Fragmento de 'Ciencia sin ficción', un libro formado por cinco peculiares narraciones recién publicado por Debate.
[Este texto es un fragmento de uno de los capítulos de Ciencia sin ficción.
Publicado por Debate, el libro consta de cinco relatos que usan la
ciencia como hilo conductor para desarrollar tanto la literatura de no
ficción como una ficción alejada de la idea intuitiva y actual de la
ciencia-ficción.]
Uno de los rasgos que identifica a buena parte de las pseudociencias
es que suelen tener un componente de autoridad bastante marcado, por lo
general ejercido originalmente por una figura masculina que lidera esa
disciplina o ese modo de pensar. Es lo que sucede, por poner algunos
ejemplos, con la homeopatía y su inventor, Samuel Hahnemann; con la
antroposofía y Rudolf Steiner; con la cienciología y Ron Hubbard, o con
los antivacunas y el exmédico que logró su mayor éxito manipulando
estudios, Andrew Wakefield. En particular, como ha señalado el filósofo
sueco y director del departamento de Filosofía e Historia de la
Tecnología en el Real Instituto de Tecnología de Estocolmo Sven Ove
Hansson, el campo del negacionismo científico suele ser
extraordinariamente masculino. "Las mujeres son infrecuentes tanto en la
negación de la evolución como en la negación de la ciencia del clima.
Esto es mucho más notable en el primer caso. En comparación, hay una
presencia fuerte de mujeres en las ciencias biológicas legítimas, pero
están virtualmente ausentes de las actividades de negación evolutiva y
creacionismo —asegura Hansson en su ensayo Science denial as a form of pseudoscience.
Y añade —: Este dominio masculino es difícil de explicar, pero [...] la
audacia de afirmar que uno entiende un tema mejor que todos los
expertos puede ajustarse más a los estereotipos masculinos que a los
femeninos". Lo que hoy conocemos como mansplaining —esa
necesidad paternalista de los varones de explicarles las cosas a las
mujeres, aunque estas sepan más que ellos—, pero en versión
pseudocientífica.
También era hombre y líder pseudocientífico Harold Camping, el
octogenario pastor estadounidense que convenció a toda su congregación
de que el 21 de mayo de 2011 sería el día del Juicio Final. Como
seguramente habrá notado el lector, se equivocó. Este anuncio fracasado
proporcionó una oportunidad magnífica para estudiar los mecanismos que
se desatan en nuestro interior cuando caemos por la pendiente del
autoengaño pseudocientífico. Y, sobre todo, para explicar lo complicado
que es escapar de las decisiones erróneas por culpa de las disonancias
cognitivas. En el documental Right Between Your Ears, la
psicóloga social Carol Tavris explica a la perfección lo que sucedió con
Camping y sus seguidores, pero también lo que nos pasa a todos nosotros
en la mayoría de nuestras decisiones, mucho más cuanto más importantes.
Cuando una persona da un paso en una dirección, explica Tavris, trata
de justificar esa elección, lo que pone en marcha una serie de
autojustificaciones que llevan a nuevas acciones, que a su vez llevan a
nuevas autojustificaciones. Y esa es la razón por la que, cuanto más
tiempo y esfuerzo invierte alguien en tomar una posición en público, más
difícil le resultará decir: "Ay, madre, que estaba equivocado". "La
disonancia cognitiva es un estado de tensión que se produce cuando una
persona posee dos cogniciones (ideas, actitudes, creencias, opiniones)
que son psicológicamente inconsistentes, como 'fumar es algo tonto
porque podría matarme' y 'fumo dos paquetes diarios"— explica Tavris en
su libro Mistakes Were Made (But Not by Me). Y añade —: La
disonancia produce un malestar mental que abarca desde dolores menores
hasta angustias profundas; la gente no descansa hasta que encuentra una
forma de reducirla". Como bien explica, todos nos consideramos más
listos que la media, más justos, más acertados... Y ante la prueba de
que nos hemos equivocado tenemos dos opciones: revisar nuestra visión de
nosotros mismos o rechazar lo que nos deja en evidencia. La disonancia
es tan incómoda como el hambre o la sed y nos obliga a actuar para
mitigarla, aunque sea de la forma más absurda.
Este concepto fue desarrollado por Leon Festinger en la década de
1950 tras seguir a un grupo apocalíptico parecido al de Camping. En
aquella circunstancia, el evento del fin del mundo acabaría con los
elegidos, ellos, salvándose en naves espaciales extraterrestres que
acudirían a rescatarlos antes del cataclismo definitivo. Festinger hizo
su propia predicción: aquellos fieles que dudaron en el último momento
del credo, que se quedaron en casa a esperar el final, terminarían
alejándose progresivamente de la secta. En cambio, pensaba él, aquellos
que vendieron sus posesiones para seguir la profecía hasta el final
saldrían más reforzados en su fe a pesar del fiasco de descubrir que no
había apocalipsis. Cuando llegó la noche marcada y no aparecía ninguna
nave espacial, la ansiedad empezó a hacer presa de los fieles.
¿Realmente estaban tan engañados? ¿Habían arruinado sus vidas para nada?
La angustia los consumía y, dándole vueltas a lo sucedido, llegaron a
una revelación: en realidad, su fe había salvado a la humanidad. Dios se
había sentido conmovido por la devoción de ese increíble grupo de
fieles y había pospuesto el Juicio Final. Salieron de allí aún más
convencidos de sus creencias. La disonancia se había resuelto huyendo
hacia delante. Y Festinger estaba en lo cierto. Como explica Tavris, es
como si cada paso que damos en una dirección lo hiciéramos descendiendo
por una de las paredes de una pirámide, lo que hace más probable que el
siguiente paso sea en ese mismo sentido y mucho más improbable que
optemos por el cambio de orientación, que implicaría escalar en contra
de nuestra propia decisión anterior.
El artículo completo en: El País (España)
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16 de diciembre de 2019
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