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22 de junio de 2022

Por qué muchos bebés comparten su comida incluso cuando tienen hambre

En un laboratorio de La Universidad de Washington, Estados Unidos, bebés de un año y medio miraban con ganas de comer los pequeños trozos de fruta que extraños dejaban caer frente a ellos. Aunque era la hora de la merienda, algunos pequeños devolvían las frutas a los desconocidos.

Para los investigadores de la universidad, esas pueden ser las señales iniciales de una característica positiva muy específica de los seres humanos: el altruismo, o sea, la voluntad de ayudar y ceder ante los demás.

En un estudio recientemente publicado, un equipo del Instituto del Aprendizaje y Ciencias del Cerebro de esa universidad estadounidense analizó el comportamiento de casi 100 bebés de 19 meses frente a algo que a ellos les suele gustar: pedacitos de frutas apetitosas, como fresas, bananos, arándanos y uvas.

En una primera fase del estudio, uno de los investigadores (hasta entonces desconocido para los niños) mostraba a los pequeños pedacitos de fruta que fingía soltar sin querer. Después, extendía las manos, indicando que quería los trozos de vuelta, pero sin pedirlo verbalmente.

De los bebés que participaron de esa primera fase, 58% devolvieron las frutas al investigador en lugar de comérselas.

Luego, un segundo grupo de menores participó en el mismo experimento, esta vez con un cambio importante: con este grupo, el experimento se llevó a cabo a la hora de la merienda, cuando los bebés probablemente tenían más hambre.

El resultado de esa segunda fase fue que 37% de los bebés devolvieron las frutas. La mayoría, entonces, optó por comérselas.

A pesar de eso, hay un número considerable de bebés que ejercen un comportamiento altruista hacia un extraño, afirma Rodolfo Cortés Barragán, investigador de post doctorado y principal autor del estudio.

"Generalmente, en las discusiones sobre el altruismo, uno piensa: '¿Será que le cuesta a uno mismo beneficiar a alguien?' En ese caso, ellos (los niños) su hubieran beneficiado y deseaban la comida, aun así la cedieron. Lo que demuestra que actuaron de manera altruista", explica Barragán a BBC Brasil.

El señala que, a los 19 meses, "los bebés ya tienen mucha habilidad para caminar, agacharse y recoger cosas del piso, y entienden las intenciones de su interlocutor".

"Estudiar el altruismo a esa edad nos puede ayudar a explicar las raíces (de ese comportamiento), para poder entender por qué los humanos practicamos el altruismo y cuándo comienza, y de esa manera poder promoverlo e incentivarlo a medida que los niños crecen y se convierten en adultos".

Lea el artículo completo en: BBC Mundo

3 de enero de 2020

Los diez tipos de personas más odiosas en el trabajo


A estas personas se les conoce como tóxicas, pues su comportamiento sólo busca la dispersión del grupo y aunque en alguna oportunidad nos habremos cruzado con ellas, lo mejor es mantener cierta distancia para no cargarnos de su negatividad.
 
El psicólogo Gustavo Giorgi escribió un artículo en Entrepreneur en el que identificó diez tipos de personas más odiosas en el trabajo y aconseja no actuar como uno de ellos.

1. El que usa el trabajo para hacer terapia

Este tipo de personas llevan sus problemas al trabajo y cuando llegan usan a sus compañeros como sus terapeutas para que escuchen sus decepciones amorosas, traición de algún amigo o problemas familiares. Si uno le aconseja ir con un especialista, responderá que no necesita ni cree en los psicólogos.

2. El que se aprovecha de la creatividad e ideas de otros

Es el que tras escucharlo decir algo novedoso y que puede dar muy buenos resultados, hace pasar esas ideas como suyas para que su jefe lo felicite y obtenga reconocimiento. Lo peor es que cuando le reclama por su actitud, le dirá que jamás supo que también usted tenía pensado lo mismo.

3. El laberíntico

Es el colaborador que se “toma a pecho” todo lo que le diga, así sea de forma general, pues siempre piensa que cualquier comentario negativo va dirigido a él y buscará, e incluso obligará, a que le dé explicaciones.

4. El que disfraza sus inquietudes en un malestar generalizado

Este colaborador busca que sus inquietudes o algo que no haya conseguido sean vistos como un malestar generalizado, tomando la palabra en nombre del grupo. Por ejemplo, comenta el especialista, cuando este individuo dice que en la empresa no hay oportunidades para crecer, luego de no haber conseguido un ascenso.

5. El quejumbroso

Es aquel que siempre para quejándose de todo y que jamás se hace responsable de sus actos porque para él el resto es el culpable de lo mal que van las cosas. Debido a que constantemente se queja, lo hace como un hábito, generando un mal clima laboral.

Lea el artículo completo en: Gestión (Perú)
 

19 de diciembre de 2019

Enrique Rojas: ¿Las claves para tener un amor sólido para toda la vida?


¿Por qué a día de hoy se rompen 6 de cada 10 matrimonios? ¿Cuáles son las claves para tener un amor sólido para toda la vida? ¿A qué se debe la inmadurez afectiva de la sociedad actual? ¿Qué papel desempeñan el sufrimiento y el fracaso en el proceso de maduración de una persona? De todo ello nos habla el psiquiatra español Enrique Rojas en Entrevista, de RT. 

Rojas, que durante la entrevista cita con frecuencia y acierto a varios autores clásicos, admite abiertamente que no cree en el amor eterno. Si cree, en cambio, "en el amor que se trabaja día a día a través de las cosas pequeñas". En este sentido, ofrece tres sugerencias para una pareja afectada por una crisis: aprender a perdonar, evitar discusiones innecesarias, y no reprochar el pasado.

16 de diciembre de 2019

Capitalismo, pseudociencias y ‘mansplaining’

Fragmento de 'Ciencia sin ficción', un libro formado por cinco peculiares narraciones recién publicado por Debate.

[Este texto es un fragmento de uno de los capítulos de Ciencia sin ficción. Publicado por Debate, el libro consta de cinco relatos que usan la ciencia como hilo conductor para desarrollar tanto la literatura de no ficción como una ficción alejada de la idea intuitiva y actual de la ciencia-ficción.]

Uno de los rasgos que identifica a buena parte de las pseudociencias es que suelen tener un componente de autoridad bastante marcado, por lo general ejercido originalmente por una figura masculina que lidera esa disciplina o ese modo de pensar. Es lo que sucede, por poner algunos ejemplos, con la homeopatía y su inventor, Samuel Hahnemann; con la antroposofía y Rudolf Steiner; con la cienciología y Ron Hubbard, o con los antivacunas y el exmédico que logró su mayor éxito manipulando estudios, Andrew Wakefield. En particular, como ha señalado el filósofo sueco y director del departamento de Filosofía e Historia de la Tecnología en el Real Instituto de Tecnología de Estocolmo Sven Ove Hansson, el campo del negacionismo científico suele ser extraordinariamente masculino. "Las mujeres son infrecuentes tanto en la negación de la evolución como en la negación de la ciencia del clima. Esto es mucho más notable en el primer caso. En comparación, hay una presencia fuerte de mujeres en las ciencias biológicas legítimas, pero están virtualmente ausentes de las actividades de negación evolutiva y creacionismo —asegura Hansson en su ensayo Science denial as a form of pseudoscience. Y añade —: Este dominio masculino es difícil de explicar, pero [...] la audacia de afirmar que uno entiende un tema mejor que todos los expertos puede ajustarse más a los estereotipos masculinos que a los femeninos". Lo que hoy conocemos como mansplaining —esa necesidad paternalista de los varones de explicarles las cosas a las mujeres, aunque estas sepan más que ellos—, pero en versión pseudocientífica.

