Las predilecciones del sexo que invierte –las mujeres- determinan en potencia la dirección en que evolucionan las especies. Porque la mujer es el árbitro supremo de cuándo se empareja, con qué frecuencia y con quién.
Sarah Blaffer Hrdy
El biólogo Ambrosio García Leal en su libro “La conjura de los machos: una visión evolucionista de la sexualidad humana“, retrata en este párrafo rebosante de épica el trágico destino de los elefantes marinos:
“Un ejemplo extremo de poliginia es el elefante marino. En la época del celo los machos dedican la mayor parte del tiempo a pelear, hasta el punto de que se olvidan de alimentarse. El acceso a las hembras está reservado a unos pocos elegidos, que deben hacer frente a continuos desafíos. Es frecuente que un macho acabe sucumbiendo al tremendo esfuerzo que exige el mantenimiento de su rango. El ansiado premio para los vencedores es la perpetuación de sus genes. Pero la varianza del éxito reproductivo es enorme. Se ha estimado que un escaso 4 por ciento de los machos engendra el 85 por ciento de las crías nacidas. Los machos no tienen opción de acceder a las hembras hasta los cinco o seis años de edad, y la mayoría no consigue copular ni una sola vez en su vida; sólo uno de cada 100 consigue superar los nueve años de edad (en comparación, las hembras comienzan a reproducirse a los tres o cuatro años y alcanzan fácilmente los 14 años de edad). Ahora bien, un macho dominante puede engendrar más de una cincuentena de hijos en una sola temporada (cinco veces más de los que concibe una hembra típica en toda su vida) y por ello está dispuesto a soportar el estrés, las heridas y el hambre con tal de conquistar una posición de privilegio, y hasta morir en el intento…”
Bien, elefantes marinos y humanos compartimos nuestro antepasado común más reciente hace unos 60 millones de años, quizá no tengan prácticamente nada que ver con nosotros… ¿o sí?
Al fin y al cabo en toda especie en la que las hembras queden embarazadas, su descendencia será necesariamente limitada y no dependerá demasiado de la variedad o frecuencia de su actividad sexual. No ocurrirá así con los machos, cuya descendencia podría ser casi ilimitada… siempre que logren imponerse a sus rivales.
Si nos vamos a una rama mucho más próxima de nuestro árbol genealógico veremos colgando de ella a los chimpancés, y comprobaremos que efectivamente tienen un comportamiento muy similar. Una fuerte jerarquía establecida a partir de una continua rivalidad entre machos, en la que quienes están en lo alto disfrutan de frecuentes relaciones sexuales y los de la parte baja del escalafón se quedan mirando al cielo abstraídos, quizá fantaseando con atractivas chimpancés, maldiciendo su mala suerte o preguntándose que si el universo tiene un Creador entonces éste seguramente será peludo y le gustarán los plátanos.
¿Pero qué ocurre con los humanos?
Como decía aquí según varios psicólogos evolucionistas hasta en la tribu humana más simple la necesidad de cooperación es tan intensa y compleja que eso habría llevado a reducir la competencia sexual y habría favorecido la monogamia. Por otro, dado que el embarazo e infancia en nuestra especie es tan largo que la supervivencia de las crías en el pasado habría requerido la colaboración de la pareja masculina, favoreciendo la creación de vínculos afectivos de larga duración. Sin embargo… algo queda de ese comportamiento poligínico y de la rivalidad masculina en que inevitablemente desemboca.
La psicóloga Susan Pinker (hermana del gran Steven) ve una tendencia innata en los hombres hacia una mayor competitividad, tal como dice en esta interesantísima entrevista:
“Muchos más chicos que chicas usan la competición directa, la agresión y las tácticas físicas para conseguir lo que quieren, y claramente consideran que la competición es inherentemente divertida y satisfactoria. Por el contrario, muchas más chicas que chicos utilizan el diálogo por turnos para conseguir lo que quieren, y evitan noquear a sus oponentes en competiciones del tipo “el ganador se lo lleva todo”. Por ejemplo, en un estudio realizado con niños de cuatro años, los chicos compitieron 50 veces más frecuentemente que las chicas para conseguir ver unos dibujos animados. En un estudio sobre los hábitos de juego de niños de diez años, los chicos eligieron competir durante el 50% de su tiempo de juego. Por el contrario, las chicas sólo eligieron competir durante el 1% de su tiempo de juego.”
