Un libro rescata la figura de Juan Vilanova, padre de la Prehistoria en España, que dedicó su vida a intentar demostrar la concordancia entre la ciencia y el relato bíblico.
Corría un día de agosto de 1869 en Copenhague y el español Juan
Vilanova alzó la fotografía de un hombre con una cabeza horrorosamente
diminuta. Era el final de su charla en un congreso internacional de
prehistoria. De inmediato, comenzaron los murmullos entre los
asistentes, lumbreras de la disciplina procedentes de toda Europa. Una
década antes, Charles Darwin había publicado El origen de las especies,
el libro que destrozaba la Creación bíblica al presentar la teoría de
la evolución de los seres vivos por selección natural. Y ahora Vilanova
sostenía un retrato de un ingresado en el manicomio de Valencia afectado
por microcefalia.
Para algunos, sobre todo los católicos antidarwinistas como él, no
era más que una malformación. Pero para otros científicos ese cráneo
ínfimo era un atavismo, la reaparición de un rasgo propio de los monos
antepasados del hombre que confirmaba la evolución de las especies a
partir de un antepasado común. Nada de Adán y Eva.
Vilanova, nacido en Valencia en 1821, ya era entonces el látigo de
las ideas darwinistas en España. Era médico, agrónomo y llegó a acumular
tantos fósiles viajando por Europa que sus amigos le llamaban con guasa
“el hombre fósil”. Estaba tan enamorado del progreso científico que
cuando se enteró de la invención de la incubadora se apresuró a comprar
una para criar pollos en su huerta de Madrid, donde impartía clases en
la Universidad Central.
Un publicista católico
Fue el primer catedrático universitario de Geología y Paleontología de España, el primer hombre que describió un dinosaurio
en la península Ibérica y un defensor acérrimo de la autenticidad de
las pinturas de las cuevas de Altamira. Sabía tanto de paleontología que
se convirtió en “uno de los portavoces más cualificados del
antidarwinismo en las controversias desatadas en el siglo XIX, hasta el
punto de ser considerado el publicista más representativo del ala
conservadora y católica de la comunidad científica española”, según Francisco Pelayo y Rodolfo Gozalo, que publican ahora el libro Juan Vilanova y Piera, la obra de un naturalista y prehistoriador valenciano.
«Es llamativo que, siendo un católico conservador del siglo XIX, fuera menos fundamentalista que algunos creacionistas de hoy en día»
Francisco Pelayo
Historiador del CSIC
“Era creacionista, pero es llamativo que, siendo un católico
conservador del siglo XIX, fuera menos fundamentalista que algunos
creacionistas de hoy en día, que todavía sostienen que la Tierra tiene
5.000 años”, señala Pelayo, historiador del CSIC. La ambición de
Vilanova era demostrar con el método científico la veracidad del relato
bíblico. Y su discurso sonaba a música celestial para la Iglesia.
En 1872, Vilanova publicó Origen, naturaleza y antigüedad del Hombre,
primera monografía científica española sobre la prehistoria. Sus tres
primeras páginas recogían el veredicto de la censura eclesiástica,
llevada a cabo por la Vicaría de Madrid a petición de Vilanova. El
censor aplaudía “los grandes y prolijos conocimientos que posee en
geología; ese nuevo estudio inspirado tal vez por Dios, para confundir a
los detractores de Moisés y enemigos de la revelación”.
La ovación de la Iglesia
Miembros de la Iglesia católica llevaban siglos afirmando que el ser
humano había sido creado hacía unos 5.000 años, sobre la base del
recuento de generaciones que aparecen en el Génesis, pero la geología
estaba destapando fósiles con milenios y milenios de edad. Ahora a la
Iglesia le tocaba envainársela.
Para Vilanova, no había que considerar los “días” mencionados en la
Biblia como periodos de 24 horas y, además, las listas genealógicas del
Génesis podían estar incompletas, así que no había contradicción alguna
entre la ciencia y el relato bíblico. “Moisés ni se propuso escribir un
tratado de Geología, como ya dijimos, ni tampoco se dirigía a un pueblo
de sabios para hablarles de estas concepciones filosóficas, que
indudablemente los hebreos no hubieran comprendido”, justificaba el
padre de la Prehistoria en España.
Vilanova justificaba los fallos del Génesis porque “Moisés no se propuso escribir un tratado de Geología”
Así que el libro fue ovacionado por los obispos. “No vemos en los
pliegos adjuntos que llevamos examinados cosa alguna contraria al dogma
católico; y como la Iglesia ha ido siempre delante en todos los
conocimientos científicos y ha protegido en todos los tiempos las
ciencias naturales (por más que la maledicencia diga lo contrario), no
vemos peligro alguno en la publicación de la obra”, remataba el censor
católico.
Una pequeña victoria frente al darwinismo
“Vilanova no era el clásico carpetovetónico. Tenía sus creencias,
pero buscaba meter el dedo en el ojo a los darwinistas desde el
conocimiento científico”, subraya Gozalo, profesor de Paleontología de
la Universidad de Valencia. El catedrático del siglo XIX atribuía el
origen de la vida a la omnipotencia de un dios, pero sostenía que estaba
dispuesto a aceptar otra explicación, como la generación espontánea, si
le traían pruebas.
