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17 de abril de 2010

Nuestro cerebro intolerante


Sábado, 17 de abril de 2010

Nuestro cerebro intolerante

La manera como piensa el cerebro, clave en la evolución de la especie

La amígdala es la zona del cerebro donde se crea y almacena el prejuicio

Los espequemas mentales son un filtro que distorsiona la realidad

Un hombre almuerza con su jefe y tiene una reunión de trabajo; si la reunión la tiene una mujer, es porque entre ellos hay algo. Los negros no son inteligentes y sólo son buenos para los deportes, los charapas (habitantes de la amazonía) son personas alegres y de sangre caliente. Los tópicos responden a prejuicios que, a menudo, están en la base de la discriminación


Si voy por la calle y me cruzo con una mujer mayor, se agarra fuerte el bolso, ¡como si yo le fuera a robar!", exclama indignado un chico marroquí veinteañero. "Que sea inmigrante no significa que vaya a hacer nada malo", añade en perfecto castellano. Seamos o no conscientes de ello, lo cierto es que los estereotipos, los prejuicios, los clichés, abundan en nuestras conversaciones y reflejan opiniones generalizadas en la sociedad. A menudo, responden a prejuicios que acaban llevando a discriminar a determinados colectivos. Las mujeres no saben aparcar y son parlanchinas; los judíos, tacaños; los franceses, chovinistas y estirados; los italianos, latin lovers; y así podríamos continuar enumerando tópicos hasta el infinito. Podemos alarmarnos al leerlos o escucharlos; rebelarnos contra ellos; pensar que son una sarta de calificativos sin fundamento. Podemos negarlos y afirmar que nosotros, claro, somos igualitarios. Pero lo cierto es que todos los conocemos y nuestro cerebro está lleno de ellos. ¿Y eso por qué?

Desde hace más de 25 años, Susan Fiske dirige un equipo de investigación en la facultad de Psicología de la Universidad de Princeton (Nueva Jersey, EE.UU.) con el que estudia grupos sociales y morales, analiza cómo se forman los prejuicios y cómo estos influyen en nuestra forma de actuar. Para esta psicóloga, "nos formamos juicios de valor en función de la percepción que tenemos de si aquel grupo de individuos nuevo es cooperativo o, por el contrario, competitivo". Y nos basta apenas una fracción de segundo para decidir si confiamos o no en una persona. "Cuando conocemos a alguien, nos fijamos, sobre todo, en su boca, en si nos parece que está ligeramente sonriente o denota enfado. Así inferimos si una persona es dominante o afable. También influyen los rasgos de madurez de sus facciones. Cuanto más masculinas, más seguras nos parecen". Fiske y su equipo tratan de averiguar qué vemos cuando miramos a la cara a miembros de otros colectivos."Hemos descubierto que la primera clasificación que hacemos tiene que ver con la etnia, la edad y el sexo. La clase social nos resulta algo más complicada, aunque también la acabamos pescando rápidamente. La estructura social determina el estereotipo; el estereotipo determina la emoción, y la emoción determina el comportamiento", señala Fiske.

La memoria caché del cerebro

Los estereotipos, cuentan los neurólogos, son un tipo de esquemas que elabora el cerebro. Forman parte del sistema que usa este órgano para organizar la información y poder actuar de forma más rápida. Cuando conocemos a una persona nueva, la observamos y en un santiamén la metemos en una categoría en función de su cultura, procedencia, edad, clase social, si es hombre y mujer. En definitiva, la clasificamos y le colgamos una etiqueta. Y los psicólogos cognitivos creen que todo lo que aprendemos de nuestro entorno se organiza así, bajo estos esquemas. Para explicar cómo funcionan, la neurocientífica Cordelia Fine, autora del libro A mind of its own. How your brain distorts and deceives (2005), (Una mente propia. Cómo tu cerebro distorsiona y decepciona), utiliza la siguiente metáfora: es como si nuestro cerebro fuera una gran cama llena de grupos de neuronas dormidas, ligadas entre ellas. Cada célula nerviosa representa una parte de un esquema.

