Por Eparquio Delgado
Dejar para mañana lo que podemos hacer hoy es tan común como ocasionalmente peligroso. Sin embargo, también puede ser el indicador de alerta al someternos a un ritmo demasiado exigente.
QUE LEVANTE la mano quien no aplaza de vez en cuando tareas
desagradables, difíciles o aburridas mientras dedica el tiempo a otras
menos “importantes”. Procrastinar, un verbo que se ha puesto de moda en
los últimos años y que se refiere a “dejar para mañana lo que se podría
hacer hoy”, es básicamente el nombre que damos a un tipo de conducta de
elección. Hablamos de procrastinación cuando alguien opta por hacer aquello que resulta más gratificante o menos aversivo y retrasa otras tareas más fastidiosas.
Aunque algunos autores pretenden diferenciar la procrastinación de la
pereza —procurando probablemente no poner a la defensiva a sus
lectores—, lo cierto es que hablamos de lo mismo: una negligencia o
descuido en las cosas que estamos obligados a hacer. El procrastinador o
perezoso no cumple sus tareas, ve mermada su productividad y en última
instancia deja de ser un “ciudadano útil” y un “ser humano efectivo”,
como nos explica John Perry, profesor de filosofía en Stanford y creador
de uno de tantos métodos contra este mal. Para escapar del pecado
capital de la pereza, los católicos suelen acudir a la iglesia y ponerse
en manos de Dios por mediación del sacerdote. Para escapar de la procrastinación, un pecado mortal en la era de la eficiencia, tenemos que ponernos en manos de supuestos expertos.
Los estudios sobre la procrastinación se caracterizan por abordar el
fenómeno en relación con características personales del individuo y
buscan establecer qué tienen en común las personas que aplazan sus
tareas “importantes”. Desde esta perspectiva, se concibe la
procrastinación como un rasgo estable e interno del individuo, que se
relaciona con especificidades de su personalidad, determinado
funcionamiento cerebral y la acción de ciertos genes. Gracias a estos
estudios sabemos que guarda relación con altos niveles de impulsividad y
bajos de autodisciplina, cierta incapacidad para regular los estados de
ánimo y las emociones, problemas en la función ejecutiva y otras tantas
conclusiones curiosas.
Los supuestos expertos, entre los que se cuentan psicólogos, psiquiatras, coaches, neurofisiólogos, especialistas en management
y toda clase de vendedores de consejos, suelen citar los resultados de
estos estudios con el fin de dar una apariencia de cientificidad a la
autoayuda que nos ofrecen en todos los formatos posibles: libros,
conferencias motivacionales, programas de radio, blogs personales,
revistas de divulgación científica —sí, ahí también hay autoayuda—, podcasts
y aplicaciones para móviles. Cabría suponer que si todos ellos se
apoyan en los mismos estudios científicos, las estrategias deberían ser
también las mismas; sin embargo, encontramos tantas supuestas soluciones
como pretendidos expertos: identifica claramente tus objetivos, busca
apoyo social, bloquea las distracciones, reestructura tus cogniciones,
perdónate, reconoce el estrés, utiliza la procrastinación a tu favor,
distribuye bien tus tareas, haz de tu pasión una vocación… Todo un
arsenal de alternativas para evitar caer en el terrible pecado de la
improductividad.
Esta forma de abordar el asunto es bastante limitada cuando se trata de encontrar razonamientos psicológicos útiles. ¿Cómo se explica que una persona aplace ciertas tareas y no otras?
¿Y que demore una misma tarea en un momento dado pero no en otro? No se
puede entender por qué una persona procrastina sin conocer el contexto
en el que se produce esa conducta y la historia de la persona en
relación a las tareas que pretende abordar. Proponer soluciones sin
realizar un análisis funcional de la conducta es soplar para ver si
suena la flauta, que es precisamente lo que hacen charlatanes y
vendedores de autoayuda. Y, claro, a veces hay suerte, la flauta suena y
el burro se cree músico, como en la fábula de Tomás de Iriarte.
Pero podríamos hacernos otra pregunta: ¿Por qué es necesariamente un
problema procrastinar? ¿Por qué tenemos que ser productivos, “ciudadanos
útiles”, “seres humanos efectivos”? Detrás de la asepsia de los
“expertos” y las decenas de estudios, lo que encontramos es la eficacia
erigida como valor y norma a seguir, de manera que toda desviación se
convierte en una patología o un pecado, dependiendo de quién sea el
juez. Procrastinar puede ser en ocasiones un problema, pero también
puede ser un indicador de que necesitamos parar, de que nos vemos
empujados a requerimientos que exceden nuestra capacidad de afrontarlos,
de que estamos sometidos a un ritmo excesivamente severo. El derecho a
procrastinar se convierte en una exigencia revolucionaria en tiempos de
hiperactividad productiva. Frente a los expertos de la eficacia,
reivindicamos con Lafargue el derecho a la pereza.
Fuente: El País (España)
1 de marzo de 2019
Procrastinar puede ser bueno
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