También era hombre y líder pseudocientífico Harold Camping, el octogenario pastor estadounidense que convenció a toda su congregación de que el 21 de mayo de 2011 sería el día del Juicio Final. Como seguramente habrá notado el lector, se equivocó. Este anuncio fracasado proporcionó una oportunidad magnífica para estudiar los mecanismos que se desatan en nuestro interior cuando caemos por la pendiente del autoengaño pseudocientífico. Y, sobre todo, para explicar lo complicado que es escapar de las decisiones erróneas por culpa de las disonancias cognitivas. En el documental Right Between Your Ears, la psicóloga social Carol Tavris explica a la perfección lo que sucedió con Camping y sus seguidores, pero también lo que nos pasa a todos nosotros en la mayoría de nuestras decisiones, mucho más cuanto más importantes. Cuando una persona da un paso en una dirección, explica Tavris, trata de justificar esa elección, lo que pone en marcha una serie de autojustificaciones que llevan a nuevas acciones, que a su vez llevan a nuevas autojustificaciones. Y esa es la razón por la que, cuanto más tiempo y esfuerzo invierte alguien en tomar una posición en público, más difícil le resultará decir: "Ay, madre, que estaba equivocado". "La disonancia cognitiva es un estado de tensión que se produce cuando una persona posee dos cogniciones (ideas, actitudes, creencias, opiniones) que son psicológicamente inconsistentes, como 'fumar es algo tonto porque podría matarme' y 'fumo dos paquetes diarios"— explica Tavris en su libro Mistakes Were Made (But Not by Me). Y añade —: La disonancia produce un malestar mental que abarca desde dolores menores hasta angustias profundas; la gente no descansa hasta que encuentra una forma de reducirla". Como bien explica, todos nos consideramos más listos que la media, más justos, más acertados... Y ante la prueba de que nos hemos equivocado tenemos dos opciones: revisar nuestra visión de nosotros mismos o rechazar lo que nos deja en evidencia. La disonancia es tan incómoda como el hambre o la sed y nos obliga a actuar para mitigarla, aunque sea de la forma más absurda.

Este concepto fue desarrollado por Leon Festinger en la década de 1950 tras seguir a un grupo apocalíptico parecido al de Camping. En aquella circunstancia, el evento del fin del mundo acabaría con los elegidos, ellos, salvándose en naves espaciales extraterrestres que acudirían a rescatarlos antes del cataclismo definitivo. Festinger hizo su propia predicción: aquellos fieles que dudaron en el último momento del credo, que se quedaron en casa a esperar el final, terminarían alejándose progresivamente de la secta. En cambio, pensaba él, aquellos que vendieron sus posesiones para seguir la profecía hasta el final saldrían más reforzados en su fe a pesar del fiasco de descubrir que no había apocalipsis. Cuando llegó la noche marcada y no aparecía ninguna nave espacial, la ansiedad empezó a hacer presa de los fieles. ¿Realmente estaban tan engañados? ¿Habían arruinado sus vidas para nada? La angustia los consumía y, dándole vueltas a lo sucedido, llegaron a una revelación: en realidad, su fe había salvado a la humanidad. Dios se había sentido conmovido por la devoción de ese increíble grupo de fieles y había pospuesto el Juicio Final. Salieron de allí aún más convencidos de sus creencias. La disonancia se había resuelto huyendo hacia delante. Y Festinger estaba en lo cierto. Como explica Tavris, es como si cada paso que damos en una dirección lo hiciéramos descendiendo por una de las paredes de una pirámide, lo que hace más probable que el siguiente paso sea en ese mismo sentido y mucho más improbable que optemos por el cambio de orientación, que implicaría escalar en contra de nuestra propia decisión anterior.

El artículo completo en: El País (España)
 

11 de diciembre de 2019

El verdadero significado de los colores en la publicidad

Al transmitir emociones, los colores son usados como una poderosa herramienta de comunicación por los publicistas.


A diario utilizamos los colores en nuestras vidas: para vestirnos, maquillarnos, decorar la casa, restaurar algo, en la gastronomía y muchas otras actividades más. Así como es importante para diversas facetas, también lo es para la publicidad.

Y es que el hecho de transmitir sensaciones, son usados como una herramienta de comunicación para influir en la compra o adquisición de un determinado producto o servicio.

Debido al rol importante que juegan al momento de definir una compra, te damos a conocer qué significa cada uno de ellos y cómo son utilizados en la publicidad.

El poder del azul, rojo, amarillo, verde, balnco, negro, gris, rosa, naranja, violeta, plata, dorado y marrón  AQUÍ. 

 

31 de mayo de 2019

Por qué los consejos para ser feliz no siempre funcionan

La psicoterapeuta María Ibáñez Goicoechea y el psicólogo Jesús Jiménez Cascallana exponen por qué proponerse cambiar no es suficiente para conseguirlo.


Muchos de los consejos psicológicos actuales más divulgados son ineficaces, incluidos los de los considerados expertos en psicología. Un ejemplo son las claves para la felicidad que difunde la Universidad de Harvard con el profesor Tal Ben Sahar y su cátedra de la felicidad. Algunos tan llamativos como "llevar un calzado cómodo". No hay duda de que la elección del calzado es importante, pero que de la felicidad es una idea que raya en lo absurdo. El resto de sus consejos tampoco se salvan, pues dan por cierto que uno puede tener ciertas cualidades por el hecho de decidir tenerlas. "Ser agradecido" o "tener empatía con los demás" son algunos ejemplos de las recetas ineficaces de Ben-Shahar y otros expertos.

Su problema es que dan por sentado que uno puede adquirir ciertas cualidades por el mero hecho de decidir que así será, pero si ser feliz fuera tan simple, con decidir serlo estaría todo resuelto. Y no es así. Por eso muchas personas están hartas de frases motivadoras y de consejos fáciles para alcanzar la felicidad, que tan comunes son actualmente, en realidad son ineficaces.

