EL GRAN AMOR de Albert Einstein
se llamaba Lina y era un violín. Físico e instrumento (el instrumento
que históricamente ha acompañado a judíos errantes por su facilidad para
ser transportado) vivieron una historia apasionada. No salía de casa
sin él. Según Elsa Einstein, su prima y su segunda esposa, la música le
ayudaba a pensar sus teorías. “La vida sin tocar me es inconcebible.
Vivo mis ensoñaciones en mi música. Veo mi vida en términos musicales… Y
obtengo alegría de vivir gracias a la música”, declaró. No por
casualidad sus biógrafos coinciden en señalar que las composiciones de Bach y Mozart tienen la misma claridad, simplicidad y perfección arquitectónica que él anhelaba para sus teorías.
No fue Einstein el único enamorado de los números que halló inspiración y consuelo en la música. Ígor Stravinski sostenía que “la forma musical se parece a las relaciones matemáticas”. Ambas disciplinas comparten terminología: “armónico”, “raíz”, “serie”… El estrecho vínculo entre ellas ha sido analizado por el experto Eli Maor en el ensayo La música y los números (Turner). Desde Pitágoras, que investigó las vibraciones de los objetos que emitían sonidos y estableció la octava como intervalo musical fundamental, hasta Arnold Schönberg, hijo de aquella Viena luminosa del fin de siècle en la que todo sucedió, y paradigma de la relación entre números y música, pues fue el inventor del dodecafonismo. Fue contemporáneo de Einstein, con quien tuvo coincidencias vitales: ambos judíos, hijos de madres que sabían tocar el piano, exiliados en Estados Unidos huyendo del nazismo, de donde nunca volverían a Europa…, Schönberg estaba convencido de que este nuevo sistema de composición de 12 tonos que se relacionan entre sí acabaría con la que consideraba “filistea” y “sentimental” tonalidad imperante. Y aunque no lo consiguió, descubrió un cosmos sonoro sin jerarquías que hizo evolucionar a la música y abrió nuevos caminos. Tuvo la suerte de contar con dos seguidores igualmente extraordinarios: Anton Webern y Alban Berg.