Un equipo multidisciplinario de la PUCP utiliza pequeños aparatos voladores para hacer investigación científica aplicada a la agricultura. La empresa privada empieza a interesarse en esta nave diminuta.
Es mediodía y el sol cae pesado sobre el Centro Internacional de la Papa (CIP) en La Molina. Sobre el techo de una de las instalaciones de la CIP hay siete personas que esperan que la reportera Paola Paredes termine con una foto. La idea es sencilla. Paola ha agrupado al ingeniero Andrés Flores de la Pontificia Universidad Católica (PUCP), al físico Hildo Loayza de la CIP y al arqueólogo Aurelio Rodríguez. Sobre ellos, a dos metros de distancia, vuela un octocóptero, un pequeño vehículo no tripulado que parece un insecto gigante de ocho hélices.
La toma es bastante simple pero hay dos problemas. El primero es lograr que la nave vuele en un punto fijo sobre la cabeza de los personajes. Y el segundo es controlar los nervios de Hildo y Andrés, que voltean a cada momento por el temor de que las hélices del octocóptero choquen con sus poco frondosas cabelleras.
Es una posición incómoda para ambos. Para ellos la nave no es un juguete. Lo repiten a cada momento. De hecho, ambos están empeñados en demostrar que este octocóptero y otros drones de uso civil pueden convertirse en herramientas agrícolas, más modernas que una chaquitaclla y menos pesadas que un tractor, pero herramientas al fin y al cabo.
Aviones de madera
La aventura empezó en el 2005. Mientras muchos de sus colegas preferían hacer investigación en el tema de telefonía celular, Andrés decidió que sus proyectos debían estar dirigidos a otros campos de la actividad económica.
En una visita al Centro Internacional de la Papa descubrió que los investigadores de este lugar empleaban globos aerostáticos para hacer fotos sobre sus campos. Y, aunque vistosos, los globos no podían ser controlados con precisión pues se dejaban llevar por el viento.
Entonces, propuso usar aviones de aeromodelismo que sí respondían a órdenes en tierra. Tenía un as bajo la manga cuando lanzó esta idea. En un viaje por Marcona, Nazca e Ica, organizado por la PUCP, conoció a Aurelio Rodríguez, un arqueólogo que tiene una fascinación especial por poner a volar pequeños objetos. Aurelio es aeromodelista desde los diez años. De la mano de su tío René Rodríguez, aprendió no solo a ensamblar las piezas de sus naves sino a fabricarlas.
Sus aviones están hechos de madera balsa, triplay y son forrados de monokote, una lámina de plástico brillante que les da aspecto de juguete nuevo a todas sus construcciones.
Cuando Andrés contactó a Aurelio para invitarlo a formar parte de su equipo, le hizo requerimientos específicos. Necesitaba un avión que pudiera cargar los dos kilos que pesan una cámara y una microcomputadora.
En su taller, en el que se pueden ver otras cien naves, el aeromodelista hizo lo suyo. Tomó un avión de entrenamiento y aumentó la dimensión de sus alas. Luego, engrosó el fuselaje y cambió el motor de combustible por uno eléctrico para darle más estabilidad.
Los ingenieros de la PUCP, mientras tanto, adaptaron dos microcámaras y una microcomputadora FIT-PC2 (el equivalente a una Pentium 4) para que recogieran desde el aire imágenes en filtro rojo e infrarrojo. Era como poner a volar los ojos del Depredador sobre campos de cultivo.
Una vez ensamblado el avión, se estableció un protocolo para que cubriera de manera eficiente las áreas sobre las que debía desplazarse. Para ello se estableció una serie de white points o señales que la nave debía recorrer en zig zag.
El avión fue probado con éxito sobre sembríos de papa y camote de la CIP. Luego fue llevado a Paramonga, a un campo de caña de azúcar, y también a la zona agroexportadora de Nazca, a pedido de una hacienda dedicada al cultivo de la vid.
Al fotografiar estos cultivos y obtener un detalle preciso de su temperatura, los científicos identificaron problemas de sequía, exceso de calor o existencia de bacterias.
"Si determinas a tiempo en qué zona de un terreno de cultivo está empezando una plaga, puedes aplicar pesticidas sobre esa área sin necesidad de cubrir toda tu chacra. Esa es agricultura de precisión", dice el físico Hildo Loayza, graduado de la UNI e investigador de la CIP.
Llegan los drones
Al avión de la PUCP le siguieron los UAV (vehículos no tripulados) o drones. Tienen ventajas sobre el primero porque no necesitan una pista de despegue y porque sus hélices de fibra de carbono les permiten un desplazamiento más preciso. En la CIP tienen al octocóptero y en la PUCP a los pequeños dragonfly de cuatro hélices.
Estos drones son empleados para el finotipeado, una labor que requiere una observación más fina de las plantas y que ahora se hace manualmente, hoja por hoja.
Sirve para identificar variedades de una misma planta con el objetivo de mejorarlas genéticamente. Desde el aire y a una altura moderada, este trabajo es más sencillo. Solo se requiere de la pericia de un piloto como Aurelio, quien no oculta su entusiasmo por operar estos vehículos.
Hasta en su look se ve su pasión por estos aparatos voladores. Lleva una gorra de pescador –de las que tienen unas aletas que sirven para cubrir la nariz y la boca–, gafas de aviador y el mando de la nave colgado del cuello.
Pero no solo su apariencia lo hace especial. En el esquema desarrollado por la PUCP, los drones podrían emplearse para diferentes actividades como arqueología, minería y seguridad ciudadana. Pero el problema es que no hay gran cantidad de personas que sepan manejar aviones de aeromodelismo o drones.
Si la empresa privada y otros centros de formación se interesan por el proyecto de la CIP y la PUCP, los cielos del país podrían llenarse de pequeños aparatos similares a ovnis y de pilotos en tierra que repetirían el look –con gorra de cuero y gafas de sol– del Barón Rojo.
Y la curiosidad del sector privado es creciente. Precisamente, mientras hacíamos este reportaje, una empresa dedicada al negocio de la exploración gasífera acudió a la demostración del avión de la PUCP y del octocóptero de la CIP. Lo dicho, las aplicaciones de estas pequeñas naves empiezan a explorarse y los proyectos no terminan.
Desde los álamos, EEUU
El ingeniero Paul Rodríguez, de la PUCP, trabaja en uno de ellos. Estudió su doctorado en la Universidad de Nuevo México y luego pasó a trabajar para el Laboratorio Nacional de Los Álamos en Estados Unidos. Este lugar se hizo famoso por desarrollar la primera bomba atómica y mantenerla operativa hasta la actualidad. En este lugar, Rodríguez se especializó en el análisis matemático. Ahora emplea estas habilidades para desarrollar un sistema de vigilancia del tráfico limeño, apoyado por un moderno dragonfly. Está aprendiendo a manipular su nuevo juguete volador. No lleva gafas de aviador, ni gorra, pero sabe que es parte de la nueva hornada de pilotos en tierra que podrían darle un nuevo rumbo a la investigación científica. Solo le hacen falta alas y buen viento.
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