Como reflejan cuadros, crónicas y hechos históricos, Europa vivió entre los siglos XIV y XVIII una concatenación de crudísimos inviernos que arruinó cosechas y extendió el hambre entre sus habitantes. De hecho, a esta época se la conoce como “Pequeña Edad de Hielo”.
Una investigación publicada por la revista Nature Geoscience refuerza la hipótesis de que el máximo responsable fue el Sol, que experimentó una acusada caída en su actividad durante aquella época.
Dirigidos por Paola Moffa-Sánchez, científicos de la Universidad
de Cardiff (Gran Bretaña) y Berna (Suiza) han llegado a esta conclusión
tras analizar microorganismos fosilizados en el fondo marino al sur de
Islandia.
“Analizando la composición química de estos vestigios, que vivieron
en la superficie del océano, podemos reconstruir la temperatura y la salinidad del agua en los últimos 1.000 años”, ha declarado Moffa-Sánchez.
De ese modo han podido cotejar los cambios ambientales del Atlántico Norte con el registro de manchas solares, que son un indicador del humor de nuestra estrella: a menos “pecas” en su superficie, menos actividad.
Tras introducir todos los datos en modelos climáticos computerizados, el escenario resultante es que el
enfriamiento del Sol generó una zona de altas presiones junto a las
islas británicas, barrera que cortó el paso a los suaves vientos del
oeste. Y sin el contrapeso de estas corrientes calefactoras, el aire gélido del Ártico campó a sus anchas durante los inviernos de la Pequeña Edad de Hielo, algo parecido a lo ocurrido en 2010 y 2013.
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