São Joaquim de Bicas.
Antonia Alves tiene 88 años, la piel endurecida por el sol y una corona
de plumas blancas y moradas rodeándole la cabeza. Dice que no ha tenido
una vida fácil, que nacer indígena en Brasil multiplica el sufrimiento,
pero que hasta hace unos días nunca había visto morir un río ante sus
ojos.
Eso
ocurrió cuando el lodo del dique minero que se rompió en Minas Gerais
llegó al río Paraopeba, tras arrasar la región de Brumadinho, dejando
hasta el momento 110 muertos y 238 desaparecidos.
El
agua, ahora de un café enfermo y un fuerte olor a pez muerto, trae hasta
Nao Xoha, una aldea abrigada por la mata atlántica a 22 kilómetros de
donde reventó la represa, el rastro de una tragedia a la que nadie ha
escapado en esta tierra forrada de minerales.
"Es
muy triste, porque el río era de lo que nosotros vivíamos, donde nos
bañábamos, sacábamos agua, lavábamos la ropa, pescábamos... Los indios
viven del pez, de la caza", lamenta Antonia con voz pausada.
"Está
oliendo mucho y sacamos (peces) de gran tamaño muertos porque aquí todos
pescábamos. Ahora nos quedamos sin ese alimento", explica igualmente
Jocélia Josi, una vecina de 46 años, que todavía aguarda que su hija y
su nieto de tres meses regresen de Belo Horizonte, adonde fueron
evacuados tras el desastre.
Es la
hora de almorzar en Nao Xoha -que significa "espíritu guerrero"- y
Antonia y su marido Gervasio, un sereno anciano de 93 años, aguardan a
que su hija acabe de preparar la comida a las puertas de su modesta
cabaña.
Pero
hoy no es un día normal. Nada lo es en el corazón de Minas Gerais desde
que el viernes pasado reventara el dique I, afectando a esta aldea donde
vivían 27 familias. Sin médico asignado, un doctor llega para chequear
el estado de las 15 personas que no fueron evacuadas, mientras
voluntarios traen agua y artículos básicos hasta esta comunidad sin
electricidad que ahora se ha quedado sin río.
Para
llegar hasta aquí, hay que caminar por una vía donde un tren pasa
cargando mercancía y adentrarse en el frondoso bosque tropical.
"Resistencia"
El
tsunami de casi 13 millones de metros cúbicos de lodo arrasó el viernes
25 de enero unos nueve kilómetros antes de alcanzar el río. Y su impacto
se extendió mucho más allá de la losa de barro bajo la cual los
bomberos siguen buscando cuerpos.
El
gobierno de Minas Gerais alertó de que el agua presenta riesgos para la
salud y organizaciones como WWF predijeron que las secuelas ambientales
se sentirán por años.
"Nos
han quitado parte de nuestra reserva, mataron una parte, pero somos un
pueblo de resistencia y no vamos a salir de aquí. Vamos a continuar,
aunque el río haya muerto. La naturaleza depende de nosotros, para que
la preservemos", afirma el cacique Háyó Pataxó Hã-hã-hãe, portando una
exuberante corona de palmas.
Acaba
de mantener otra reunión con la Funai (el organismo federal a cargo de
asuntos indígenas) y aún no puede adelantar las acciones que emprenderán
contra la minera Vale. Solo sabe que los Pataxó resistirán, como llevan
haciendo desde hace siglos.
Originaria
del sur de Bahía (nordeste), la comunidad llegó a estas tierras
demarcadas hace más de un año y no piensa abandonarlas.
"Es
una falta de respeto hacia nosotros", afirma Tahh'a, un fornido
vigilante de 55 años, frunciendo las pinturas negras de su cara.
"La
gran pérdida para nosotros son los peces, porque la caza no está
permitida aquí", añade, con una estaca puntiaguda en la mano y un
machete colgando del pantalón tras realizar una de sus batidas diarias
para preservar el bosque de agresiones.
Justicia
La
peor, sin embargo, sigue bajando desbocada por el cauce y, aunque
todavía no se conoce su alcance, los precedentes son pésimos. Nadie
olvida la destrucción del preciado río Doce, que a unas centenas de
kilómetros quedó arrasado por la tragedia de Mariana, la mayor
catástrofe ambiental de Brasil. Demasiado daño en solo tres años.
"Quiero
decirle no solo a Vale, sino a los gobernantes, que castiguen a los
culpables que hicieron esto con nuestra nación indígena, con los
agricultores y con los familiares que perdieron a su gente allí dentro",
pide el joven cacique Háyó, de 29 años.
"¿Cuánto más van a tener que matar para que la Justicia venga a tomar medidas?", lanza.
Hija
de la poderosa naturaleza brasileña, Antonia no había visto tanta
destrucción desde que un incendio mató a tres niños de la aldea en
Bahía. Sus ojos clareados aún se encogen al recordarlo.
Ahora las víctimas pueden sobrepasar las 340 y el daño ambiental es incalculable.
"Es una gran tristeza. ¿Cuándo va a limpiarse ese río? ¿Cuándo tendrá nuevamente a sus pececitos?".
Nadie tiene respuestas,