Resulta que, al utilizar un idioma, el segundo está también activo, por lo que el cerebro tiene que seleccionar entre uno y otro continuamente. Esto produce beneficiosos efectos en la inteligencia.
El lenguaje es el fundamento de la educación, porque nuestra inteligencia es estructuralmente lingüística: pensamos con palabras, transmitimos el conocimiento mediante palabras y organizamos nuestra acción mediante ellas. El lenguaje nos sirve para comunicarnos, y por eso es también el fundamento de nuestra vida social, pero, por si eso fuera poco, nos sirve también para comunicarnos con nosotros mismos. ¿Se han fijado en que continuamente nos estamos hablando, formulándonos preguntas, planteándonos alternativas, haciendo planes? Ni siquiera podemos conocer lo que pensamos o sabemos hasta que no lo hemos dicho. ¿Recuerdan cuando de niños pedíamos a alguien que nos tomara la lección “para ver si me la sé”? Hasta que no lo expresamos no sabemos nada de nosotros mismos. Como dijo E.M. Forster, el autor dePasaje a la India: "¿Cómo voy a saber lo que pienso sobre algo si aún no lo he dicho?".
A la vista de este panorama, es lógico que todo lo que tenga que ver con el lenguaje sea fundamental para la educación. Hasta el aprendizaje de las matemáticas necesita del lenguaje natural. Como decía una niña de nueve años: “Estoy segura de que entendería las matemáticas si comprendiera las palabras con que me las explican”... Pero en el pasado siglo, el debate educativo se volvió confuso porque el lenguaje –genial herramienta comunicativa– se convirtió en factor identitario. Lo que era una función secundaria pasó a ser protagonista. La herramienta se sacralizó. El lenguaje –maravillosa vía de comunicación– se convirtió en acceso único para comprender el mundo. Excluyente, en vez de comunicativo. José Luis Alvarez Emparanza, 'Txillardegi', uno de los primeros ideólogos de ETA, se apoyaba en estas ideas para decir que el euskera era más que una herramienta de comunicación, era un modo de ver el mundo, insustituible e irrepetible. Algo así, decía Heidegger, que en su barullo espiritista, místico, transcendental y nazi escribía cosas como “La palabra es el acontecimiento de lo sagrado. Esta palabra aún no oída está conservada en la lengua de los alemanes”. Y mucha gente se dejó conmover por esta retórica. Era falso, porque la inteligencia humana, que ha creado todas las lenguas, está por encima de ellas, de la misma manera que la humanidad está por encima de las anecdóticas separaciones nacionales, culturales o religiosas.
Espero que el nuevo siglo haya puesto las cosas en su sitio. El lenguaje es la más prodigiosa invención del ser humano, y debemos valorarla, protegerla, comprenderla y usarla. En un mundo globalizado, saber hablar en varias lenguas va a ser un estupendo pasaporte para el futuro. Por eso, desde finales del siglo pasado, tanto la UNESCO como la Unión Europea han apostado por la enseñanza trilingüe, que puede tener dos modalidades: dos lenguas nacionales y una extranjera, o una lengua nacional y dos extranjeras.
Pero hoy quiero hablar de bilingüismo en sentido estricto. Es decir, de niños que crecen en un ambiente bilingüe y aprenden simultáneamente dos lenguas. Es una hazaña formidable. ¿Qué supone este esfuerzo para su cerebro? En España, es un tema de gran relevancia, porque una parte importante de su población vive en comunidades bilingües. Es curioso ver cómo han cambiado las ideas sobre este asunto. Hasta los años sesenta del siglo pasado, se suponía que los sujetos bilingües presentaban una ejecución inferior en una diversidad de pruebas intelectuales. Poco a poco empezó a imponerse la idea de que no sólo no era un impedimento, sino que se asociaba a puntuaciones más elevadas en tests de inteligencia, y correlaciones positivas entre rendimiento académico y bilingüismo. La capacidad infantil para el aprendizaje lingüístico es pasmosa. Los niños monolingües aprenden con lo que llamamos “principio de exclusividad”: cada objeto tiene una palabra. El perro se llama “perro”. Pero los niños bilingües desde muy temprano aprenden que tienen, al menos, dos. El perro se llama “perro” y se llama dog. Lo maravilloso es que el niño organiza cada palabra dentro de un idioma, y de acuerdo a la situación utiliza uno u otro sin mezclarlos.
La culminación de la inteligencia humana
¿Qué supone esto para la inteligencia? ¿Tal sobrecarga es buena o mala? Pues, en principio, es buena. Resulta que al utilizar un idioma, el segundo está también activo, por lo que el cerebro tiene que estar seleccionando entre uno y otro continuamente. Esto produce beneficiosos efectos en la inteligencia, porque refuerza las “funciones ejecutivas”. Como este es el tema que investigo desde mi cátedra en la Universidad Nebrija, permítanme que se lo explique en dos líneas. Las funciones ejecutivas son la culminación de la inteligencia humana, porque nos permiten dirigir voluntariamente nuestro comportamiento. Activan la memoria de trabajo, fijan la atención, eligen la respuesta, dirigen la acción hacia metas lejanas; y todo esto resulta beneficiado por el bilingüismo, como han mostrado Albert Costa y su equipo en la Universidad Pompeu Fabra.
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