El profesor sólo indicó una limitación para el diseño: la materia prima de ambos circuitos no podía mezclarse. Si esto ocurría (especialmente si el agua o la materia orgánica penetraban en el circuito del aire), la máquina tendría serios problemas de funcionamiento, pudiendo llegar a quedar total e irremediablemente inservible.
El diseñador inteligente
Peláez, el más metódico de los estudiantes consideró que el peligro de que los compuestos se mezclaran constituía un aspecto vital, y comenzó dibujando un pequeño esquema que asegurar la estanqueidad e independencia de ambos circuitos:
Antes de construir nada, Peláez siguió trabajando con bocetos, pensando que sería más sencillo cambiar un dibujo que una máquina ya construída. De esta forma, su siguiente paso consistió en ubicar sobre el papel la bomba de aire y el descomponedor de materia orgánica en cada uno de los conductos, ajustando los tamaños, diámetros y colocación de forma precisa:
La turbina produciría un flujo constante de aire que refrigeraba el interior de la máquina, mientras que cada vez que se introducía agua y/o materia orgánica por el otro orificio, el segundo procesador entraría en funcionamiento descomponiendo y mezclando para expulsar el resultado por el orifico de salida correspondiente. Complacido, se le ocurrió introducir una mejora: una serie de tubos que optimizaran la ventilación del interior del mecanismo, así como un pequeño filtro en la entrada de arie con el objeto de que las impurezas arrastradas con éste no dañaran la turbina. Hizo sitio en su esquema y obtuvo el boceto final:
Finalizado el diseño, Peláez procedió a construir la máquina según las especificaciones que había planeado, obteniendo un aparato funcional que entregó orgullosamente al profesor junto con la memoria correspondiente, disponiéndose a esperar la calificación.
El diseñador chapucero
Mientras tanto Ortigosa, mucho menos analítico y -confesémoslo- bastante más chapucero, pensó que sería más rápido comenzar inmediatamente la construcción, sin perder el tiempo en diseños ni dibujitos previos. Así cogió un bloque de metal y practicó un conducto longitudinal con un orificio de entrada y otro de salida:
A continuación, Pedró colocó la turbina y el procesador de materia prima en el conducto practicado, uno a continuación de otro:
Aquí se encontró con su primer problema: la máquina necesitaba una perfecta sincronización entre la entrada de aire y la de las otras materias primas, dado que no debían mezclarse en su interior. Pudo programar la turbina propulsora para que funcionara a intervalos intermitentes, pero esto le obligaba a introducir el agua y la materia orgánica durante los cortos períodos en que la turbina estaba parada. Tal procedimiento recalentaba demasiado la máquina al no presentar un flujo constante de aire y, por otro lado, no permitía asegurar una separación perfecta, dado que cualquier desacople en la introducción de agua y materia orgánica producía la indeseable mezca con el aire. Para colmo de males, la turbina se ensuciaba cuando las materias primas pasaban a través de ella, lo que hacía que tras unos pocos ciclos dejara de funcionar, quemando la máquina por recalentamiento.
A pesar de este mal funcionamiento, Ortigosa no estaba dispuesto a empezar de nuevo, e ideó un sistema para separar el propulsor de aire y el procesador de materias primas. No quedaba espacio en la máquina para situar un segundo conducto completo, así que redujo el tamaño de la turbina, hizo un hueco a base de unos cuantos golpes y colocó la nueva y reducida turbina en una ubicación paralela comunicada con el conducto principal mediante un canal secundario:
No tardó en aparecer un segundo problema: no había previsto ningún canal de salida de aire, y además la salida de la turbina estaba parcialmente tapada por el procesador de materias primas. Al pobre Ortigosa (que ya le acuciaba el tiempo) no se le ocurrió otra cosa que que diseñar una turbina de “ida y vuelta”, de tal manera que durante unos segundos aspiraba el aire para, a continuación invertir el funcionamiento y expulsarlo por el mismo camino hacia el exterior.
Para colmo de males, encontró que el orificio de entrada era demasiado amplio, con lo que muchas impurezas penetraban en la máquina al aspirar (incluso algún objeto de poco peso pero respetable tamaño). Pensó en colocar un filtro en la entrada, pero entonces el agua y la materia orgánica no podrían penetrar hasta el procesador. La solución que pergeñó fue situar una tapa en el orificio de entrada, practicando un canal auxiliar para aspirar el aire, en el que finalmente pudo colocar un pequeño filtro:
De esta forma, cuando funcionaba la turbina en aspiración, se cerraba la compuerta del orificio principal, obligando al aire a entrar por el orificio secundario dotado de filtro. Sin embargo, al invertir la turbina y expulsar el aire, éste podía salir por cualquiera de los dos orificios, en función de que la compuerta estuviera cerrada o abierta.
Este “sistema” solucionó en parte el problema con el aire, pero el circuito de ventilación era demasiado corto, por lo que Ortigosa se vió obligado a situar pequeños conductos auxiliares. Esto produjo un nuevo problema: al ser un circuito cerrado, en los conductos auxiliares no se producía circulación alguna, por lo que Ortigosa colocó una pequeña turbina secundaria y sincronizada con la anterior para asegurar la circulación por el circuito auxiliar, junto con una serie de válvulas que forzaran la circulación en un único sentido:
Por fin, Ortigosa creyó haber terminado la máquina: el circuito de aire, aunque poco eficiente, funcionaba razonablemente. La desilusión llegó al introducir el agua y la materia orgánica: si la turbina estaba aspirando en ese momento, la mayor parte de éstos materiales eran arrastrados a la turbina, atascándola irremediablemente (dado que ahora no disponía de conducto de salida). Por el contrario, si la turbina estaba expulsando el aire, el flujo impedía que las materias primas entraran hasta alcanzar el procesador.
