Por Gabriel Tortella
Charles de Secondat, barón de Montesquieu (en la imagen) es uno de los grandes filósofos políticos del todos los tiempos, cuyo gran tratado, El espíritu de las leyes(1748),
introdujo dos nuevas ideas sobre la sociedad humana que aún hoy se
citan y discuten con intensidad.
La primera de ellas es que la libertad
política depende de la separación de los poderes. La idea estaba ya en
John Locke (otro gigante de la ciencia política), pero Montesquieu la
expresó mejor e identificó más claramente cuáles eran esos tres poderes:
el legislativo, el ejecutivo, y el judicial. La doctrina de la
separación de poderes, inspirada en el parlamentarismo inglés, fue más
tarde adoptada por todos los sistemas electivos, aunque algunos
políticos practicones actuales hayan sostenido que es una traba para la
democracia. Resumiendo, podemos decir que la primera gran aportación de
Montesquieu es subrayar la relevancia que tienen las instituciones
políticas para la libertad y el buen desarrollo de las sociedades.
Su segunda gran aportación fue el advertir la importancia que tiene
el medio físico para ese mismo desarrollo, y señalar que el clima es
determinante en la organización de los pueblos y comunidades. Como él
mismo escribió, “el carácter del espíritu y las pasiones del corazón son
extremamente diferentes en los diversos climas”, y las leyes debían
adaptarse a esas diferencias. Ambas novedades filosóficas escandalizaron
a la sociedad de su tiempo, hasta el punto que la Iglesia puso El espíritu de las leyes en el Índice de libros prohibidos.
Para Diamond las diferencias ambientales explican el grado de desarrollo
La doctrina de la importancia del medio físico o geográfico ha sido
objeto de aún mayor controversia que la de la separación de poderes. Hoy
se da más importancia a los factores geográficos en cuanto determinan
la capacidad productiva (aridez, pluviosidad, condiciones de transporte,
riqueza mineral, etc.) que en cuanto modifican la conducta. La doctrina
ha sido bautizada, especialmente por sus detractores, como
“determinismo geográfico”, aunque muy pocos, y, desde luego, no el
propio Montesquieu, han pensado que el marco geográfico sea el único
determinante del devenir de los pueblos.
La vigencia de las doctrinas de Montesquieu queda en evidencia en una
polémica muy reciente entre tres científicos norteamericanos. De un
lado está Jared Diamond, de la Universidad de California (Los Angeles),
autor de Armas, gérmenes, y acero, libro ampliamente difundido y
premiado, que argumenta en favor de la significación de la geografía
para explicar el desarrollo a muy largo plazo de las sociedades humanas.
Del otro lado están Daron Acemoglu (MIT) y James Robinson (Harvard),
autores del reciente How Nations Fail, aún no traducido al español. Sugiero al traductor que lo titule El fracaso de las naciones.
La tesis de este libro es, sintéticamente, que lo único que explica el
desarrollo económico es la política. En la jerga de estos autores, las
naciones con organización política “inclusiva”, es decir, democrática,
triunfan; las que tienen organización “extractiva”, es decir,
explotadora, fracasan. El campo de batalla entre ambos bandos ha sido la
New York Review of Books, donde Diamond reseñó el libro de
Acemoglu y Robinson (junio 2012) y donde estos contraatacaron con una
larga carta, a la que Diamond respondió (agosto 2012).
Para Diamond, las diferencias en los desarrollos de los varios
continentes se deben a “diferencias en los medios naturales de cada
continente, no a la biología”. Es decir, no son las diferencias
raciales, sino las ambientales, las que explican las diferencias en los
niveles de desarrollo. Por supuesto, a medida que la tecnología cambia,
los efectos de las condiciones ambientales se modifican: lo que durante
muchos años fue un desierto, por ejemplo, puede convertirse en un vergel
con las modernas técnicas de irrigación. Desde la prehistoria las
condiciones agrarias han moldeado las sociedades, hasta que la industria
vino a aminorar la tiranía de la agricultura. Ahora bien, la industria
nació precisamente en aquellas sociedades donde la agricultura estaba
más desarrollada: Europa occidental y, en particular, Inglaterra. La
riqueza tiende a ser acumulativa. Por eso, aun hoy, un mapa mundial
mostrando la renta por habitante pone en evidencia que los países ricos
están situados en la zona templada, tanto en el hemisferio Norte como en
el Sur.
