La gente que no vacuna a sus hijos ha disfrutado hasta ahora de un trato preferencial por la autoridad sanitaria de España, y la razón es la siguiente: os epidemiólogos calculan que basta que el 80% de los padres sigan el calendario vacunal para que el 100% de la población esté protegida. El virus intenta propagarse de niño a niño, pero si ocho de cada diez niños son inmunes a él, la propagación no suele funcionar, o no muy bien. Esto significa que los hijos de los antivacunas están protegidos gracias a que los demás niños sí están vacunados. A menos que las fake news antivacunas dupliquen su tasa de proliferación viral, los gestores de la salud pública podrán controlar la situación salvo en brotes extremos. Ese es el equilibrio actual entre la razón y la insensatez.
Pero el estudio que hemos conocido esta semana introduce un nuevo argumento en la discusión. Lee en Materia
cómo los niños que contraen el sarampión por no haber sido vacunados
sufren graves daños en su sistema inmune que les exponen a otras
infecciones por virus y bacterias. Aquí ya no solo hablamos de las
estadísticas de salud pública, sino de un daño directo que cada padre y
cada madre antivacunas infligen a su hijo. No se lo infligen
necesariamente, puesto que el mero hecho de que la mayoría de la
población esté vacunada dificulta que su niño contraiga el virus. Pero
le dejan expuesto a ese trastorno de una forma innecesaria, dañina y
ciega. Ahora cabe preguntarse si un padre tiene derecho a causar ese
perjuicio a su hijo. Viene a la mente de inmediato la oposición de los
Testigos de Jehová a que sus hijos reciban trasfusiones. ¿Qué
ordenamiento legal puede tolerar eso? ¿Y cuál a los antivacunas?
La opción de que la vacunación sea obligatoria nos enfrenta
a todos a graves dilemas. La mera idea de un Estado clínico, una
autoridad médica que obligue a la gente a recibir una inyección o a
tragarse una pastilla, evoca en nuestra mente las obras más oscuras de
la ciencia ficción, empezando por el mundo feliz del gran Aldous Huxley y
acabando por la última distopía que estrene Netflix hoy mismo. Que un
padre se niegue por razones religiosas a autorizar una trasfusión que
salvaría la vida a su hijo parece cruzar la línea roja de la decencia
ética. La religión antivacunas puede estar cruzando ahora esa misma
línea.