He leído varias historias en
diferentes libros sobre la sal y en este artículo las voy a poner de
manera que constituyan una visión general con alguna que otra
curiosidad. Los párrafos que leeréis son copiados de los libros citados
al final de este artículo. Vamos allá.
De todos los minerales, el más vital en
términos alimenticios es el sodio, que consumimos básicamente en forma
de cloruro sódico: la sal de mesa. Aquí el problema no está en consumir
demasiado poco, sino consumirla en exceso. No necesitamos mucha sal
—unos 200 miligramos al día, más o menos lo que se obtiene sacudiendo
con fuerza el salero entre seis y ocho veces—, pero ingerimos de media
unas sesenta veces esa cantidad.
En una dieta normal resulta casi
imposible no hacerlo debido a la cantidad de sal que incorporan los
alimentos preparados que comemos con voraz devoción. Muchas veces,
alimentos que aparentemente no tienen sal -cereales para el desayuno,
sopas preparadas y helados, por ejemplo-, la llevan a montones. ¿Quién
se imaginaría que treinta gramos de copos de maíz contienen más sal que
treinta gramos de cacahuetes salados? ¿O que el contenido de una lata de
sopa —de prácticamente cualquier lata— excede de forma considerable la
cantidad diaria recomendada de sal para un adulto?
Los restos arqueológicos muestran que
cuando la gente empezó a asentarse en comunidades agrícolas, empezó a
sufrir deficiencias de sal -algo que nunca antes había experimentado- y
tuvo que esforzarse por encontrar sal e incorporarla a la dieta. Uno de
los misterios de la historia es cómo sabían que la necesitaban, ya que
la ausencia de sal en la dieta no despierta ningún tipo de antojo. Te
hace sentir mal y acaba matándote -sin el cloruro de la sal, las células
se apagan, como un motor sin combustible-, pero en ningún momento un
ser humano se pararía a pensar: “Caramba, seguro que con un poco de sal
saldría adelante”.
En consecuencia, nos enfrentamos a la
interesante pregunta de cómo sabían lo que andaban buscando, sobre todo
cuando en ciertos lugares conseguir la sal requería cierto ingenio. Los
antiguos británicos, por ejemplo, calentaban palos en la playa y luego
los sumergían en el mar y rascaban la sal que quedaba adherida en ellos.
Los aztecas, por su lado, conseguían la sal a partir de la evaporación
de su propia orina. No son acciones intuitivas, por decirlo de un modo
suave. Pero incorporar sal a la fiesta es uno de los impulsos más
intensos de la naturaleza y es, además, universal. Cualquier sociedad
del mundo en la que la sal esté fácilmente disponible consume, como
media, cuarenta veces la cantidad necesaria para vive. No nos cansamos
de ella.
La sal es ahora tan omnipresente y
barata que olvidamos hasta qué punto llegó a ser deseable y cómo,
durante mucho tiempo, empujó al hombre hasta los confines del mundo. La
sal era necesaria para conservar las carnes y otros alimentos, y por eso
se requería en grandes cantidades: en 1513, Enrique VIII hizo
sacrificar y conservar en sal 25.000 bueyes para una campaña militar. La
sal era, por lo tanto, un recurso tremendamente estratégico. En la Edad
Media, caravanas de hasta 40.000 camellos —la cantidad suficiente como
para formar una fila de 115 kilómetros— transportaban sal desde
Tombuctú, a través del Sahara, hacia los animados mercados del
Mediterráneo.
Se han librado guerras por la posesión
de sal y se ha traficado con esclavos por ella. La sal, por tanto, ha
provocado mucho sufrimiento. Pero eso no es nada en comparación con las
penurias, el derramamiento de sangre y la avaricia asesina que se
asocian con diversos manjares insignificantes que no necesitamos para
nada y sin los que podríamos vivir perfectamente. Me refiero a los
complementos de la sal en el mundo de los condimentos: las especias.
Nadie moriría sin ellas, pero muchos han muerto por ellas.
Pero volvamos a la sal. En 1930, Gandhi dirigió al pueblo indio en la famosa Marcha de la Sal,
para protestar por el opresivo impuesto británico a la sal. La sal era
uno de los pocos bienes que un país de una pobreza endémica como la
India podía producir por sí mismo. La gente recogía el agua del mar, la
dejaba evaporar y vendía la sal seca en las calles en sacos de
arpillera. El impuesto con el que los británicos gravaban la producción
de sal, del 8,2%, resultaba tan avaricioso y ridículo como gravar a los
beduinos por recoger arena o a los esquimales por recoger hielo. Para
protestar por ello, el 12 de marzo Ghandi y 78 seguidores suyos
iniciaron una marcha de 380 kilómetros. En cada pueblo que encontraban a
su paso, se les unían más y más personas, y cuando aquella marea
creciente de personas llegó a la ciudad costera de Dandi el 6 de
abril, formaba una fila de más de 3 kilómetros. Ghandi reunió a la
multitud a su alrededor para una arenga, y en el clímax tomó del suelo
un puñado de lodo y gritó: “¡Con esta sal haré que se tambaleen los
cimientos del Imperio [británico!]“.
Para el subcontinente indio, aquello fue
el equivalente del motín del té de Boston. Ghandi animó a todos a hacer
sal ilegal, sin pagar el impuesto, y para cuando la India consiguió la
independencia, 17 años más tarde, la llamada sal común era realmente
común en la India.
Sin embargo aquella sal tenía un
problema: contenía poco yodo; y ese elemento es esencial para la salud.
De hecho, la sal que tomamos nosotros es sal yodada, así que seguían los problemas por deficiencia de yodo:
el cretinismo y el bocio. Por tanto, la sal que tenían podía ser
mejorada con yodo, lo que implicaba que la propia India tendría que
renunciar a su sal en favor de otra importada, lo cual, obviamente,
comportaría problemas. Pero bueno, el tema es extenso y podemos dejarlo
para otra historia, ¿os parece?
Fuentes:
Bill Bryson
, En casa.
Sam Kean
, La cuchara menguante.
Tomado: