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28 de marzo de 2019

El Madrid en el que Cajal buscaba cadáveres de niños

El palacete del premio Nobel, troceado en apartamentos de lujo a la venta en una web inmobiliaria, es el símbolo del desinterés de España por el genio de la ciencia.

Placa fotográfica tomada por Cajal en la Puerta del Sol de Madrid

Cajal, nacido en 1852 en la aldea navarra de Petilla de Aragón, llegó a la capital en 1892, tras ganar la cátedra de Histología de la Universidad Central, germen de la actual Complutense. En Madrid se lanzó a explorar “la fina anatomía del cerebro humano, con razón considerado como la obra maestra de la vida”. Para ello necesitaba “piezas nerviosas fresquísimas, casi palpitantes”, pero la ley no permitía diseccionar los cadáveres hasta 24 horas después de la muerte. “Mas por aquellos tiempos arredrábanme poco los obstáculos. Decidido a superarlos busqué material para mis trabajos en la Inclusa y Casa de Maternidad, dominios donde, por razones obvias, la tiranía de la ley y las preocupaciones de las familias actúan muy laxamente”, reconoció en sus memorias, Recuerdos de mi vida, publicadas en 1917.

Las monjas de la caridad, según relató, se convirtieron en sus ayudantes en las autopsias: “Puedo afirmar que durante una labor de dos años dispuse libremente de cientos de fetos y de niños de diversas edades, que disecaba dos o tres horas después de la muerte y hasta en caliente”. Ante los ojos de Cajal, “el cerebro humano comenzaba a balbucear algunos de sus secretos”. Descubrió y describió los tipos neuronales de cada región cerebral, su “urdimbre específica y absolutamente inconfundible”. Durante siglos, el cerebro había sido considerado una masa uniforme. Hasta que llegó Cajal.

El investigador se había criado entre labradores analfabetos en los campos de Aragón, había estudiado Medicina en Zaragoza y había dado clase en las universidades de Valencia y Barcelona, pero, a sus 40 años, Cajal se enamoró de su nuevo hogar. “Madrid es ciudad peligrosísima para el provinciano laborioso y ávido de ensanchar los horizontes de su inteligencia”, escribió en sus memorias. “La facilidad y agrado del trato social, la abundancia del talento, el atractivo de las sociedades, cenáculos y tertulias, donde ofician de continuo los grandes prestigios de la política, de la literatura y del arte; los variados espectáculos teatrales y otras mil distracciones seducen y cautivan al forastero, que se encuentra de repente como desimantado y aturdido”.

El artículo completo en: El País (España)

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