Estos consejos proponen cosas como "ser fuerte", o convencerse de que uno puede con lo que se proponga, aunque no entienda los motivos que le hacen sentir débil o que le impiden avanzar. Es como si se anima a una persona con un esguince en el tobillo a caminar con firmeza: se trata de un remedio obviamente contraproducente, pues está claro que primero tiene que sanar la lesión, y que solo entonces caminará sin dificultad. Algo similar sucede al decirle a una persona tímida que tiene que ser más empático, o a una persona deprimida que tiene que estar más activa, o a unos padres con una hija que se autolesiona que se alejen de las personas tóxicas… es completamente ineficaz, contraproducente y produce frustración.

Uno no puede cambiar su realidad psicológica por el mero empeño o la fuerza de voluntad, ni va a resolver sus problemas solo con cambiar su comportamiento. Hay que entender las causas, las verdaderas causas del malestar. Decidir que te vas a mostrar al mundo como una persona segura y capaz de todo no hará que lo seas, ni que consigas todo lo que te propongas. El camino es otro.

Lea el artículo completo en: El País (España)

¿Problemas con tu jefe? Quizá tu madre te dejó llorar demasiado

La forma de relacionarnos en el trabajo puede obedecer a tres tipos del vínculo parental que establecemos en las primeras etapas de la vida, si lo transferimos a superiores y compañeros.


Todo empieza con un lloro insistente, ese que los padres de un bebé encuentran alarmante, irritante y odioso antes de resignarse a la llamada del instinto de supervivencia del retoño, y del suyo de protección. Durante ese proceso, habrán tenido que aclarar una duda importante: ¿dejo llorar al niño hasta que caiga rendido y se duerma, o corro raudo a acunarle hasta que coja el tren del sueño? Según algunos psicólogos, la manera en la que resuelven la situación (tanto los padres como los retoños) marca a los pequeños hasta el punto de que la experiencia puede influir en que sean futuros líderes en el trabajo o los gruñones de la oficina.

Estos psicólogos encuentran la explicación en la teoría del apego, que estudia el vínculo que las personas establecen con sus madres y sus padres en los primeros compases de la vida. Algunos progenitores apuestan por dejar llorar a los niños hasta que aprenden que ni papá ni mamá van a acudir, y otros aparecen por la puerta de la habitación del bebé ante el menor quejido. Con esta decisión, cada progenitor crea en el niño una serie de patrones emocionales y conductuales que influirán en su carácter, así como en su manera de relacionarse con las personas de su entorno a lo largo de la vida, incluidos su jefe y sus compañeros. Puede explicar los problemas en el trabajo.

Lea el rtículo completo en: El País (Ciencia) 

23 de mayo de 2019

'Bullying' en la familia: qué pasa cuando tu acosador es tu hermano

Este tipo de abuso permanece oculto, pese a que se ha calculado que es hasta tres veces más común que el escolar.


Se trata de un tipo de maltrato del que apenas existen datos con los que calcular su prevalencia: el bullying entre hermanos, una violencia que se produce en el núcleo familiar y que no es fácil identificar. Ahí, precisamente, radica el desafío: ser capaces de distinguir entre una rivalidad normal entre hermanos y una interacción fraternal abusiva.

No hay muchos estudios al respecto, pero el profesor de psicología Mark Kiselica, de la Universidad de Cabrini, en Pensilvania, ha hecho uno cuyas conclusiones son llamativas: se trata de la forma de abuso más común de la sociedad occidental, más común que el abuso doméstico o el abuso infantil. En su trabajo, el psicólogo encontró que entre un tercio y la mitad de los niños menores de 18 años están involucrados de alguna manera en el acoso entre hermanos y que es hasta tres veces más frecuente que el acoso escolar.

"Qué exagerado", pensarán algunos. "Llevarse como el perro y el gato es algo normal entre hermanos". Y es cierto, hasta cierto punto. Aunque no sea lo ideal, tirarse algún que otro tirón de pelo y darse patadas y pellizcos debajo de la mesa está dentro de lo predecible. Ya sea porque las personalidades son muy distintas y chocan, por competitividad, por llamar la atención de los padres, por celos; quererse y odiarse con la misma intensidad son cosas de hermanos, sentimientos que emergen en todas las familias. A veces, incluso, que tu hermano no deje de meterse contigo tiene sus ventajas, ya que la superioridad que ejerce el mayor casi siempre enseña al pequeño a manejarse en los conflictos reales que luego surgen fuera de casa. ¿Pero que ocurre cuando este comportamiento se convierte un ataque permanente y despiadado?

Lea el artículo completo en: El País (España) 

9 de mayo de 2019

Los 4 tipos de personalidad en los que todos encajamos y que marcan el guion de 'Juego de Tronos'

Las características básicas de otros tantos protagonistas definen las distintas maneras de ser de las personas.


La egocéntrica Cersei Lannister, capaz de pasar por encima de todos con tal de lograr sus propósitos. El reservado y diligente Jon Nieve. La dulce, pero firme Khaleesi y su innata capacidad de liderazgo. Y Tyrion Lannister, extrovertido, guasón, especialmente dotado para el arte del engaño y para ingeniárselas con tal de salvar el pellejo. Son cuatro personajes de ficción, pero encarnan los cuatro tipos universales de personalidad que podemos tener las personas reales. ¿Caprichos de la psicología?

Es lo que enuncia un macroestudio de la Universidad de Northwestern, en Estados Unidos, dirigido por el profesor Luis Amaral y publicado el pasado mes de septiembre en la revista Nature Human Behaviour, analiza los niveles de neurosis, extroversión, sinceridad, afabilidad y escrupulosidad de una muestra de millón y medio de cuestionarios. La conclusión, hay cuatro tipologías de personalidad: el egocéntrico, el reservado, el líder y el promedio, las de los cuatro protagonistas principales de la serie Juego de Tronos. Así lo ve Xavier Savin, psicólogo general sanitario, experto en psicología del trabajo y miembro de Top Doctors. "Los personajes de ficción tienden a la caricatura, lo que viene muy bien para utilizarlos como ejemplo de tipologías puras. Estos cuatro personajes se ajustan mucho a esa descripción", dice.

Aún así, y al igual que en la vida real, casi nadie encaja milimétricamente en un único patrón de personalidad. Siempre picotea de los rasgos de otras. Incluso, suele registrarse una evolución motivada por la edad o las propias circunstancias de la vida. "Los protagonistas de Juego de Tronos nos permiten también comprobar este supuesto. Khaleesi, pese a encajar con el perfil de líder en casi todo, no parece ser una persona especialmente extrovertida. En cambio, Jon Nieve, aunque reservado, posee muchas habilidades sociales y se muestra relajado en situaciones socialmente exigentes", profundiza el psicólogo.

Lea el artículo completo en: El País (España)

2 de abril de 2019

Cambio climático: cómo nuestro cerebro nos paraliza ante el calentamiento global (y cómo burlarlo)


El resultado del aumento de la temperatura global es un clima más extremo, con más sequías e inundaciones. 
 
Sabemos que el cambio climático es una realidad. 

También sabemos que es el resultado del aumento de las emisiones de carbono causado por actividades humanas como la degradación de la tierra y la quema de combustibles fósiles. 

Y sabemos que es urgente tomar medidas.

