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22 de marzo de 2010

Inventos Ingeniosos: El reloj (I)

Lunes, 22 de marzo de 2010

Inventos Ingeniosos: El reloj (I)

En la serie Inventos ingeniosos nos fijamos en objetos de la vida diaria y buceamos en sus orígenes, historia y funcionamiento. Tratamos en ella de mostrar cómo las cosas que damos por sentado, por verlas todos los días, han requerido de mentes agudas e ingeniosas para existir, y casi todas tienen una historia interesante detrás. En las últimas entradas de la serie nos hemos fijado en inventos eminentemente químicos, el pegamento y el jabón, de modo que hoy nos centraremos en uno físico: el reloj.

Como solemos decir en esta serie, hubo un tiempo en el que no había relojes… pero la verdad es que no sabemos cuándo. Al igual que sucedía con el pegamento y el jabón, los orígenes del reloj se pierden en la oscuridad de la prehistoria, puesto que, como aquéllos, el reloj responde a una necesidad ancestral, más importante aún que la de pegar cosas o lavarlas: la de llevar la cuenta del tiempo. De ahí proviene precisamente la palabra reloj, del latín horologium y ésta a su vez del griego ωρολογιον, “estudio de las horas”.

Desde luego, al principio no fueron precisamente las horas las que se contaban, pero medir, aunque sea con muy poca precisión, el paso del tiempo es necesario para la propia supervivencia. La cuestión de medir el paso del tiempo, si la miramos con cierta profundidad, es de una complejidad apabullante, puesto que el propio concepto de tiempo es algo que se nos escapa, salvo que hagamos definiciones circulares del estilo “el tiempo es lo que miden los relojes”, con lo que ¿qué miden los relojes? Si quieres profundizar en este concepto, te recomiendo encarecidamente la serie de Lucas Eso que llamamos “tiempo”, porque en este artículo obviaremos el aspecto filosófico para centrarnos en el práctico: cómo medir el ritmo de cambio de las cosas, lo que quiera que eso sea en último término.

Porque, para un cazador-recolector de los albores de nuestra existencia como especie, la naturaleza última del tiempo no era tan importante como saber cuándo llegaría la siguiente migración de sus presas, en qué momento habría que haber almacenado suficiente comida para pasar el invierno o cuánto tiempo faltaba para el deshielo. Afortunadamente, el propio paso de las estaciones es un “reloj natural”, y lo hemos utilizado desde siempre, como cualquier otro animal. Por una parte, la precisión que se logra de ese modo no es muy grande; por otra, no hace falta mayor precisión hasta que nuestra existencia se vuelve más compleja, y este modo de medir el tiempo no requiere de ningún instrumento de medida.

Incluso lograr una precisión aún mayor requiere simplemente de una buena memoria y un sistema numérico razonablemente simple: no hay más que fijarse en determinados movimientos en el firmamento que se repiten con una regularidad muy grande, como los del Sol o la Luna. No estoy hablando aún de relojes solares ni nada parecido, sino simplemente, por ejemplo, de contar las fases de la Luna o, para mayor precisión, los amaneceres. Los primeros “relojes físicos” fueron, probablemente, objetos sobre los que se iban marcando muescas cada amanecer o cada luna llena.

Hueso de Ishango

Hueso de Ishango.

Un posible ejemplo de esto es el hueso de Ishango, descubierto en la frontera actual entre Uganda y el Congo. Se trata de un peroné de babuino, probablemente del Paleolítico Superior; no sabemos exactamente su antigüedad, aunque parece ser de varias decenas de miles de años. Tampoco sabemos cuál fue su utilidad, pero algunos paleoantropólogos piensan que puede tratarse de una especie de “reloj lunar” de seis meses. Incluso si no lo fuera, es muy probable que otros objetos (huesos como éste, trozos de madera, muescas en piedras o paredes) fueran utilizados para llevar la cuenta de los días desde mucho antes de la existencia del hueso de Ishango; no hace falta un gran ingenio para contar los días aprovechando la regularidad de los movimientos celestes: seguro que tú o yo, si acabásemos en una isla desierta, utilizaríamos algo así para contar el tiempo, con lo que tendríamos una precisión de 1 día a cambio de no necesitar pensar demasiado.

Ir algo más allá y llevar la cuenta del tiempo dentro de un mismo día con cierta precisión sí requiere de algo más de ingenio. Una vez más, la clave de la cuestión es utilizar algún proceso físico que se produzca con la mayor regularidad posible. Los propios movimientos astronómicos son muy regulares, y no hay más que aprovecharlos con más cuidado que simplemente “contar los amaneceres”, utilizando, por ejemplo, el movimiento de las sombras de diversos objetos. De ahí que los siguientes relojes más sencillos y antiguos de los que tenemos noticia son los relojes de sol, con los que es posible obtener una precisión sorprendentemente grande a cambio de algunas limitaciones.

El uso de los movimientos astronómicos para llevar la cuenta del tiempo, además de ser probablemente el primero empleado, ha sido nuestro estándar de medida del tiempo durante milenios; hasta 1967, la unidad de medida del tiempo en el Sistema Internacional de Unidades, el segundo, se definía como una determinada fracción del período de la Tierra en su movimiento alrededor del Sol. No fue hasta ese año que se empleó un fenómeno físico menos particular y más regular, una transición electrónica del cesio, como base para definirlo (y de ello hablaremos en la segunda parte de este artículo). De modo que algunos lectores senectos, como Macluskey, nacísteis con una unidad temporal basada en el mismo patrón que el hueso de Ishango.