Desesperado, deshechó la posibilidad de empezar de nuevo, pensando que tardaría más que tratando de solucionar el problema actual. Al fin y al cabo, la máquina estaba muy avanzada y casi funcionaba.
Ortigosa siguió probando soluciones, y finalmente se inclinó por instalar una válvula al inicio del canal de la turbina, de tal manera que cuando se activara, cerraría el conducto del aire hacia la turbina:
Probando esta última versión del aparato, Ortigosa encontró un último escollo: la compuerta de la turbina se abatía sobre el orificio de entrada de ésta tanto al entrar agua y materia orgánica como al aspirar aire, lo que bloqueaba el circuito. Estando ya realmente apurado, lo que hizo fue endurecer la articulación de la compuerta y taladrarla para que el aire pudiera pasar a su través sin ofrecer demasiada resistencia. Esto tenía un impedimento, y es que el agua o las pequeñas partículas podrían colarse en la turbina, pero Ortigosa confió en que no se introdujera demasiado volumen de agua ni materia orgánica demasiado fragmentada. Lamentablemente, estas medidas obligarían al procesador a trabajar más duramente y con menor efectividad, pero siempre sería mejor que atascar de forma irremediable la turbina.
Ortigosa no estaba demasiado satisfecho, pero decidió que su máquina funcionaba aceptablemente, así que la entregó -eso sí, varios días más tarde que Peláez- y pasó a esperar temerosamente la evaluación por parte del profesor.
Tras examinar las dos máquinas, el docente no tuvo dudas sobre cuál de ambos estudiantes había trabajado de una forma más eficiente y rápida, así como cuál de las dos máquinas funcionaba mejor:
La evaluación fue, por lo tanto, muy clara: Peláez había construido una máquina sencilla, eficiente y segura en mucho menos tiempo que Ortigosa, que había utilizado muchos recursos de forma innecesaria y con unos resultados muy inferiores: la máquina se calentaba en exceso por el deficiente circuito de ventilación, tendía a atascarse, debía trabajar a mayor esfuerzo del debido y tenía muchas piezas que hacían más probable un fallo en el funcionamiento. Así pues, Peláez obtubo un sobresaliente, mientras que Ortigosa solamente recogió un aprobado raspado, gracias a que -al menos- la máquina funcionaba durante cierto tiempo.
Moraleja: un diseñador piensa primero y actúa después
A cualquier lector le habrá parecido el proceder de Ortigosa totalmente inadecuado e ineficiente, y a todos se nos ocurren varias mejoras que podrían haberse realizado con muy poco esfuerzo y un poco de planificación. Si tuviéramos que elegir a uno de los estudiantes para que nos construyera cualquier aparato, creo que todos nosotros elegiríamos a Peláez.
Por el contrario, y lamentablemente, la naturaleza se parece más a Ortigosa el chapucero que a Peláez el diseñador. La evolución no piensa antes de lanzarse a construir, sino que lo va haciendo sobre la marcha. Adopta soluciones (si éstas aparecen) que no tienen por que ser óptimas, sólo deben permitir que el organismo/máquina funcione algo mejor durante un tiempo.
Si es cierto lo que afirmo, al examinar la solución que evolutivamente se da a ciertas estructuras y organismos sería esperable encontrar más máquinas “tipo Ortigosa” que “tipo Peláez”. Y esto es exactamente lo que ocurre en la naturaleza.
Examinando el diseño de nuestros sistemas respiratorio y digestivo, encontramos muchísimas más semejanzas con el improvisado trabajo de Ortigosa que con el impecable diseño de Peláez.
Los conductos de entrada de nuestro aparato digestivo y los conductos de entrada y salida del respiratorio se encuentran comunicados de una manera similar a la máquina de Ortigosa. La cavidad nasal se comunica con la cavidad bucal mediante un conducto común llamado faringe, por el que circulan tanto el aire que respiramos como el agua y los alimentos que tragamos. Posteriormente la faringe se bifurca en la vía respiratoria (laringe y tráquea) hacia los pulmones y la vía digestiva (esófago) hacia el estómago, existiendo una tapadera constituida por la epiglotis que tapona las vías respiratorias durante la deglución. Esto exige una separación temporal muy precisa entre las actividades de respiración y deglución, así como la interposición de varias compuertas y válvulas para evitar los cambios indeseados de ruta.
Lamentablemente, el sistema adolece de tantos errores y riesgos como la máquina de Ortigosa: el aire, el agua y los alimentos se introducen demasiado frecuentemente por los canales equivocados, provocando a menudo problemas digestivos o, lo que es peor, atragantamientos por obstrucción de la laringe que pueden desembocar en consecuencias tan graves como la muerte por asfixia.
¿Porqué no disponemos de dos circuitos separados, dado que nada obliga a compartir conductos entre ambos aparatos?. Esto sería mucho más seguro y eficiente, como la máquina de Peláez. La respuesta es que nuestra funcionalidad respiratoria y digestiva es producto de una diseño chapucero, de una naturaleza que trabaja como Ortigosa: sin pensar y adoptando soluciones sobre la marcha.
Personalmente, dudo mucho que cualquier persona mínimamente religiosa esté dispuesta a atribuir este “diseño” a la premeditación e inteligencia del ser superior al que adora, sería un menosprecio o -como indica el biólogo Francisco Ayala- una verdadera blasfemia.
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