Un informe reciente de expertos internacionales advierte que es probable que la temperatura global aumente 1,5°C en tan solo 11 años. 

Si es así, habrá "mayores riesgos para la salud, los medios de vida, la seguridad alimentaria, el suministro de agua, la seguridad humana y el crecimiento económico". 

Los expertos también aseguran que el aumento de la temperatura ya alteró profundamente los sistemas humanos y naturales. 

El resultado es un clima más extremo, la fusión de los casquetes polares, el aumento del nivel del mar, sequías, inundaciones y pérdida de biodiversidad.

Pero toda esa información no fue suficiente para cambiar nuestros comportamientos lo suficiente como para detener el cambio climático. 

Y eso se debe en gran parte a nuestra propia evolución. Los comportamientos que en el pasado nos ayudaron a sobrevivir ahora nos perjudican.

Sin embargo, hay que recordar una cosa. Si bien ninguna otra especie evolucionó tanto como para crear un problema tan grande, también es verdad que ninguna otra especie evolucionó con unas capacidades tan extraordinarias para resolverlo.

La gestión de la información
 
Carecemos de la voluntad colectiva para abordar el cambio climático debido a la forma en que nuestros cerebros evolucionaron en los últimos dos millones de años.

"A los humanos nos cuesta muchísimo comprender los cambios a largo plazo", dice el psicólogo político Conor Seyle, director de investigación de One Earth Future Foundation, una incubadora de programas dedicada a fomentar la paz.

"Evolucionamos para concentrarnos en las amenazas inmediatas. Sobreestimamos las amenazas que son menos probables de materializarse pero más fáciles de recordar, como el terrorismo, y subestimamos las amenazas más complejas, como el cambio climático", añade.

En las primeras fases de la existencia humana nos enfrentamos a una avalancha de desafíos diarios para nuestra supervivencia y capacidad de reproducción, desde depredadores hasta desastres naturales. 

Pero gestionar demasiada información puede confundir al cerebro, lo que nos lleva a la inacción o a malas decisiones que nos pueden poner en peligro.

Por eso nuestros cerebros evolucionaron para filtrar información rápidamente y centrarse en lo que es más esencial para nuestra supervivencia y reproducción.

Esta evolución aseguró nuestra capacidad de reproducción y supervivencia ahorrando tiempo y energía a nuestros cerebros a la hora de gestionar vastas cantidades de información.

Qué son los sesgos cognitivos

Estas mismas funciones evolutivas se vuelven menos útiles en la época moderna y provocan errores en la toma racional de decisiones. Es lo que se conoce como sesgos cognitivos. 

"Los sesgos cognitivos que aseguraron nuestra supervivencia inicial hacen que sea difícil abordar los complejos desafíos a largo plazo que ahora amenazan nuestra existencia, como el cambio climático", dice Seyle.

Los psicólogos han identificado más de 150 sesgos cognitivos compartidos por todos. De estos, algunos son particularmente importantes para explicar por qué carecemos de la voluntad de actuar en relación con el cambio climático.
  • Descuento hiperbólico. Se trata de nuestra percepción de que el presente es más importante que el futuro. Durante la evolución era más ventajoso centrarse en lo que podía matarnos o comernos inmediatamente, no más tarde. 
  • La falta de preocupación por las generaciones futuras. Si bien entendemos lo que hay que hacer para parar el cambio climático, nos cuesta pensar que los sacrificios necesarios para las generaciones futuras valen la pena.
  • El efecto espectador. Tendemos a creer que ya se ocupará de las crisis otra persona. Cuanto más grande es el grupo, más fuerte se vuelve este sesgo.
  • La falacia del costo hundido. Estamos predispuestos a mantener nuestro rumbo incluso frente a resultados negativos. Cuanto más tiempo, energía o recursos hemos invertido en este rumbo, más probabilidades tenemos de mantenerlo, incluso si ya no parece óptimo. Esto ayuda a explicar, por ejemplo, la dependencia de los combustibles fósiles.
Estos sesgos cognitivos evolucionaron por una buena razón, pero ahora limitan nuestra capacidad para responder a lo que podría ser la crisis más grande que la humanidad haya creado.

Capacitados para revertir la situación

La buena noticia es que nuestra evolución biológica también nos dotó de las capacidades para enfrentarnos al cambio climático.

En comparación con otros animales, podemos decir que somos únicos a la hora de recordar eventos pasados y anticipar escenarios futuros.

Individualmente a menudo actuamos según estos planes, cuando por ejemplo invertimos en cuentas para la jubilación.

Desafortunadamente, esta capacidad de planificación de cara al futuro desaparece cuando se requiere una acción colectiva a gran escala, como es el caso del cambio climático. 

Y cuanto más grande es el grupo, más difícil se vuelve. ¿Recuerdas el efecto espectador?
Pero, en grupos pequeños, la cosa cambia.

Lea el artículo completo en: BBC Mundo

Así te mata la ansiedad

'El Grito' de Munch (1895), Munch Museum (Oslo).

Según la OMS, alrededor de 260 millones de personas en el mundo sufrieron trastornos asociados a esta emoción en 2017.

Vivimos en una cultura que auspicia el bienestar. Sabemos lo que hay que comer, cuántos minutos conviene practicar deporte y pasamos horas buscando la calma para vivir mejor, pero tenemos un talón de Aquiles: la ansiedad. Según la OMS, alrededor de 260 millones de personas en el mundo sufrieron trastornos asociados a esta emoción durante 2017. El Consejo General de Psicología de España estima que nueve de cada 10 españoles padecieron estrés y ansiedad ese mismo año.

Sin embargo, la ansiedad es un mecanismo natural de protección, un sistema psicológico de alerta que anticipa posibles amenazas con el fin de evitarnos futuros problemas. Es un estado de inquietud, que supone miedo y estrés a la vez, cuando el peligro no está presente. Es sólo una idea que surge en la mente y suscita el estrés necesario para resolver lo que preocupa antes de que sea demasiado tarde. A veces, tenemos una ansiedad general que no va asociada a ninguna situación concreta. Es la ansiedad inespecífica. Otras veces sabemos muy bien su origen: es la específica.

En ambos casos produce: aturdimiento, nerviosismo, taquicardia, sudoración, temblores, ahogo, opresión en el pecho, náusea, molestia abdominal, mareos, hormigueos (parestesias), escalofríos o sofocos, miedo a perder el control, a volverse loco o morir, lo que produce conductas de aislamiento. Son sensaciones lo suficientemente desagradables como para que tengamos, a menudo, más miedo a la ansiedad en sí que al problema que intentamos resolver: es el miedo al miedo. Si es una emoción normal, ¿por qué produce tanto sufrimiento y se ha convertido en una epidemia? Mucha de nuestra educación está basada en asustarnos. Según Noam Chomsky, vivimos en la "cultura del miedo", término para definir el proceso por el cual se divulga este sentimiento a través de los medios de comunicación, los discursos políticos, etc. y que influencia el comportamiento de las personas. Además, hemos desarrollado una fobia a la incertidumbre. Tenemos una manía por el control que, parafraseando a Giorgio Nardone, acaba por conducirnos al abismo del descontrol.

