Su infancia transcurrió en
un huerto del camino de Puente Tocinos (Murcia). Su madre, maestra en
una escuela de niñas, le llevaba desde muy pequeño a la escuela y allí
descubrió que con las cuentas se hacía valer ante aquellas chicas
mayores que manejaban mucho mejor las cosas del idioma y la literatura.
Así nació su interés por la geometría y la aritmética. Había que hacerse
valer ante aquellas niñas maravillosas. Estudió Matemáticas en
la Universidad Complutense y se doctoró en la Universidad de Chicago.
Ha sido profesor de la Universidad de Princeton y miembro del Instituto
de Estudios Avanzados. Actualmente es catedrático de Análisis Matemático
en la Universidad Autónoma de Madrid e investigador en el
Instituto de Ciencias Matemáticas (ICMAT). Por sus contribuciones
científicas ha recibido varios premios, entre ellos el Premio Nacional
de Investigación Julio Rey Pastor en 2011. Se considera fundamentalmente
profesor: «como investigador creo nueva música y como profesor la
interpreto». Antonio Córdoba es un hombre
ilustrado, sabio, sencillo y de mentalidad abierta, pero también es un
hombre riguroso con unos principios e ideas firmemente asentados que
defiende y argumenta con rigor científico de manera inapelable. Nos
citamos con él en la librería Ocho y Medio de Madrid y tras casi dos
horas de charla nos queda la sensación de que tras sus palabras hay
mucho más de lo que ha contado.
¿Cuál es tu campo de investigación? ¿Cuál es tu día a día?
Me parece que no soy un matemático muy
típico, en el sentido de que la mayoría de mis colegas suelen trabajar
durante toda su carrera en un área muy determinada, o en áreas, digamos,
muy cercanas. Sin embargo, yo he tenido el prurito, a lo largo de mi
vida académica, de cambiar de problemas cada equis tiempo, de aprender
nuevas técnicas y teorías. Eso me gusta, me divierte, aunque tiene
también sus durezas y sus inconvenientes, especialmente cuando en las
valoraciones se tiene muy en cuenta el número total de publicaciones. Me
inicié dentro de un área que tiene un nombre especialmente lindo: Análisis armónico.
Además, tuve la suerte de hacerlo en la Escuela de Chicago, uno de los
centros punteros del análisis matemático occidental, creado por Antoni Zygmund,
mi bisabuelo en matemáticas, quien emigró a Estados Unidos al comienzo
de la Segunda Guerra Mundial, trayendo consigo la experiencia de la
excelente pléyade científica que había surgido en su Polonia natal de
principios del siglo XX. Tuve así la oportunidad de conocer a grandes
maestros del análisis armónico, como el mismo Antoni Zymund, o Alberto Calderón, Elias Stein y Charles Fefferman.
Hice mi tesis sobre un problema fundamental del área que logré resolver
en dimensión dos, el caso de dimensiones mayores está todavía abierto, y
que atañe a la intrincada geometría y los llamados lemas de
recubrimiento, que satisfacen los paralelepípedos de direcciones
arbitrarias en el espacio euclídeo, cuyas ilustraciones gráficas
recuerdan mucho los cuadros suprematistas de Malevich. Trabajé y
publiqué en ese tema durante algunos años, y dirigí varias tesis, como
las de Alberto Ruiz y Luis Vega, que
son ahora autoridades mundiales en el área. Pero me interesé también en
otros problemas y empezó a gustarme mucho la teoría de los números, en
la que he hecho también mis pinitos, y he dirigido las tesis de Javier Cilleruelo y Fernando Chamizo, quienes son ahora dos figuras de su especialidad.
La física también me ha interesado siempre: en Chicago seguí un curso de relatividad general impartido por S. Chandrasekhar,
quien recibió el Premio Nobel de Física de 1983 por su teoría sobre el
colapso gravitacional de las estrellas, y otro de Análisis Funcional y
Mecánica Cuántica. El análisis armónico tiene su origen, precisamente,
en cuestiones de propagación de ondas, del calor, la luz y el sonido. De
manera que la física matemática ha sido otra de las áreas en las que he
hecho incursiones: en mecánica cuántica primero y, últimamente, en
mecánica de fluidos, en algunos de cuyos problemas estoy ahora mismo
trabajando. Conozco, por supuesto, a otros matemáticos que son
infinitamente mejores que yo y que han contribuido con resultados
importantes en varias áreas distintas, pero no es lo frecuente. Lo
normal es que la gente se concentre en una o dos áreas próximas y
desarrolle allí su investigación.
En mi rutina diaria suelo dedicar las
primeras horas de la mañana a pensar sobre los problemas que tengo como
objeto de deseo y que, a estas alturas del partido, son bastante
intrincados y apasionantes. Luego hay un tiempo para mis alumnos de
doctorado, quienes me cuentan sus progresos y juntos dedicamos unas
horas a solventar las dificultades que hayan surgido. Pero están también
las clases universitarias: me considero fundamentalmente un profesor,
pero un profesor que enseña porque investiga. En un símil musical,
investigar es componer mientras que enseñar es interpretar la música de
los grandes maestros, aunque introduciendo, a veces, las variaciones
propias. Desde hace algún tiempo, y creo que es algo merecido después
del papel que me cumplió desempeñar en los ochenta, huyo de las labores
más administrativas y ya no deseo tanto que se me otorguen dineros para
grandes proyectos sino disponer de más tiempo para pensar en mis
problemas favoritos.
Se sabe que los científicos,
sobre todo los investigadores jóvenes, cuando tienen una línea de
investigación se quedan ahí porque al final, si no te mueves eres más
productivo. En España hay tanta presión para publicar, que casi el
sistema les fuerza a no cambiar de línea. En tu caso, ¿no tuviste esta
presión o es que cambiaste de área a pesar de ella?
Hay un poco de todo esto que apuntas. Claramente está que a mí me guste cambiar, en la variedad está el gusto. Pero
también cuenta la suerte y la biografía: cuando cursaba cuarto de
licenciatura, la Universidad de Chicago me ofreció una beca para hacer
allí el doctorado. Mi suerte fue que el gran Alberto Calderón vino a dar un curso de doctorado en la Complutense, y que Miguel de Guzmán
me animara a asistir a sus clases. A Alberto le hizo gracia que un
chavalín le hiciese preguntas con cierto desparpajo, y me propuso pedir
aquella beca que me hizo pasar de un casi desierto cultural matemático, a
uno de los mejores centros del mundo. Después, cuando acabé mi tesis,
en el 74, para mi sorpresa la Universidad de Princeton me envió una
carta ofreciéndome irme con ellos. Y claro, me fui. El ambiente entre
los junior faculty era muy competitivo, obviamente, pero el
énfasis no estaba puesto en el número de artículos que tienes
publicados, sino en los problemas difíciles que has resuelto. Y eso sí
me marcó. Había que atacar y resolver problemas duros. Lo que es siempre
muy peliagudo: la mayoría de mis compañeros, al cabo de tres años,
tuvieron que marcharse, pero yo tuve la suerte de resolver una conjetura
importante que estaba abierta en el área, un problema de Zygmund que se
había resistido a mis mayores, a los Calderón, Stein, etcétera, y que se publicó en Annals of Mathematics,
la revista más emblemática. Eso me valió un contrato de mayor
recorrido. Estuve allí varios años, unos ocho o nueve, hasta que decidí
volver a la universidad española. Si mi carrera se hubiera desarrollado
en España, es probable que mi trayectoria fuera distinta. Aquí el
énfasis se pone en el número de publicaciones y no en la dificultad del
resultado, muy diferente a lo que yo viví en Princeton.
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