En la tradición cristiana solamente hay admitidos cuatro evangelios que se escribieron entre cincuenta y ochenta años después de haber muerto Jesús.
Entre los personajes bíblicos que han pasado a la historia como
malditos, sobresalen en el ámbito religioso, Caín, que mató a su hermano
Abel, y Judas Iscariote, el discípulo que traicionó a
Jesucristo con el famoso beso en el Huerto de los Olivos en Jerusalén.
Fue la señal para entregarle al poder religioso y político de Israel.
¿Pero fue realmente así? ¿Fue una “traición”, como nos han hecho ver los
Evangelios?
En la tradición cristiana solamente hay admitidos cuatro evangelios que se escribieron entre cincuenta y ochenta años después de haber muerto Jesús, conocidos como los evangelios canónicos y sinópticos, es decir, inspirados por Dios. Canónicos porque son los únicos admitidos y aprobados por la Iglesia desde el siglo IV, y sinópticos, porque, sin ser exactos, coinciden en muchos aspectos entre ellos, y bastantes de sus parajes son comunes, cuando no copiados del primigenio que fue el original de Marcos, con sus pequeñas variantes, salvo el último, el Evangelio de Juan, que parece inspirado en otras fuentes.
Pero no solamente los libros del Nuevo Testamento -los 4 atribuidos a Mateo, Marcos, Lucas y Juan, además de las Epístolas, los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis- componen la colección sobre los hechos y dichos de Jesús en su paso por la tierra, hay también otros documentos de esa misma época que nos hablan de Jesús y de sus discípulos, y que también se intitulan “evangelios”, son los llamados “Evangelios Apócrifos”, es decir, aquellos que aun narrando hechos y mensajes del mismo Jesús o de sus andanzas y las de sus apóstoles, no están reconocidos por la iglesia, pero fueron también utilizados entre las primeras comunidades cristianas. Según la doctrina, solamente los enumerados son admitidos como “inspirados por Dios” y constituyen “la palabra de Dios”, así quedó fijado por los llamados “Padres de la Iglesia”, San Ambrosio, San Ireneo de Lyon, San Agustín de Hipona, San Dámaso, etc. que atribuyeron a esa colección la autenticidad y la ortodoxia, y fueron declarados como “dogma” a lo largo de varios concilios a partir de siglo IV. Durante cuatro siglos fueron manejados por las primeras comunidades cristianas para saber del Maestro y sus enseñanzas, esos cuatro evangelios sinópticos junto a los que se conocen como apócrifos, los cuales, posteriormente, con el paso del tiempo, esos jerarcas dieron por no admitidos y fueron apartados, ocultados y condenados. Entre los evangelios apócrifos sobresalen El Evangelio de Tomás, uno de los más antiguos, que contiene no tanto hechos de Jesús cuanto sus dichos, así figura en el comienzo: este papiro trata de “las palabras secretas de Jesús”, su redacción es anterior a la de los cuatro evangelios canónicos.
Otro “apócrifo” (apartado, oculto) es el Evangelio de María Magdalena, otro personaje denostado y denigrado por la iglesia católica hasta hace poco. Era considerada como prostituta y adúltera, quizá por la influencia negativa, en cierto modo envidiosa, del apóstol Pedro al que no le caía nada simpática por sus confianzas con el Maestro; una relación que debía ser tan importante y afectiva como para tener el valor de asistir a su crucifixión junto a su madre; una relación estrecha que se demuestra en el hecho de que después de la Resurrección, según los evangelios canónicos, a quien primero se aparece Cristo, antes que a sus discípulos, es a María Magdalena. Por esta razón, los Padres de la Iglesia de los primeros siglos, nunca hicieron referencia alguna a María de Magdala como prostituta, sino que hacían hincapié como testigo importante, el primero, de la resurrección. La interpretación como pecadora/adúltera es bastante tardía, basada erróneamente, por una exégesis equivocada, en el pasaje de Lucas VIII-2, donde la describe lavando los pies de Jesús y enjuagándolos con sus largos cabellos. Este acto era un signo de hospitalidad, demostraba una acogida con especial deferencia al invitado, y normalmente lo realizaba un esclavo no judío, o una mujer, que si además pertenecía a la casa o formaba parte de la familia, imprimía mayor respeto y complacencia, pero nunca este tipo de actos en el mundo judío los realizaba una “mujer pública”.
La figura de la Magdalena comenzó a ser denigrada tardíamente en la tradición cristiana, cuando debía ser considerada todo lo contrario, pues era una seguidora que amó mucho al Maestro, del que no se apartó jamás, contrariamente a otros discípulos. Pese a todo, posteriormente la iglesia católica, quizá para limpiar esa mala imagen y fundada ya en una hermenéutica correcta, ha acabado denominándola “Apóstola de los Apóstoles”.