Según Acemoglu y Robinson lo único que explica el desarrollo económico es la política
Hay excepciones, por supuesto, y a ellas apelan Acemoglu y Robinson
para afirmar rotundamente que la doctrina geográfica, cuya paternidad
atribuyen correctamente a Montesquieu, “no funciona”. Los enormes
contrastes entre las Coreas del norte y del sur, o entre las poblaciones
al norte y al sur de la frontera entre Estados Unidos y México, para
ellos demuestran que la geografía no tiene ningún peso. Recurren al
viejo truco de simplificar exageradamente la tesis contraria para
demostrar su error, como les reprocha Diamond. Pero, tratando de mostrar
la superioridad de su teoría, se encierran en un laberinto lógico,
porque, si las condiciones geográficas no son el dato inicial de la
historia humana, ¿cómo se explica que haya tales diferencias en los
niveles de desarrollo? O volvemos al racismo, o recurrimos al azar. Unos
países acertaron en darse las buenas instituciones y otros fallaron al
adoptar las malas. Acemoglu y Robinson afirman tener una teoría para
explicar estas divergencias, pero en realidad no la tienen. Todo lo
basan en que unas pequeñas diferencias en la estructura política
existentes en un momento dado, como las que existían entre España e
Inglaterra en el siglo XVI, se convierten en caminos divergentes al
llegar una “coyuntura crítica” como el descubrimiento de América o la
aparición del protestantismo y dan lugar a grandes diferencias como las
que había a finales del XVII entre las estructuras políticas de ambos
países. Lo que Acemoglu y Robinson no explican es cómo aparecen esas
pequeñas diferencias iniciales, y sin explicar esto la teoría no explica
nada. Tampoco plantean, por ejemplo, cómo Arabia Saudí y Libia tienen
niveles de renta muy altos mientras sus vecinos los tienen muy bajos.
¿Son Arabia y Libia modelos de sociedad “inclusiva” y sus vecinos de
sociedad “extractiva”? Estos casos contradicen la teoría institucional;
son tan demoledores para esta teoría como puedan serlo Corea y la
frontera USA-México para la geográfica; por tanto, Acemoglu y Robinson
no los mencionan. Su problema es que intentan ser tan excluyentes en su
defensa de la teoría institucional que, en realidad, la debilitan. Es
evidente que, como muestra el caso de Arabia y Libia, la dotación de
factores naturales (como la posesión de grandes yacimientos de petróleo)
puede ser más importante que la democracia a la hora de explicar los
niveles de renta. Y también que, como prueban tanto la España franquista
como la China actual, una sociedad “extractiva” puede producir altas
tasas de desarrollo. Por desgracia, las cosas no son tan simples como
piensan Acemoglu y Robinson.
En último término, Montesquieu, que alumbró ambas teorías, la
institucional y la geográfica, resulta vindicado. Las sociedades humanas
son complejas y su éxito o su fracaso no pueden explicarse apelando a
un solo factor. Es muy tentador para un científico social el vendernos
la fórmula mágica del éxito; pero, por desgracia, no está el mundo para
crecepelos milagrosos. Y además, estas pócimas sociales entrañan un gran
peligro. Fue un simplismo parecido al de Acemoglu y Robinson el que
indujo a George W. Bush a invadir Irak, proclamando que, introduciendo
allí la democracia a la americana, el país se iba a enderezar y el
Oriente Próximo a estabilizarse. Ya hemos visto los resultados.
Gabriel Tortella, profesor emérito de la Universidad de Alcalá, es autor, con Clara Eugenia Núñez, del libro Para comprender la crisis, entre otros.
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