El artículo completo en: El Mundo (España) 

28 de marzo de 2019

Cinco claves para darle sentido a tu trabajo (y de paso, sentirte mejor)

¿Qué podemos hacer para trabajar y vivir con un propósito?


Trabajar solo por tener una nómina motiva bien poco. Si no somos millonarios, algo que no le sucede a la mayor parte de los mortales, necesitamos dinero para vivir. Pero no debería ser la única razón si queremos encontrarnos bien con lo que hacemos e, incluso, tener una buena salud. El propósito está relacionado con el "para qué hacemos lo que hacemos". Y no hace falta que sea algo grandioso, como recorrer el mundo con una ONG para salvar vidas (por supuesto, en este caso, no hay duda). El propósito lo podemos experimentar en nuestro día a día. No depende del puesto ni de la función, sino de nosotros mismos, del sentido que le demos y del grado de compromiso que tengamos.

Tal Ben-Shawar y Angus Ridgway en su libro Ser feliz es decisión tuya, analizan los tipos de trabajos conforme a nuestro nivel de sentido o compromiso. El sentido se experimenta cuando existe conexión entre lo que hacemos y nuestros valores, si creo o no en lo que hago. El compromiso es la motivación y energía que ponemos. Conforme a estos dos ejes, podemos ver que existen cuatro opciones:

A la deriva: La peor situación, porque trabajamos sin creer en lo que hacemos ni estamos motivados. Si estamos aquí, es importante hacer algo, porque tiene consecuencias en nuestra felicidad (y la de los que nos rodean).

Soñador: Cuando creemos firmemente en causas como el ecologismo, ayudar a las personas sin recursos… pero hacemos bien poco. Quizá reciclamos, aportamos algo de dinero, pero no tenemos un compromiso firme con ello.

Estancado: Trabajamos duro por responsabilidad, pero no estamos especialmente ilusionados. Esta situación, por cierto, es bastante habitual en las empresas, lo que a la larga produce un desgaste importante.

Alineado con el propósito: ¡El cuadrante ideal! Trabajamos comprometidos y le encontramos un sentido a lo que tenemos entre manos.

¿Qué podemos hacer para trabajar y vivir con un propósito? Sabemos que cambiar de trabajo no siempre es fácil, pero también hemos visto que depende de una decisión personal. Por ello, veamos qué está en nuestras manos para sentirnos mejor con lo que hacemos.

Primero, vale la pena observar el gráfico y ubicarse a uno mismo. ¿En qué cuadrante te encuentras en tu trabajo? (por cierto, esto se podría aplicar a las relaciones de pareja, aficiones, amigos…).

Segundo, podemos encontrar un propósito en cada pequeña tarea que hagamos. No es necesario buscar algo que cambie el mundo o tener una vocación de por vida. Como dice José Luis Llorente, coautor del libro de Vitamina X, existen propósitos vitales, de proyectos o de tareas. Céntrate en el que te resulte más sencillo.

Tercero, el propósito más poderoso está relacionado con los demás, sean clientes, sociedad, familia… Puedo hacer una presentación de resultados, un informe o una llamada a un cliente para que piensen que soy muy bueno y obtener medallas (lo que desgasta a la larga) o porque creo firmemente en ello. Si lo hago por otros, encontraré más fuerza y motivación.

Cuarto, en la medida en que sea posible podemos intentar modificar nuestras tareas para poner más energía en aquellas más gratificantes. No existe ningún trabajo perfecto. Siempre conviven actividades más amables que otras y vale la pena hacer aquellas que no nos gustan de modo eficiente, para disfrutar de las otras.

Quinto, replantearse para qué hacemos lo que hacemos. Puedo pensar que solo hago facturas. Sin embargo, si dedico tiempo a reflexionar en la finalidad última de la empresa o de la organización, como que tengan un mejor servicio los clientes o los ciudadanos, puedo descubrir que contribuyo con mi trabajo a que eso ocurra. De alguna manera supone ganar perspectiva y darle un sentido.

En definitiva, trabajar con un propósito es la situación más motivadora y más satisfactoria para cualquier persona. Algo que ayuda además al sistema inmunológico. Y la buena noticia es que depende de una decisión personal. En la medida en que le demos sentido a lo que hacemos y nos comprometamos con ello, podremos encontrar un propósito en nuestra vida, nuestros proyectos o nuestras metas.

Fuente: Laboratorio de la Felicidad (El País)

26 de marzo de 2019

¿Es posible detectar la psicopatía en la infancia?

Es fundamentalmente un trastorno en el desarrollo y no surge de la nada en la edad adulta.


Ya un bebé - aunque sea casi imposible detectarlo - puede presentar rasgos psicopáticos. Resulta difícil de creer pero es cierto, porque, de hecho, la psicopatía es fundamentalmente un trastorno en el desarrollo, y no surge de la nada en la edad adulta. Todos los adultos psicópatas han mostrado unos rasgos característicos durante su infancia o la adolescencia, y pueden detectarse desde edades muy tempranas. Pero, ¿cuáles son esos rasgos y cómo se podrían detectar en niños tan pequeños?

Tal y como sugirió el filósofo John Locke "Todos nacemos como pizarras en blanco", por lo que, evidentemente, la educación por parte de los padres, el entono y el nivel socio-económico son importantes a la hora de conformar el carácter de un niño. El libro Good For Nothing: From Altruists to Psychopaths and Everyone in Between de la psicóloga, Abigail Marsh sobre la psicopatía, recopila muchas historias de muchos padres con algún hijo que presenta unos rasgos de violencia extremos y, precisamente, no se trata de una mala crianza, una desestructuración familiar o familias disfuncionales, sino que suelen ser padres cariñosos y muy volcados en la educación y crianza de sus hijos.

Entonces, ¿qué pasa? ¿La psicopatía se nace con ella o se hace? Existen numerosas teorías en torno a este trastorno. La última investigación relacionada con el tema y publicada en el (NCBI) National Institutes of Health asegura que los primeros signos de psicopatía se descubren en niños de tan solo 2 años, entre ellos, la falta de empatía, Los sentimientos de culpa y emociones superficiales o la frialdad son solo algunos de ellos. Sin embargo, para Celso Arango, vicepresidente de la Sociedad Española de Psiquiatría (SEP) y jefe del servicio psiquiátrico del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, los principales factores de riesgo son la personalidad y el temperamento, y con este último rasgo la persona nace, así que la genética es primordial.

“La personalidad se va formando a lo largo del tiempo, y el temperamento viene dado por las condiciones genéticas, y este último no se puede modificar”, asevera Arango.

El renombrado filósofo y psicólogo, William James, ya aseguraba que nuestra personalidad no se forma del todo hasta que cumplimos los 30 años, pero nuestro temperamento es el que es, y eso sí que no se puede cambiar. Esto es lo que también se cuenta en el libro de Marsh, donde se explica que los niños, al igual que los adultos son capaces de tener una violencia extrema durante un periodo de tiempo prolongado, a diferencia de los adultos, cuya crueldad no suele extenderse tanto.

