La neurociencia descubre que en el cerebro humano lo que le sucede a un ser querido se experimenta como si nos sucediera a nosotros mismos.
No le pregunto a la persona herida cómo se siente,
yo mismo me transformo en esa persona herida.
-Walt Whitman, Song of Myself
El amor, el cariño, el respeto por el otro y la amistad podrían agruparse en torno a una habilidad que poseemos los seres humanos: la empatía. Indudablemente esta capacidad empática es materia prima fundamental de nuestra existencia y, tal vez, apela al sentimiento más auténtico que una persona puede gestar. Incluso podríamos especular sobre el papel que juega la empatía en la evolución y la supervivencia de nuestra especie o, como advertía Roger Ebert, “creo que la empatía es la máxima virtud de una civilización”.
Si bien los alcances de la empatía son,
creo, plenamente comprobables mediante la experiencia individual, lo
cierto es que la nitidez de este fenómeno se manifiesta tangiblemente
incluso a nivel neuronal. Hace unos meses, investigadores de la
Universidad de Virginia concluyeron, tras una serie de experimentos con
escáneres de resonancia magnética para monitorear la actividad cerebral,
que cuando existe un lazo de afecto y familiaridad con otra persona,
nuestro cerebro la experimenta como si fuésemos nosotros mismos.
Lo primero que descubrieron fue que
nuestro cerebro distingue tajantemente entre los extraños y aquellos a
quienes ‘conocemos’. Y luego hallaron que aquellas personas que
asignamos a nuestra red social se funden con nuestro sentido de ser a un
nivel neuronal –fenómeno que se intensifica entre mayor es el lazo de
afecto. James Coan, uno de los psicólogos involucrados en el estudio,
advierte al respecto:
Notamos que,
mediante la familiaridad, otras personas pasan a formar parte de nuestro
propio ser [...] Nuestro yo termina por incluir a esas personas con
quienes experimentamos cercanía. Esto posiblemente se debe a que los
humanos necesitan de amigos y aliados con quienes puedan unir fuerzas y
concebirlos de la misma manera en que se autoconciben. Y cuando las
personas pasan más tiempo juntas, entonces esta similaridad se
refuerza.
El experimento consistió en escanear la
actividad cerebral de 22 personas. Los voluntarios eran advertidos de
que recibirían sutiles shocks eléctricos. Ante esta amenaza, sus
reacciones fueron contrastadas con aquellas en que existía la
posibilidad de que un ser querido fuese a recibir el mismo tratamiento.
La respuesta neuronal era casi idéntica en ambos casos, lo cual no
ocurría cuando se trataba de una virtual amenaza contra un desconocido (consulta aquí el estudio completo).
Esencialmente se
diluye la frontera entre el “yo” y el “otro”. Nuestro ser pasa a incluir
aquellas personas que nos son cercanas. Si un amigo está bajo amenaza,
en nuestro interior ocurre lo mismo que si nosotros estuviésemos
amenazados. Somos capaces de entender el dolor o la contrariedad que él
puede estar atravesando, tal como podemos entender nuestro propio
dolor.
In Lak’ech (tú eres mi otro yo)
Saludo tradicional Maya
Algunas reflexiones al respecto
Al leer el estudio en
cuestión, además de emocionarme, no pude evitar preguntarme qué sucede,
entonces, cuando lastimamos a un ser querido. Seguramente al estar
molesto con un amigo, porque a su vez nos sentimos ofendidos, nuestro
cerebro es capaz de removerlo temporalmente de esa región neuroafectiva y
por lo tanto podríamos infligirle un daño. Sin embargo, para que eso
ocurriese primero él habría tenido que hacer lo propio, previo a
incurrir en el acto que produjo nuestra reacción. Y en este sentido sólo
quedaría apelar al sentimiento de autodestrucción, es decir, el
concebir a alguien como un “yo mismo” no le exime de mi deseo de, en
ciertas circunstancias, lastimarlo, pues ni siquiera mi propio “yo” está
a salvo de mi propia destrucción. Consecuentemente, si yo dejase a un
lado las prácticas autodestructivas, difícilmente lastimaría a mis seres
queridos.
La segunda reflexión que
podría detonar este fenómeno es cómo podríamos llegar a ese paraíso
empático en el cual realmente concibiésemos a cualquier persona, querida
o no, como un propio yo. Cómo eliminar esa distinción entre aquellos a
quienes me une el afecto y esas personas a quienes considero simples
desconocidos. Lo anterior no para demeritar los lazos de afecto que
experimento por “los míos”, sino para derramar este mismo sentimiento de
forma incluyente, y así consumar una postura, asumo, impecable, en lo
que respecta a la tolerancia, la comprensión, y el respeto por el otro.
En fin, supongo que nos toca, a
cada uno, encontrar este tipo de respuestas, pero no por ello deja de
resultar fascinante la simple idea de concebir que, más allá de la
poesía o la metáfora, realmente tenemos la capacidad de fundir el yo con
el otro.
Tomado de:
Pijama Surf