Mauricio Bitran dirige un museo cuyo lema es “por favor, toca todo lo que veas”. El Centro de Ciencia de Ontario,
en Canadá, fue fundado en 1969 y es uno de los museos de ciencia
interactivos más antiguos del mundo.
La institución es una especie de Museo del Prado de la ciencia con un
presupuesto anual de unos 25 millones de euros.
Donna Strickland era una niña de 10 años cuando visitó el Centro de Ciencia de Ontario y vio por primera vez un láser. La experiencia debió de resultarle impactante, porque aquella niña dedicó su vida a profundizar en esa poderosa tecnología de la luz y acabó recibiendo por ello el Nobel de Física el año pasado. Chris Hadfield también tenía 10 años cuando Neil Armstrong pisó la Luna, y solo tardó unos meses en visitar el mismo museo de Ontario para conocer allí una de las piedras lunares que la misión Apolo 11 había traído de vuelta a la Tierra. Como en el caso de Strickland, el niño se quedó tan impresionado que se hizo ingeniero, piloto de caza y el primer astronauta canadiense que dio un paseo espacial; también se hizo músico, aunque eso seguramente no es imputable al Centro de Ciencia de Ontario.
Mauricio Britain, astrofísico chileno-canadiense, lo logró.
Pregunta. ¿Los políticos y los científicos viven de espaldas?
Respuesta. Más bien es nuestra tendencia a
analizar y dividir la que ha separado las humanidades de la ciencia, no
es culpa de los políticos. O eliges ciencia y te especializas en eso y
tienes una manera de pensar y de ver el mundo, o te especializas en
políticas públicas, en ciencias políticas, humanidades, y tienes otro
lenguaje, otra manera de ver las cosas. La mayoría de la gente que hace
políticas públicas viene del mundo de las humanidades, no de la ciencia,
pero muchos de los problemas que enfrentamos actualmente están basados
en la ciencia, como la inteligencia artificial o el cambio climático.
Muchos científicos ignoran también cómo se hacen las políticas públicas.
Yo he intentado crear un curso, el único que conozco en Canadá, que
intenta crear un puente entre estas dos culturas. Darles un lenguaje
común para que puedan dialogar.
P. Usted ha sido asesor del Gobierno de su provincia ¿los políticos hacen caso de sus asesores en este campo?
R. La ciencia es mucho más simple que la
política porque hay menos variables. Es necesaria la educación de los
científicos para que entiendan la política y cómo se hacen políticas
públicas y también al revés, para que los políticos entiendan mejor cómo
funciona la ciencia y saber qué preguntas puede responder. Lo que más
me preocupa —y esto lo hemos visto en un sondeo reciente
que hicimos en el Centro de ciencias de Ontario— es que en general en
la población hay una preocupante desconfianza en la ciencia. La
población piensa que su opinión es tan buena como cualquier otra. La
opinión y los hechos empiezan a tener la misma validez y eso es
gravísimo.
R. No les echaría a ellos la culpa. Más
bien hay una degradación del discurso en la sociedad. Hoy hay menos
profundidad y extensión en el análisis. Incluso ahora algunos
científicos, en lugar de presentar sus resultados con precaución, lo
hacen de una forma sensacionalista para tener más visibilidad. Todo son
estudios rompedores y así la gente no sabe qué pensar. Es un problema
general de nuestras sociedades.
P. ¿Qué soluciones hay?
R. Educar a la población. Hay que infundir el
espíritu crítico a los niños desde pequeños, a los siete u ocho años.
Han hecho falta unos 30 años hasta llegar al punto de descrédito de la
ciencia actual, ha sido un proceso lento pero continuo. La solución
tampoco será a corto plazo. Lo que hacen los museos de ciencia es
producir un incentivo, un interés fuera del contexto de la escuela, por
eso se les llama centros informales. Los chavales están deslumbrados por
jugadores de fútbol, artistas de cine, pero entre los héroes de nuestra
sociedad no están los científicos.
P. ¿Cómo se acercan a los chavales jóvenes?
R. Tenemos tres pilares estratégicos. Uno es la innovación juvenil. Tenemos un premio de innovación
para chavales de 14 a 18 años [dotado con un primer premio de 10.000
euros]. Uno de los ganadores desarrolló un sistema para medir el pulso,
la presión arterial, la saturación de oxígeno en sangre con un
dispositivo inalámbrico que se pone en el dedo. Él escribió el programa
que hace un cribado para determinar a quién hay que atender primero en
una situación de muchos heridos, por ejemplo. Tiene 15 años. Él mismo
imprimió en 3D el dispositivo, validó las mediciones, escribió el software...
Esto sirve para darle un cauce a los intereses científicos de los
jóvenes e incluso ayudar a que sus inventos pasen al sistema de
innovación regional.