“Estos niños son incapaces de sufrir, son fríos, calculadores y actúan de forma premeditada, a diferencia incluso del narcisismo, que viene muy condicionado desde la adolescencia. Afortunadamente, este tipo de psicopatía la sufren una minoría de niños”, continúa Arango.

El artículo completo en: El País (España)


El riesgo de pensar deprisa. Piensa despacio y acertarás

Entrenar la habilidad del pensamiento de caminante para encontrar buenas soluciones.

Hay personas que destacan por su capacidad de responder rápido y de modo ingenioso. Se observa en las reuniones de empresa, en los grupos de amigos o en el colegio. Cuando el profesor hace una pregunta, suele haber alguien que, en apenas un parpadeo, dice la respuesta correcta. Es una habilidad socialmente admirada y que ahora, en la era de las redes sociales, tiene cada vez más relevancia. Cualquiera puede hacer un comentario a golpe de clic. Sin embargo, ¿resulta esta habilidad tan positiva en el aprendizaje o para encontrar soluciones?

Barbara Oakley, profesora de la Universidad de California, San Diego, sugiere que tenemos dos formas de pensar: el pensamiento de coche de carreras o el del caminante. Los dos pueden llegar a la meta, pero a muy diferente velocidad y con una experiencia bien distinta. Mientras que el pensamiento de coche de carreras no se fija en lo que se encuentra por el camino, el del caminante se entretiene en los detalles. Esto último le permite profundizar mucho más y encontrar pistas a la resolución de problemas que de otro modo pasarían inadvertidos. Así parece que era el padre de la neurociencia moderna, Ramón y Cajal, Premio Nobel de Medicina en 1906. En palabras del propio científico aragonés, él no era un genio. No fue un comentario humilde, sino que realmente así lo creía. Cajal se rodeaba de genios, con los que compartía los mismos problemas. La diferencia de él con respecto al resto estaba en la velocidad y en la manera de abordar las dificultades. Mientras que los genios tenían mentalidad de coches de carreras y tomaban conclusiones apresuradas, sin cuestionarse; Cajal, con su pensamiento de caminante, reparaba en los detalles y revisaba persistentemente sus conclusiones para ver si estaba equivocado.

Igualmente sucedió con Michael Faraday, el padre de la electricidad. De clase muy humilde, no tuvo acceso de joven a estudios superiores y a través de su persistencia y pasión, descubrió los principios de la electricidad moderna. Faraday también tenía mentalidad de caminante y no daba por sentado ningún hallazgo en su terreno. De hecho, repetía las investigaciones que habían realizado otros científicos para aprender y para analizar los detalles. Solo así descubrió la relación entre la fuerza magnética y la electricidad. Y esta es una de las diferencias entre la mentalidad de coche de carreras y la de caminante. Cuando la premura aprieta, ni hay espacio para cuestionarse ni para entrenar la flexibilidad. Por ello, la mentalidad de coche de carreras suele ser más rígida, con menos capacidad de adaptación a lo que encuentra por el camino, como sucede más allá de la ciencia.

En los procesos de negociación de rehenes es importante que quien esté al mando tenga mentalidad de caminante, en opinión de los expertos Voss y Raz. Cuando las personas con mentalidad de coche de carreras negocian, suelen tener más nociones preconcebidas y obvian la información crítica que se revela durante el proceso, lo que puede tener consecuencias fatales. Y llevado al nuestro día a día, he conocido personas con habilidades de lectura rápida, que devoraban libros pero que luego, no eran capaces de deducir temas o de reconectar ideas nuevas. Sencillamente, se quedaban en el placer de concluir el libro sin haber reparado en su contenido.

En definitiva, en un mundo donde la información va tan deprisa, nos valdría la pena entrenar la habilidad del pensamiento de caminante si queremos encontrar buenas soluciones. El aprendizaje no siempre entiende de prisas. La reflexión requiere tiempo, que no es el que se estila en las redes sociales y en el mundo de la empresa. Y curiosamente, cuando reflexionamos, nos cuestionamos y tenemos la capacidad de ser flexibles hasta con nuestras creencias de partida, podemos encontrar soluciones que a priori ni se nos ocurrían. Por ello, “caminemos” este año que comienza.

Tomado de: El País (España)

20 de marzo de 2019

Psicología: No te compares con nadie

Para progresar en la vida no hay que compararse con nadie: es más productivo y gratificante volver la vista hacia nuestro interior y ponernos metas a corto plazo.


Desde la escuela nos enseñan a competir contra otras personas, y no solo en los deportes. Los alumnos más brillantes despiertan la admiración y al mismo tiempo la rabia de los que no obtienen tan buenas calificaciones. Cuando entramos en la adolescencia, los éxitos ajenos en el amor y el sexo pueden convertirse en el espejo de nuestro propio fracaso. Un chico o chica de la cuadrilla hace una conquista tras otra, mientras que quien no “se come un rosco” se pregunta: ¿por qué él/ella sí y yo no? Lo mismo sucede, una vez terminados los estudios, en la carrera profesional y el estatus económico que nos procura. Tendemos a mirar al que ha llegado más lejos que nosotros, y eso nos hace sentir disminuidos, como si todo lo que hemos logrado perdiera su valor.

Quien se compara ya está perdiendo porque sitúa el foco de atención en campo ajeno en lugar de trabajar en su propio progreso. En ese sentido, los grandes genios de la humanidad se sumergieron en una carrera de un solo corredor, pues su fijación era superar su propia marca en un proceso de automejora constante. Como dijo Lao-Tse hace dos milenios y medio, “aquél que obtiene una victoria sobre otro hombre es fuerte, pero quien obtiene una victoria sobre sí mismo es poderoso”.

Encontramos esta misma idea en un libro que está arrasando en las listas de ventas de Estados Unidos: 12 reglas para vivir: Un antídoto al caos. Su autor, Jordan B. Peterson, profesor de Psicología de la Universidad de Toronto, propone en su cuarta regla: compárate con quien eras tú ayer, no con quien es hoy otra persona.

Equipararnos a cualquier otra persona es un seguro de frustración, ya que raramente nos comparamos con los de abajo. Fijamos la mirada en quien ha conseguido más, y eso, en lugar de estimularnos, a menudo nos produce envidia o incluso parálisis vital. ¿Para qué esforzarse si habrá siempre otros que reciban más premio? Contra esa trampa, Peterson propone centrar la competición en uno mismo: “Ya no tienes envidia de nadie porque no piensas que los otros estén verdaderamente mejor que tú. Dejas de sentirte frustrado porque has aprendido a apuntar bajo y a ser paciente. Estás descubriendo quién eres, lo que quieres y lo que estás dispuesto a ser”.

La primera parte de esa reflexión apunta a la ilusión común de que conocemos el nivel de felicidad de los demás. Acostumbrados a las redes sociales, donde solo se muestran los logros, podemos llegar a pensar que la vida del otro es mejor y más dichosa que la nuestra, pero ¿qué sabemos en realidad de la felicidad de nadie? Tal vez el vecino que tiene un Porsche en su garaje está pendiente de un embargo porque no ha pagado sus impuestos, y quien se pasea con una pareja deslumbrante vive un infierno de puertas adentro porque se matan a discutir.

Con lo de “apuntar bajo”, Peterson no se refiere a ser poco ambiciosos, sino a ponernos metas a corto plazo, una tras otra, para motivarnos y medir avances. En esta competición de un solo corredor, si hoy eres un poco mejor que ayer, ya has ganado la carrera. En esta cuarta regla para vivir, el autor concluye: “Estás descubriendo que las soluciones a tus problemas particulares han de estar hechas a tu medida, personalmente y de forma precisa. Ya no te preocupan tanto las acciones de la otra gente porque bastante tienes para hacer tú mismo”.

Retomando el hilo del principio, fijarnos en lo que hacen los demás procura beneficios inconscientes para quien le da miedo o pereza arriesgar. Mientras estás pendiente de lo que hace el otro, no te exiges a ti mismo. Como en el poema Esperando a los bárbaros, de Kavafis, situar fuera nuestro punto de atención es la excusa perfecta para cruzarnos de brazos. Y eso no solo sucede cuando nos sentimos menos que alguien. También al criticar al otro estamos eludiendo nuestras responsabilidades. Justamente la regla seis del mismo libro de Peterson es: ten tu casa en perfecto orden antes de criticar el mundo.

Si en lugar de compararnos o de tratar de arreglar otras vidas nos centramos en lo que somos y podemos devenir, será difícil no conseguir éxitos. Tomando conciencia del lugar en el que estamos, de los errores que cometimos ayer y de la dirección que queremos dar a nuestra vida, cualquier paso adelante será un progreso. Y eso no solo mejorará nuestra existencia. Al estar más satisfechos, seremos también una compañía más agradable para los demás. 

Fuente: El País (España)

7 de marzo de 2019

Dime qué edad tienes y te diré cuál es tu autoestima

El aprecio que uno tiene de sí mismo varía con el tiempo y es bueno conocer cómo lo hace.

La autoestima varía con el tiempo y es bueno conocer cómo lo hace, para actuar sobre ella y también ayudar a otros. Pero antes de ver sus fases, hagamos una pequeña matización. La autoestima es subjetiva y no depende ni de las características objetivas de la persona ni de lo que digan los demás. Hay personas a las que las opiniones ajenas no les afectan, y otras, que son terriblemente vulnerables. Sin embargo, como demuestra la ciencia, querernos a nosotros mismos nos ayuda a tener más seguridad para afrontar los retos profesionales o académicos, a sentirnos mejor y a disfrutar de una mayor salud física, emocional y mental. Y algo importante: autoestima no es narcisismo y decirse todo el rato lo maravilloso que uno es. Son cosas diferentes. Mientras que el narcisismo es egoísta y antisocial, al considerar una persona que está por encima del resto; la autoestima es una actitud positiva, que valora también a los demás. Pues bien, hechas estas matizaciones, veamos qué dice la ciencia sobre su evolución en nuestras vidas.

Orth, Erol y Luciano han publicado un artículo que recoge el análisis de 331 estudios sobre la autoestima, lo que equivale a analizar los datos de 160.000 personas a lo largo del tiempo. En dicha publicación se comprueba que la autoestima pasa por distintas etapas, que no depende de la década en que se nace, aunque, lógicamente, podrá variar en cada persona. Veamos las fases que estos investigadores han recogido, con algunas sugerencias de lo que podemos hacer:

- La autoestima mejora hasta los ocho años, gracias a varios factores: la autonomía personal, la sensación de dominar el contexto y la posibilidad de elegir a los amigos. Por ello, podemos deducir que, en la medida en que les demos a nuestros pequeños la capacidad de ser autónomos con lo que les rodea, les ayudaremos a que se sientan mejor con ellos mismos.

- En la adolescencia la autoestima permanece constante, y aumenta a los 15 años. Antes de esta investigación, se pensaba que la transición de la infancia a la adolescencia afectaba a lo que nos queríamos. Sin embargo, parece que no es así, que permanece constante desde los 11 a los 15 en términos generales. Lógicamente, como matizan los autores, “algunos adolescentes pueden experimentar disminuciones en su autoestima debido a cambios en la pubertad, conflictos con los padres y trastornos del estado de ánimo en este período de desarrollo”, pero eso no significa que sea una época de tormenta y estrés en el arte de quererse a uno mismo. Así que vale la pena desmitificar este momento retador para los padres.

- Durante la edad adulta sigue aumentando la autoestima, y esta alcanza el nivel más alto a los 60 y 70 años. Antes se pensaba que a los 50 alcanzábamos el pico de intensidad de querernos a nosotros mismos, pero se ha comprobado que no es así. Que al final de la segunda edad y principios de la tercera, es cuando estamos en nuestro mejor momento. Los motivos son varios: no le damos tanta importancia a lo que se supone que socialmente tenemos que conseguir (éxito, buen trabajo, casa…) y tenemos una mejor capacidad de aceptarnos a nosotros mismos tal cual somos sin necesidad de aparentar nada.

- La autoestima desciende ligeramente a partir de los 70 y hasta los 90, y disminuye de manera más acusada a partir de los 94 años. Sin embargo, los autores reconocen que habría que analizar con más profundidad qué nos sucede a partir de esta edad, porque existen pocos estudios. En la medida en que nuestros mayores tengan más autoestima, mejorará su nivel de bienestar, lo que contribuirá a evitar la aparición de síntomas y trastornos depresivos.

En definitiva, la autoestima humana vive un proceso de U invertida, que comienza en la infancia y alcanza su nivel máximo a los 60-70 años. Será de gran ayuda trabajar nuestra autonomía personal, aceptarnos a nosotros mismos y dejar de querer ser lo que los demás esperan de nosotros. Y como diría Oscar Wilde “amarse a sí mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida".

Fuente: Laboratorio de la Felicidad (El País)

1 de marzo de 2019

Procrastinar puede ser bueno

Por Eparquio Delgado

Dejar para mañana lo que podemos hacer hoy es tan común como ocasionalmente peligroso. Sin embargo, también puede ser el indicador de alerta al someternos a un ritmo demasiado exigente.


QUE LEVANTE la mano quien no aplaza de vez en cuando tareas desagradables, difíciles o aburridas mientras dedica el tiempo a otras menos “importantes”. Procrastinar, un verbo que se ha puesto de moda en los últimos años y que se refiere a “dejar para mañana lo que se podría hacer hoy”, es básicamente el nombre que damos a un tipo de conducta de elección. Hablamos de procrastinación cuando alguien opta por hacer aquello que resulta más gratificante o menos aversivo y retrasa otras tareas más fastidiosas.