Vilanova detectó una de las grandes meteduras de pata de los primeros darwinistas
Gozalo rememora el caso del llamado Eozoon canadense,
un supuesto organismo fósil clavado en una roca de Canadá en el que los
darwinistas veían el origen de la vida. Lo había encontrado el geólogo
norteamericano John William Dawson e hizo furor entre los evolucionistas
de Europa tras su exhibición una exposición en París en 1867. Aquel
dibujo estriado grabado en la roca era, según ellos, la huella del
primer representante de los organismos vivos, que habría dado lugar a
todas las demás especies gracias a la competencia por la vida y a la
selección natural. “Vilanova fue uno de los primeros en darse cuenta de
que aquello era tan sólo una textura rocosa”, recuerda Gozalo.
Gracias a los ataques de creacionistas como Vilanova el darwinismo se
perfeccionó, pero ni por esas llegó a aceptarlo. A su juicio, la
paleontología demostraba que la vida no había sido eterna en el planeta y
que se podía establecer el momento y el orden de aparición de los seres
vivos: primero los vegetales y luego los animales. Y del estudio de los
fósiles se deducía que el reino animal había surgido desde el principio
con una gran variedad de formas. El catedrático no encontraba ni rastro
de la evolución ni una sola prueba que indicara que el hombre descendía
de otro primate inferior.
Rechazo al hombre-mono
“El ansia con que todos ellos [los darwinistas] esperan el hallazgo
de este tipo intermedio [...], medio mono y medio hombre, no reconoce en
puridad otro móvil, sino el deseo de ver realizada la pretensión, a la
par que vergonzosamente rechazada, [de la] descendencia simia de la
especie humana”, dejó escrito Vilanova.
El catedrático achacaba el Diluvio bíblico a la emergencia de los Andes o el Himalaya en los océanos
Hasta al Diluvio de Noé, “con el que Dios quiso castigar los
extravíos del Hombre”, encontró justificación científica. “La ciencia
aparece tan en armonía con el Génesis en esta parte como en todo lo
relativo a la creación”, decía. En su opinión, la causa del Diluvio fue
la aparición en el lecho de los océanos de una cordillera, ya fueran los
Andes o el Himalaya, o ambas a la vez, “lo cual necesariamente había de
determinar no sólo la salida de los depósitos y grandes fuentes del
abismo de los mares, sino también lluvias espantosas, a las que se
refiere Moisés al decir que se abrieron las cataratas del cielo”. Los
guijarros, las conchas marinas y los restos de grandes mamíferos, como
mamuts, hallados en suelos de época cuaternaria indicaban, a su juicio,
que una gigantesca corriente se había llevado todo por delante.
Algunos de sus contemporáneos, como el escritor Manuel de la Revilla,
traductor de Descartes al español, criticaron el error de Vilanova al
oponerse al darwinismo y lamentaron que malgastara su talento en una
empresa tan “absurda” como demostrar la concordancia entre ciencia y
religión. Sin embargo, Gozalo cree que, de algún modo, mereció la pena.
“Sin la generación de científicos de Juan Vilanova, la Edad de Plata de
la ciencia española, a principios del siglo XX y con Ramón y Cajal a la
cabeza, no habría existido”.
El supuesto cómplice del 'fraude' de las pinturas de Altamira
Juan
Vilanova murió en 1893 en Madrid casi como un apestado entre sus
colegas, pero no por ser una abanderado de la Biblia, sino por defender a
ultranza la autenticidad de las pinturas de la cueva de Altamira,
descubiertas en 1879 y consideradas una falsificación durante décadas.
Para entender este rechazo hay que recordar la batalla entre ciencia y
religión de la época. Para los evolucionistas, era inconcebible que en
la infancia del arte aparecieran ya aquellos bisontes, ciervos y
caballos tan magistralmente ejecutados. “En cambio, desde la posición
ideológica y científica de Vilanova, desde su creacionismo, la
perfección de las pinturas demostraba el fracaso del evolucionismo, ya
que la sofisticación no podía ser obra de un antepasado brutal”,
explican en su libro Francisco Pelayo y Rodolfo Gozalo. Las pinturas de
Altamira eran una prueba para los antidarwinistas de que el ser humano
como especie no había evolucionado desde la Creación.
Así que cuando Marcelino Sanz de Sautuola le comunica el
descubrimiento de una especie de Capilla Sixtina de arte prehistórico en
Cantabria, Vilanova se relame. No espera que el mayor hallazgo de la
prehistoria española sea su tumba como científico. En aquella época, el
pintor sordomudo francés Paul Ratier había visitado la zona de Altamira y
aquel hecho casual, sumado a la cercanía de la Universidad de Comillas,
regida por los jesuitas, sirvió para que entre los evolucionistas
surgiera una insólita teoría: que los católicos españoles habían fichado
a Ratier para pintar los bisontes y luego presentarlos como “una
muestra de la evolución artística del género humano primitivo”, según
resumió el historiador José Luis Martínez Sanz en 1982. El supuesto
objetivo era que los evolucionistas enarbolaran la pintura prehistórica
para después “descubrir la superchería y dejar en ridículo la ciencia
darwinista”.
Sólo en 1902 el mayor defensor de la teoría de la falsificación, el
arqueólogo francés Émile Cartailhac, admitió su error con un artículo
titulado “Mea culpa de un escéptico”. Juan Vilanova llevaba 10 años
muerto y más de 20 absolutamente desprestigiado.
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