La importancia del estatus
Pero si hay alguien que ha estudiado las estrategias sexuales de hombres y mujeres, su comportamiento y sus deseos es David M. Buss, profesor de psicología en la Universidad de Texas y autor de un libro interesantísimo: “La evolución del deseo”. El afán masculino de competir existe en todos los ámbitos -desde los juegos de rol hasta la cantidad de cervezas que uno puede ingerir- y su finalidad (no siempre consciente) siempre la misma: adquirir un mayor estatus y con él un mayor aprecio de las mujeres, pues de acuerdo a cita de la primatóloga que abría este artículo son ellas las que finalmente ejercerán de árbitros.
¿Y por qué iban a mostrar las mujeres dicha preferencia? Lograr un mayor estatus, una posición más elevada dentro de la sociedad, trae consigo una mayor disponibilidad de recursos. Y cuanto mayores sean esos recursos y más disposición muestre el hombre a compartirlos con su chati (de ahí la importancia de hacer regalos), mayores posibilidades de supervivencia para la descendencia. Frente a esto se ha argüido que las mujeres habrían mostrado siempre un interés por los hombres de estatus porque emparejarse con ellos simplemente era la única vía de ascenso social dado el papel secundario al que siempre han estado relegadas. Buss replica que la preferencia por un estatus elevado en un pretendiente también se da entre las mujeres que ya están instaladas en una posición alta, y que en los hombres no hay un interés equivalente por las mujeres de estatus (entre las que la tasa de divorcio o soltería suele ser mayor, precisamente). Por tanto la posición social en la pareja masculina sería atractiva por sí misma y no sólo como un medio de servir a una ambición personal de ascenso.
Esto encaja con lo que le oí a una chica, peluquera en Carabanchel pero tan perspicaz como cualquier profesor universitario americano, hablando de algún piloto, futbolista o actor: “cuando se hacen famosos lo primero es dejar a la novia que tenían”. Es decir, cuando se adquiere un nuevo estatus, entonces se procede a buscar una pareja acorde a él, una con mejores signos de fertilidad, más joven y atractiva que la anterior. Eso en caso de que se opte por una pareja estable y no se viva plenamente un estado de poliginia con relaciones esporádicas, ese mundo de ensueño que los videoclips de raperos siempre muestran de forma tan hortera y explícita: muchas joyas, cochazos y pibitas semidesnudas alrededor del cantante.
Y es que ese afán de exhibir recursos encaja como un guante en la actual sociedad de consumo, porque la función primordial de los objetos caros no es dar mayor comodidad y placer a su usuario sino mostrar ante los demás su capacidad adquisitiva. Los objetos caros son buenos porque son caros, no son caros porque sean buenos.
No es sólo aquí, no es sólo ahora
En conclusión, sospecho, nunca llegará a haber equidad entre hombres y mujeres en los altos cargos de la política y la empresa, en la elite del arte o la ciencia. No por supuestos “techos de cristal” machistas que impiden ascender a las mujeres. Sencillamente ellas no tienen los mismos alicientes para destacar e imponerse sobre sus rivales. No se trata de una pulsión que responda a un contexto histórico y cultural determinado, sino que forma parte de la naturaleza humana por encima de épocas y lugares.
Un ejemplo bastante simpático de ello es el que cuenta el antropólogo A.R. Holmberg, acerca de un hombre de la tribu boliviana Sirionó (Que por cierto se llaman a si mismos Mbía, que significa “gente”, lo de considerar humanos únicamente a los del propio grupo no es sólo cosa de imperialistas europeos decimonónicos) que sufrió una pérdida de prestigio en el grupo porque no lograba obtener buena caza, lo cual llevó a que varias esposas lo abandonaran por mejores cazadores. Pero podemos seguir siendo amigos, imagino que le dirían. El caso es que este antropólogo, no sé si por solidaridad o a modo de experimento, comenzó a ayudarle en la caza, atribuyéndole a él las piezas obtenidas e iniciándole en los misterios del Hombre Blanco, es decir, enseñándole a disparar con escopeta. Tras ello, dicho indígena “gozaba de la máxima posición social, disfrutaba de varias compañeras sexuales nuevas e insultaba a los demás, en vez de que los demás le insultaran a él”. Qué bonita historia.
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