La campaña navideña es una época de estrés para los padres, ilusión para los niños y fundadas esperanzas para el sector juguetero español, que concentra en las tres últimas semanas del año viejo y la primera del nuevo más del 40 % de sus ventas anuales. Y pese a la feroz competencia del ocio electrónico –videojuegos, aplicaciones para dispositivos móviles, gadgets adaptados al mercado infantil…–, el objeto tridimensional y manoseable de toda la vida sigue acaparando gran parte del espacio debajo del abeto. ¿De dónde surge la necesidad por acunar una muñeca, dar patadas a una pelota o vivir aventuras intergalácticas moviendo figuritas articuladas de plástico?
El filósofo holandés Johan Huizinga (1872-1945) definió al ser humano como Homo ludens por su capacidad única para jugar, pero en realidad no es un comportamiento exclusivo de nuestra especie, ni mucho menos. Numerosos animales lo practican: desde las arañas juveniles, que simulan la copulación para mejorar sus habilidades sexuales en la fase adulta, a las crías de delfines, que se divierten haciendo burbujas.
Un caso especial entre los mamíferos es el de los perros, que siguen comportándose como cachorros cuando ya están en edad de procrear. Algunas personas hechas y derechas que todos conocemos comparten ese talante juguetón tardío.
Desde el punto de vista de la
neurociencia, las actividades lúdicas fortalecen dos áreas de la masa gris: el cerebelo, que coordina los movimientos, y el lóbulo frontal, asociado a la toma de decisiones y el control de los impulsos. Y como se ha comprobado experimentalmente, el juguete cumple un papel clave en esos procesos de maduración, pues sirve para que los niños más pequeños aprendan la relación causa-efecto –“si empujo el cochecito, se mueve”– y ejerciten el cálculo de probabilidades mediante el ensayo-error.
Atención, abstracción, memoria y representación
Petra María Pérez Alonso-Geta, catedrática de Teoría de la Educación de la Universidad de Valencia y miembro del Observatorio del Juego Infantil, abre aún más el abanico de los beneficios de los juguetes: “Son un vehículo para desarrollar habilidades como la atención, la abstracción, la memoria, la representación, la simbolización o la resolución de problemas. Por eso, en todas las culturas y en todos los tiempos, los niños juegan con ellos”.
En el ámbito de la psicopedagogía, todavía se sigue a pies juntillas la clasificación elaborada hace décadas por Jean Piaget (1896-1980). Para este influyente teórico suizo, existen tres modalidades de juguetes, acorde con la evolución mental de los infantes: hasta los dos años, sonajeros, espejos y muñecos musicales estimulan los sentidos y la motricidad; de dos a seis años, aparecen los disfraces, las cocinitas o los juegos de construcción, que promueven la memoria, el autocontrol y la imaginación; y a partir de los seis, los niños se someten a los reglamentos complejos de los deportes, juegos de mesa o actividades como la comba y la rayuela. Así se inician en el despiadado mundo de la competitividad humana.
Dada la importancia que, como ya quedó sobradamente apuntado, tienen los juguetes en el desarrollo intelectual de los cerebros más tiernos, algunos padres llegan a obsesionarse con la etiqueta educativo. Según la socióloga francesa Sandrine Vincent, es sobre todo en las familias más acomodadas y las parejas con profesiones liberales donde se aprecia la preocupación por que los más pequeños aprendan jugando, mientras delegan en los abuelos los regalos más divertidos.
Sin embargo, muchos creen que semejante dicotomía carece de sentido.“Yo suelo decir que cualquier cosa que sirva al desarrollo de las capacidades cognitivas educa”, nos explica Pérez Alonso-Geta. Catherine Tamis-LeMonda, profesora de Psicología Aplicada en la Universidad de Nueva York y autora de varios estudios sobre el aprendizaje en la infancia, también lo ha expresado con rotundidad: “Son oportunidades para jugar, explorar y socializar. Si el juguete educativo lo consigue, perfecto, pero si un objeto corriente lo hace, producirá el mismo efecto”.
Porque a menudo triunfa lo más simple, como ponía humorísticamente de manifiesto aquel famoso anuncio televisivo en el que un chaval abría un paquete y gritaba alborozado: “¡¡¡Un palo...!!!”. Otra reconocida especialista en la materia, la psicóloga Kathy Hirsh-Pasek, autora del libro Einstein nunca memorizó, aprendió jugando, aboga por ese tipo de objetos sin estructura definida, que favorecen la libertad de acción, como la clásica caja de cartón.
