En el año 1967, un satélite soviético -la sonda espacial
Venera 4- envió la primera señal a la Tierra. Las altas temperaturas del
planeta Venus eran causadas por el dióxido de carbono con el que estaba
compuesta su atmósfera. Por eso, la vida en Venus es imposible. Si
alguna vez la hubo, se perdió a medida que la luz del sol fue aumentando
y las aguas se evaporaron. Con el ejemplo de Venus empezaron las
predicciones poco favorables para el planeta Tierra. Desde ese momento
ya estaba comprobado: de seguir con el uso indiscriminado de
combustibles fósiles, acabaríamos sin origen ni destino, como los
protagonistas de una novela distópica.
La voz de alarma llegaría tras la primera Conferencia Mundial sobre el Clima,
celebrada en Ginebra en 1979. Entonces se supo que cuando duplicásemos
la cantidad de dióxido de carbono, el mundo aumentaría tres grados
centígrados su temperatura. Pero no sirvió de mucho la advertencia. Es
más, cada vez que surgía alguna voz crítica ante la creatividad
destructiva de nuestra especie, la persona portadora de la denuncia
quedaba marcada como aguafiestas o fatalista. Porque si se cuantificaba
el grado de incertidumbre de tales afirmaciones, se llegaba a la
conclusión de que existía una previsibilidad imperfecta de los hechos.
Poco después de la citada conferencia, en 1981, cuando Ronald Reagan
fue elegido presidente de los Estados Unidos, la producción de carbón
en el suelo norteamericano se incrementaría. Cuando desde el Consejo de
Calidad Ambiental se realizó un informe para alertar al presidente de
que los combustibles fósiles podrían alterar la atmósfera de la Tierra
hasta convertirla en el erial de un mal sueño, el presidente Reagan
consideró la posibilidad de eliminar el Consejo de Calidad Ambiental.
De
esta manera, como si la realidad hiciese trampas, Reagan siguió jugando
con políticas destructivas, no sólo medioambientales sino también
económicas. Pero lo que más irrita ahora es saber que el desastre se
pudo haber evitado, que hubo un momento de nuestra historia en el que
estuvimos a tiempo para librar a nuestros herederos del apocalipsis
climático. Sí.
Estas cosas las recoge el escritor estadounidense Nathaniel Rich en su ensayo Perdiendo la Tierra,
recientemente publicado por Capitán Swing. Aunque se trata de un libro
de historia y denuncia ecológica, hay veces que Nathaniel Rich parece
operar desde la ficción, desde una de esas novelas apocalípticas que ya
forman parte de un género bautizado como Ficción Climática (Cli-Fi) y
donde siempre aparece el cadáver de un mundo en el que los perros ladran
en señal de duelo.