una pista sobre lo
que encontraron: que la historia era muy, pero que muy compleja.
Afortunadamente cada 500 generaciones congelan una muestra de las
bacterias, así que podían volver atrás y analizar qué pasó y cuándo.
Hacia la generación 31.500 descubrieron que se había producido el primer
cambio: una duplicación en un gen denominado citT que permite a
E. coli
alimentarse de citrato en ausencia de oxígeno, que cambió el control de
una de las copias, haciendo que el gen permaneciese activo incluso en
ambiente aerobio. Sucesivas mutaciones en las siguientes 1.500
generaciones mejoraron esa capacidad, permitiendo a esta cepa
convertirse en devoradora de citrato. Pero la cosa no era tan sencilla,
porque simplemente trasplantar el nuevo gen citT a las bacterias
ancestrales no las hacía capaces de comer citrato. Había algo más; algo
que había pasado antes de la generación 31.500.
Así que a sus congeladores regresaron los científicos, a tratar de
localizar ese otro cambio imprescindible. Y la cosa no era fácil: para
la generación 33.000 había 79 mutaciones más acumuladas. Muchos análisis
después llegó el sorprendente resultado: muy pronto en la evolución de
esta cepa se había producido un cambio en un gen llamado dctA, que se
ocupa de bombear fuera de la célula una molécula llamada succinato.
Resulta que el equilibrio químico de la célula depende del equilibrio
entre citrato y succinato de tal modo que cuando la bacteria capta
citrato debe expulsar succinato para compensar. Sin el cambio en dctA el
‘nuevo’ citT no funciona, por lo que no ofrece ninguna ventaja a las
bacterias que lo portan. Pero cuando se combinan los dos en el orden
correcto sucede algo que parece magia: aparece una nueva forma de vida
capaz de alimentarse de una molécula que sus ancestros no son capaces de
digerir.
Lo verdaderamente sorprendente es que seamos capaces
de comprender de qué modo ocurre, de tal modo que no sea necesario
invocar lo sobrenatural o lo divino. Un proceso natural,
automático, elegante y bello que a lo largo del tiempo da lugar a la
increíble diversidad y belleza que tenemos a nuestro alrededor. Algo
ciertamente a celebrar.
Fuente:
RTVE Blog de Ciencias