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8 de enero de 2019

La música es color... y matemática

EL GRAN AMOR de Albert Einstein se llamaba Lina y era un violín. Físico e instrumento (el instrumento que históricamente ha acompañado a judíos errantes por su facilidad para ser transportado) vivieron una historia apasionada. No salía de casa sin él. Según Elsa Einstein, su prima y su segunda esposa, la música le ayudaba a pensar sus teorías. “La vida sin tocar me es inconcebible. Vivo mis ensoñaciones en mi música. Veo mi vida en términos musicales… Y obtengo alegría de vivir gracias a la música”, declaró. No por casualidad sus biógrafos coinciden en señalar que las composiciones de Bach y Mozart tienen la misma claridad, simplicidad y perfección arquitectónica que él anhelaba para sus teorías.


No fue Einstein el único enamorado de los números que halló inspiración y consuelo en la música. Ígor Stravinski sostenía que “la forma musical se parece a las relaciones matemáticas”. Ambas disciplinas comparten terminología: “armónico”, “raíz”, “serie”… El estrecho víncu­lo entre ellas ha sido analizado por el experto Eli Maor en el ensayo La música y los números (Turner). Desde Pitágoras, que investigó las vibraciones de los objetos que emitían sonidos y estableció la octava como intervalo musical fundamental, hasta Arnold Schönberg, hijo de aquella Viena luminosa del fin de siècle en la que todo sucedió, y paradigma de la relación entre números y música, pues fue el inventor del dodecafonismo. Fue contemporáneo de Einstein, con quien tuvo coincidencias vitales: ambos judíos, hijos de madres que sabían tocar el piano, exiliados en Estados Unidos huyendo del nazismo, de donde nunca volverían a Europa…, Schönberg estaba convencido de que este nuevo sistema de composición de 12 tonos que se relacionan entre sí acabaría con la que consideraba “filistea” y “sentimental” tonalidad imperante. Y aunque no lo consiguió, descubrió un cosmos sonoro sin jerarquías que hizo evolucionar a la música y abrió nuevos caminos. Tuvo la suerte de contar con dos seguidores igualmente extraordinarios: Anton ­Webern y Alban Berg.

Pero no solo de números vive el músico, también puede hacerlo de los colores. Para hablar de ello es obligado recordar al ruso Alek­sandr Scriabin, que padecía “sinestesia” y oía los colores con tanta nitidez que asoció cada tono con un color y creó un sistema musical con ellos. Y a Olivier Messiaen, figura determinante de la cultura francesa del siglo XX, cuya vida ha sido novelada por Mario Cuenca Sandoval en El don de la fiebre (Seix Barral). Este “Mozart francés” veía y leía colores en todos los sonidos del mundo a través de su oído absoluto. Siendo niño, entró junto a su padre en la Sainte-Chapelle de París y en el incendio de luz de las vidrieras sintió que podía escuchar los colores como si fueran acordes. Ornitólogo (para él los pájaros eran los grandes compositores de la creación cuyas líneas melódicas le recordaban al canto gregoriano), católico, místico y al mismo tiempo vanguardista con sus arcoíris de acordes que “abrían los cielos y derrumbaban la casa”, como apuntó el compositor Virgil Thomson, Messiaen se apoyó en la música para salvarse de la barbarie del siglo. Luchó en la Segunda Guerra Mundial. En 1940, en la batalla de Francia, cayó preso. En la cárcel compuso su crudo Cuarteto para el fin de los tiempos. Lo estrenó en el invierno de 1941 entre presos como él y vigilantes armados. La música, inseparable de la vida, extendiendo su fuerza como un hilo de color, en el centro de un campo de concentración.

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