El primer sitio donde se localiza el miedo reside en el cerebro, en una estructura -con forma de almendra- denominada amígdala. Encargada de controlar y procesar emociones, la amígdala da la señal de alarma ante nuestros miedos más primitivos y, lo que es más importante, los pone en relación con el resto del cerebro. Gracias a esta estructura compleja nuestra especie ha sobrevivido, puesto que la amígdala ha hecho saltar las alarmas orgánicas de nuestros antepasados cuando se presentaban estímulos amenazadores para su integridad física. De esta manera, ante un indicio de peligro, la amígdala se pone en marcha, emitiendo una señal al resto del cuerpo. Incluso, hay ocasiones, en las que la amígdala se pone activa antes de que seamos conscientes del peligro. Es cuando empieza la sudoración.
Con esto, bien puede decirse que el miedo es una
respuesta defensiva tan antigua como el mundo y que nos sirve para ser
conscientes del peligro cercano. De hecho, ya hemos visto que en las
sociedades primitivas el miedo servía para proteger la vida. De manera
parecida, en épocas no muy lejanas, el terror desplegado por los
gobiernos totalitarios en Europa sirvió a los regímenes para
salvaguardarse a sí mismos.