Algo semejante sucede con la figura de Judas Iscariote. Igual que Tomás y María Magdalena, también cuenta con su “evangelio”, que como los anteriores fue utilizado como palabra santa entre las primeras comunidades seguidoras de Cristo, y es uno de los escritos más antiguos; en el año 180 el Padre de la Iglesia San Ireneo lo cita a menudo en su obra Contra las Herejías, haciendo hincapié precisamente en este evangelio:
El Evangelio de Judas
El artículo completo en:
Nueva Tribuna
En la tradición cristiana solamente hay admitidos cuatro evangelios que se escribieron entre cincuenta y ochenta años después de haber muerto Jesús, conocidos como los evangelios canónicos y sinópticos, es decir, inspirados por Dios. Canónicos porque son los únicos admitidos y aprobados por la Iglesia desde el siglo IV, y sinópticos, porque, sin ser exactos, coinciden en muchos aspectos entre ellos, y bastantes de sus parajes son comunes, cuando no copiados del primigenio que fue el original de Marcos, con sus pequeñas variantes, salvo el último, el Evangelio de Juan, que parece inspirado en otras fuentes.
Pero no solamente los libros del Nuevo Testamento -los 4 atribuidos a Mateo, Marcos, Lucas y Juan, además de las Epístolas, los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis- componen la colección sobre los hechos y dichos de Jesús en su paso por la tierra, hay también otros documentos de esa misma época que nos hablan de Jesús y de sus discípulos, y que también se intitulan “evangelios”, son los llamados “Evangelios Apócrifos”, es decir, aquellos que aun narrando hechos y mensajes del mismo Jesús o de sus andanzas y las de sus apóstoles, no están reconocidos por la iglesia, pero fueron también utilizados entre las primeras comunidades cristianas. Según la doctrina, solamente los enumerados son admitidos como “inspirados por Dios” y constituyen “la palabra de Dios”, así quedó fijado por los llamados “Padres de la Iglesia”, San Ambrosio, San Ireneo de Lyon, San Agustín de Hipona, San Dámaso, etc. que atribuyeron a esa colección la autenticidad y la ortodoxia, y fueron declarados como “dogma” a lo largo de varios concilios a partir de siglo IV. Durante cuatro siglos fueron manejados por las primeras comunidades cristianas para saber del Maestro y sus enseñanzas, esos cuatro evangelios sinópticos junto a los que se conocen como apócrifos, los cuales, posteriormente, con el paso del tiempo, esos jerarcas dieron por no admitidos y fueron apartados, ocultados y condenados. Entre los evangelios apócrifos sobresalen El Evangelio de Tomás, uno de los más antiguos, que contiene no tanto hechos de Jesús cuanto sus dichos, así figura en el comienzo: este papiro trata de “las palabras secretas de Jesús”, su redacción es anterior a la de los cuatro evangelios canónicos.
Otro “apócrifo” (apartado, oculto) es el Evangelio de María Magdalena, otro personaje denostado y denigrado por la iglesia católica hasta hace poco. Era considerada como prostituta y adúltera, quizá por la influencia negativa, en cierto modo envidiosa, del apóstol Pedro al que no le caía nada simpática por sus confianzas con el Maestro; una relación que debía ser tan importante y afectiva como para tener el valor de asistir a su crucifixión junto a su madre; una relación estrecha que se demuestra en el hecho de que después de la Resurrección, según los evangelios canónicos, a quien primero se aparece Cristo, antes que a sus discípulos, es a María Magdalena. Por esta razón, los Padres de la Iglesia de los primeros siglos, nunca hicieron referencia alguna a María de Magdala como prostituta, sino que hacían hincapié como testigo importante, el primero, de la resurrección. La interpretación como pecadora/adúltera es bastante tardía, basada erróneamente, por una exégesis equivocada, en el pasaje de Lucas VIII-2, donde la describe lavando los pies de Jesús y enjuagándolos con sus largos cabellos. Este acto era un signo de hospitalidad, demostraba una acogida con especial deferencia al invitado, y normalmente lo realizaba un esclavo no judío, o una mujer, que si además pertenecía a la casa o formaba parte de la familia, imprimía mayor respeto y complacencia, pero nunca este tipo de actos en el mundo judío los realizaba una “mujer pública”.
La figura de la Magdalena comenzó a ser denigrada tardíamente en la tradición cristiana, cuando debía ser considerada todo lo contrario, pues era una seguidora que amó mucho al Maestro, del que no se apartó jamás, contrariamente a otros discípulos. Pese a todo, posteriormente la iglesia católica, quizá para limpiar esa mala imagen y fundada ya en una hermenéutica correcta, ha acabado denominándola “Apóstola de los Apóstoles”.
Algo semejante sucede con la figura de Judas Iscariote. Igual que Tomás y María Magdalena, también cuenta con su “evangelio”, que como los anteriores fue utilizado como palabra santa entre las primeras comunidades seguidoras de Cristo, y es uno de los escritos más antiguos; en el año 180 el Padre de la Iglesia San Ireneo lo cita a menudo en su obra Contra las Herejías, haciendo hincapié precisamente en este evangelio:
El Evangelio de Judas
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Nueva Tribuna