Aunque algunos autores pretenden diferenciar la procrastinación de la pereza —procurando probablemente no poner a la defensiva a sus lectores—, lo cierto es que hablamos de lo mismo: una negligencia o descuido en las cosas que estamos obligados a hacer. El procrastinador o perezoso no cumple sus tareas, ve mermada su productividad y en última instancia deja de ser un “ciudadano útil” y un “ser humano efectivo”, como nos explica John Perry, profesor de filosofía en Stanford y creador de uno de tantos métodos contra este mal. Para escapar del pecado capital de la pereza, los católicos suelen acudir a la iglesia y ponerse en manos de Dios por mediación del sacerdote. Para escapar de la procrastinación, un pecado mortal en la era de la eficiencia, tenemos que ponernos en manos de supuestos expertos.

Los estudios sobre la procrastinación se caracterizan por abordar el fenómeno en relación con características personales del individuo y buscan establecer qué tienen en común las personas que aplazan sus ­tareas “importantes”. Desde esta perspectiva, se concibe la procrastinación como un rasgo estable e interno del individuo, que se relaciona con especificidades de su personalidad, determinado funcionamiento cerebral y la acción de ciertos genes. Gracias a estos estudios sabemos que guarda relación con altos niveles de impulsividad y bajos de autodisciplina, cierta incapacidad para regular los estados de ánimo y las emociones, problemas en la función ejecutiva y otras tantas conclusiones curiosas.

Los supuestos expertos, entre los que se cuentan psicólogos, psiquiatras, coaches, neurofisiólogos, especialistas en management y toda clase de vendedores de consejos, suelen citar los resultados de estos estudios con el fin de dar una apariencia de cientificidad a la autoayuda que nos ofrecen en todos los formatos posibles: libros, conferencias motivacionales, programas de radio, blogs personales, revistas de divulgación científica —sí, ahí también hay autoayuda—, ­podcasts y aplicaciones para móviles. Cabría suponer que si todos ellos se apoyan en los mismos estudios científicos, las estrategias deberían ser también las mismas; sin embargo, encontramos tantas supuestas soluciones como pretendidos expertos: identifica claramente tus objetivos, busca apoyo social, bloquea las distracciones, reestructura tus ­cogniciones, perdónate, reconoce el estrés, utiliza la procrastinación a tu favor, distribuye bien tus tareas, haz de tu pasión una vocación… Todo un arsenal de alternativas para evitar caer en el terrible pecado de la improductividad.

Esta forma de abordar el asunto es bastante limitada cuando se trata de encontrar razonamientos psicológicos útiles. ¿Cómo se explica que una persona aplace ciertas tareas y no otras? ¿Y que demore una misma tarea en un momento dado pero no en otro? No se puede entender por qué una persona procrastina sin conocer el contexto en el que se produce esa conducta y la historia de la persona en relación a las tareas que pretende abordar. Proponer soluciones sin realizar un análisis funcional de la conducta es soplar para ver si suena la flauta, que es precisamente lo que hacen charlatanes y vendedores de autoayuda. Y, claro, a veces hay suerte, la flauta suena y el burro se cree músico, como en la fábula de Tomás de Iriarte.

Pero podríamos hacernos otra pregunta: ¿Por qué es necesariamente un problema procrastinar? ¿Por qué tenemos que ser productivos, “ciudadanos útiles”, “seres humanos efectivos”? Detrás de la asepsia de los “expertos” y las decenas de estudios, lo que encontramos es la eficacia erigida como valor y norma a seguir, de manera que toda desviación se convierte en una patología o un pecado, dependiendo de quién sea el juez. Procrastinar puede ser en ocasiones un problema, pero también puede ser un indicador de que necesitamos parar, de que nos vemos empujados a requerimientos que exceden nuestra capacidad de afrontarlos, de que estamos sometidos a un ritmo excesivamente severo. El derecho a procrastinar se convierte en una exigencia revolucionaria en tiempos de hiperactividad productiva. Frente a los expertos de la eficacia, reivindicamos con Lafargue el derecho a la pereza. 

Fuente: El País (España)



17 de febrero de 2019

Por qué no es bueno ser demasiado modesto

La peruana Gladys Tejeda, con la cabeza erguida y lpos brazos en alto, en clara señal de orgullo.

El orgullo es la perdición de muchos héroes clásicos.

Fritzwilliam Darcy, uno de los dos personajes principales de la novela de Jane Austen "Orgullo y prejuicio", tiene que dejar ir el suyo para poder ganarse el amor de Elizabeth Bennet.

Dante lo incluyó como uno de los siete pecados capitales. Y, como el famoso verso de los Proverbios (a menudo mal citado) nos avisa: "Delante de la destrucción va el orgullo, y delante de la caída, la altivez de espíritu".

No hay duda sobre esto: constantemente se nos dice que el orgullo cuanto menos nos hace antipáticos y, yendo más lejos, nos puede destruir.

Pero es posible que el orgullo no se merezca completamente la reputación de fuerza destructiva. Hay nuevas pruebas de que esta emoción tiene una función evolutiva y que juega un papel importante en cómo nos relacionamos con el mundo.

Una emoción global

Las muestras de orgullo ocurren en todas las culturas y edades, incluso en los más pequeños. El orgullo viene además con su propia pose, ampliamente reconocible: una postura erguida, brazos extendidos y la cabeza alta.

En sus investigaciones, Jessica Tracy, profesora de Psicología en la Universidad de Columbia Británica (Canadá) y autora del libro "Orgullo: el secreto del éxito", constató que esta postura la adoptan incluso personas que son ciegas de nacimiento.

Esto sugiere que el orgullo es parte de nuestra construcción evolutiva más que algo aprendido socialmente.

Los beneficios del orgullo

Según un nuevo estudio, cuando esperamos sentir orgullo por algo, es porque el orgullo evolucionó para ofrecernos -a nosotros y a la gente de nuestro alrededor- beneficios sociales.

Leda Cosmides, profesora de Psicología Evolutiva en la Universidad de California en Santa Bárbara (Estados Unidos), explica que en las sociedades cazadoras-recolectoras de los primeros humanos era esencial convencer a los demás de que tu bienestar era importante.

El trabajo que Cosmides desarrolló con otros investigadores sugiere que el orgullo que sentimos cuando abordamos una tarea difícil o fomentamos una cualidad particular es un poderoso motivador evolutivo.

"Si vas a invertir tiempo en cultivar un talento específico, será mejor que desarrolles talentos o habilidades que otras personas valoren", señala.

Y una forma de demostrar que tienes un talento que merece la pena es mostrar tu propio orgullo de tenerlo.

Una exhibición de orgullo "promociona tus éxitos", apunta Daniel Sznycer, profesor de Psicología en la Universidad de Montreal (Canadá) y principal autor del estudio. "Si no, no sabré cuáles son tus éxitos y no sabré cuánto debo valorarte".

El artículo completo en: BBC Mundo

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