Un experimento muchas veces citado en la literatura académica llamaba la atención sobre el potencial de los objetos más cotidianos. Los científicos dejaron a varios niños de entre tres y cuatro años trasteando con servilletas, destornilladores –¡eran los años setenta!–, palos y clips de oficina. En otro grupo, los pequeños se limitaban a ver cómo los manejaban los adultos. Luego, al preguntarles los posibles usos de esos útiles, los primeros se mostraron mucho más ingeniosos: el contacto físico, la experimentación con sus propias manos, había despertado su tierna imaginación.
¿Juguetes sexistas?
De todos modos, si hay un fenómeno que ha intrigado a padres, educadores e investigadores en los últimos años es el de los
estereotipos sexuales. Porque da la impresión de que el encasillamiento no ha hecho más que acentuarse, a diferencia de lo que ocurre en la sociedad. Por ejemplo, la socióloga Elizabeth Sweet, de la Universidad de California en Davis, lo ha denunciado en el New York Times: “
Hemos hecho grandes avances hacia la equidad de género en el último medio siglo, pero el mundo de los juguetes se parece mucho más a la década de los cincuenta”. Pero
¿hay razones innatas para que las niñas asuman papeles maternales, domésticos o sociales y los niños se decanten por el movimiento, la lucha y el deporte?
Varios estudios parecen darles la razón a quienes creen que sí existe cierta predisposición biológica. Los primatólogos han comprobado que los machos de cercopitecos verdes y macacos rhesus prefieren jugar con camiones, mientras que las hembras de estos monos se decantan por las muñecas. En 2010, una investigación publicada en la revista Current Biology señalaba que las crías de chimpancé en el Parque Nacional Kibale (Uganda) adoptaban palos espontáneamente y los trataban como si fueran bebés.
Según parece, hasta los tres o cuatro años, niños y niñas comparten a menudo los juguetes, pero a partir de esa edad empiezan a separarse. El fenómeno es más acusado con los chicos, que se enfrentan a la estigmatización cuando sus compañeros los pillan con algún objeto supuestamente femenino.
Pero la cultura está precisamente para emanciparnos del rígido reparto de papeles que fijó la evolución en los genes de nuestros antepasados. Por eso, en varios países están surgiendo iniciativas ciudadanas contra el sesgo sexista en los juguetes. Una de las más activas es la asociación británica Let Toys Be Toys, que convenció a doce grandes distribuidores –entre ellos, Toys ‘R’ Us y Marks & Spencer– para que ordenaran sus artículos por intereses o temas, no en las categorías niños/niñas.
Antes, en 2011, la neurocientífica Laura Nelson consiguió que la célebre juguetería Hamleys, en Londres, aboliera la misma distinción por géneros en sus plantas. En España también hay ejemplos de movilizaciones en esta línea, como la Campaña del Juego y el Juguete No Sexista y No Violento, promovida anualmente por el Instituto Andaluz de la Mujer.
El caso es que, objetivamente, los estereotipos no han perdido vigencia en lo que llevamos de siglo XXI. Investigadores de la Universidad Rey Juan Carlos, en Madrid, analizaron 595 anuncios televisivos entre las campañas navideñas de 2009 y 2011 y llegaron a la conclusión de que, predominantemente,inducían “al aprendizaje de valores como diversión y competición, riesgo y agresividad para el caso de los chicos, y de belleza y apariencia, el cuidado de los otros o la atención del hogar en el caso de las niñas”.
Y es que, aparte de inculcar los valores igualitarios, el intercambio de roles acarrea indudables beneficios psicológicos: mientras que los juegos de construcción aumentan el interés de las chicas por la tecnología y la ingeniería, cocinar favorece la vena creativa de los chavales, por ejemplo.
Otro motivo de preocupación contemporánea es la eclosión de las pantallas táctiles. Dejando al margen la censurable práctica de algunos padres comodones, que dejan los smartphones a sus hijos como una especie de sonajero virtual para que los dejen tranquilos, los especialistas están divididos sobre sus ventajas o inconvenientes con respecto al juguete convencional.
Algunos, como el psicólogo uruguayo Roberto Balaguer, creen que los dispositivos móviles están “más cerca de la simulación” y que sus videojuegos ayudan a “manejar grandes flujos de información, a lidiar con el error y la equivocación de una manera más sana, a perder”. Otros, aunque reconocen que todavía es un campo incipiente de investigación, sospechan que no favorecen precisamente la dimensión social del individuo y pueden producir problemas de comportamiento, sobre todo en los menores de tres años. Rahil Briggs, psicóloga infantil en el Montefiore Medical Center de Nueva York, incluso ha llegado a plantear que retrasan la adquisición del lenguaje.
Es verdad que hay aplicaciones muy interactivas y gratificantes, pero a menudo tabletas y móviles se convierten en una suerte de teles portátiles para ver dibujos. De los padres depende fomentar un buen uso, porque no se puede –ni conviene– poner puertas a la tecnología.
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