Por ejemplo, si tomamos perro, al oír esa palabra, algunas neuronas se despiertan y activan para recordarnos que tiene cuatro patas; otras contienen la información de que ladra; otras te dicen que tiene pelo... De manera que pensar un concepto o esquema es como despertar a todas esas neuronas a la vez. Lo mismo ocurre si en lugar de perro decimos mujer, judío o pobre. La información "está muy entrelazada en el cerebro, lo que significa que si usas una parte del esquema, aunque sólo digas: "Este chico es gay", se activan todas las partes del esquema de homosexuales", dice Fine, aunque lo que ese esquema contenga variará según la cultura, la sociedad y el individuo.



Cuestión de supervivencia

Esos esquemas, cuando se refieren a otras personas, se rellenan de los juicios de valor que elaboramos de los otros. De esto se encarga la amígdala, una estructura muy pequeña y evolutivamente muy antigua, situada en el lóbulo temporal del cerebro; forma parte de los circuitos responsables de la emoción, de la motivación y del control autónomo. Junto con otras regiones –el hipocampo, el septum y el hipotálamo–, configura el sistema límbico, responsable directo de la codificación del mundo personal e instransferible de los sentimientos y emociones. La amígada la cumple con muchas funciones, desde las visuales más básicas hasta la capacidad para mantenernos alerta; de hecho, el binomio miedo-agresión está asentado aquí. Esta región también está relacionada con la percepción que tenemos de alguien: cuanto más sentimos que podemos depositar nuestra confianza en una persona, menos se activa esta zona, y cuanto más desconfiamos, más activa está. Y es en esta pequeña región, con forma de almendra, donde se gestan estereotipos y prejuicios.

Seguramente se originaron como una estrategia de supervivencia para tomar decisiones más rápido. Si ante cada nueva circunstancia el cerebro tuviera que procesar toda la información, recabar todos los datos, valorarlos y obrar en consecuencia, ya no estaríamos aquí. ¡Nos hubiéramos extinguido! Hace mucho mucho tiempo, unos 100.000 años, nuestros antepasados aún estaban en África y no habían comenzado su éxodo por el planeta, mientras los neardentales se expandían por todo el mundo. La población de seres humanos se redujo a unos 2.000 individuos, al borde de la extinción. "Para sobrevivir, tuvieron que aprender a cooperar, a ayudarse unos a otros, a formar equipos para cazar y defenderse de animales más fuertes", cuenta Scott Atran, antropólogo, profesor de la Universidad de Michigan y del Colegio Universitario de Justicia Penal John Jay (Nueva York), quien además dirige el Centro Nacional de Investigación Científica de París (CNRS). Nuestros antecesores cooperaban, eran compasivos, tenían cierta moral y justicia con aquellos que eran de su grupo y también desarrollaron mecanismos para protegerse de sus rivales. "En realidad, no puedes funcionar en un grupo a menos que hagas suposiciones sobre otras personas. Es así como hemos desarrollado maneras de emitir juicios de confianza y desconfianza. Si somos de grupos distintos, tenemos que estar seguros de que los otros no han venido a matarnos", añade este antropólogo. Y esos prejuicios que hacían que nuestros antepasados se acercaran a otros indivuos o salieran, por el contrario, pitando, se formaban al instante. "La manera más rápida de distinguir entre tu grupo y otro, de saber si puedes confiar en el que tienes delante en un segundo es mirando si habla el mismo idioma, tiene el mismo acento, la misma piel", explica Atran. "Sólo necesitamos una fracción de segundo, para decidir si confiamos o no en él. Y tenemos que hacerlo así para poder sobrevivir", añade Susan Fiske, de la Universidad de Princenton.



Lea el artículo completo en:

La Vanguardia (España)

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