No sabemos en qué momento se construyó el primer reloj de sol, pero una vez más, probablemente fue relativamente pronto; no hay más que clavar un palo en el suelo, marcar los lugares en los que sale y se pone el Sol, y dividir el arco entre esos lugares con la mayor precisión posible. Desde luego, hacerlo bien requiere ciertos conocimientos astronómicos y geométricos, y existen limitaciones físicas inherentes a este diseño pero, como veremos en un momento, hicieron falta milenios para alcanzar una precisión mayor de la que puede lograrse mediante los relojes solares.

Hay quien piensa que el reloj más antiguo conocido es el reloj solar de Knowth, en Irlanda, aunque siempre es difícil estar seguro de cuál era el uso que se daba a las cosas en el momento en el que fueron construidas. La verdad es que, viendo lo que se conserva del posible reloj de Knowth e imaginando un palo insertado en el agujero, es verosímil pensar que se trataba precisamente de un reloj solar, datado alrededor de 5000 años antes de nuestra era. Juzga tú mismo:

Reloj solar de Knowth

Posible reloj solar de Knowth (Knowth.com).

Desde luego, sabemos que los antiguos babilonios medían el tiempo mediante el Sol con cierta precisión, como también lo hacían los egipcios, pero el primer testimonio indudable de un reloj solar, pues no se trata sólo de un objeto sino de un relato contemporáneo de él, data de alrededor de 700 a.C., y se encuentra en varios pasajes del Antiguo Testamento en los que se describe un reloj de sol, el de Ahaz. Sin embargo, estamos seguros de que hubo otros mucho antes entre casi todos los pueblos de la Antigüedad, aunque no haya testimonios tan claros como en este caso.

Tampoco cabe duda de que, igual que es muy fácil fabricar un reloj de sol simple, es difícil hacer que sea muy preciso. Por un lado, el tiempo que tarda la sombra en moverse no es uniforme si se utiliza una superficie plana sobre la que proyectar la sombra, y además todo cambia dependiendo de la latitud, la longitud y la estación del año. En otras palabras: para construir un reloj de sol preciso hace falta saber astronomía y geometría con cierta solidez. Traducción inmediata: los griegos clásicos construyeron relojes de sol excepcionales. Aunque se piensa que ellos mismos obtuvieron la idea de los babilonios, en la Grecia helenística el reloj de sol se convierte en un instrumento de precisión, tan alejado de un palo pinchado en el suelo como la Capilla Sixtina de uno de mis dibujos.

Reloj solar griego

Reloj solar de diseño griego del siglo III-II a.C. encontrado en Ai Kahnoum, Afganistán (PHGCOM/CC 2.5 Attribution Sharealike License).

De hecho, casi todas las culturas posteriores –al menos, las que tuvieron contacto directo o indirecto con los griegos– utilizaron para sus relojes solares los diseños griegos: los romanos, los árabes, los indios, los afganos… Los relojes griegos utilizaban refinamientos como la orientación del objeto que proyecta la sombra o gnomon, que no tenía por qué ser perpendicular al suelo, y la forma geométrica de la superficie sobre la que se proyectaba la sombra, que no tenía por qué ser plana, y con ellos obtuvieron precisiones excelentes para la época, precisiones de unos minutos que no serían superadas durante siglos ni siquiera con relojes mecánicos de los que hablaremos luego.

Esto no quiere decir que los relojes griegos fueran inmejorables; poco a poco fueron creándose diseños nuevos según avanzaban la trigonometría y la astronomía. Los árabes mejoraron los diseños griegos, y también lo hicieron los italianos renacentistas. Con mayor conocimiento del movimiento de la Tierra alrededor del Sol y herramientas de fabricación más precisas es posible lograr relojes solares cuya precisión, al menos a mí, resulta increíble. Hoy en día se fabrican relojes solares con una precisión inferior al minuto, teniendo en cuenta todos los factores (fecha, lugar en la Tierra, orientación del gnomon y forma de la superficie, etc.).

Reloj solar de precisión moderno

Reloj solar de precisión moderno (Hoffmann Albin/CC Attribution Sharealike 3.0 License).

Pero, por mucha precisión que tenga un reloj solar, tiene limitaciones inherentes al propio concepto: para empezar, requiere del Sol. Aunque es posible construir relojes que puedan proporcionar la hora durante la noche utilizando la Luna –relojes lunares–, ni son igual de precisos, ni sirven siempre, ya que la Luna es bastante más irregular que el Astro Rey en la luz que nos llega de ella. Eso sí, incluso hoy en día es un placer poder medir el tiempo con la precisión de la que somos capaces utilizando el Sol, con relojes que carecen de una sola pieza móvil.

Una limitación inevitable de estos relojes es que, independientemente de que requieran del cuerpo celeste correspondiente en el cielo, los relojes astronómicos de este tipo necesitan de un cielo claro (porque si hay suficientes nubes, olvídate de saber la hora), y son difícilmente portátiles. Sí, han existido relojes solares de muñeca… pero no es la cosa más práctica del mundo, y en ese caso sí que es casi imposible tener la más mínima precisión. Hacían falta, por tanto, alternativas a los relojes solares, y estoy seguro de que casi en paralelo con ellos se trató de utilizar el ingenio para construir otros diferentes.

Lea el artículo completo en:

Inventos Ingeniosos (El Tamiz)

1 de marzo de 2010

Si nada se pega al teflón, ¿Cómo se adhiere él a las sartenes?

Lunes, 01 de marzo de 2010

Si nada se pega al teflón, ¿Cómo se adhiere él a las sartenes?

¡En primer lugar!

Primero hay que explicar que es el teflón. El teflón, es el nombre comercial registrado por DuPont para referirse al politetrafluoretileno.

Lo que se oculta debajo de ese producto que parece repeler todos los restos de comidas se encuentra alrededor de sus moléculas. El flúor que las envuelve repele casi cualquier material y evita que estos se adhieran al teflón. No en vano, tiene el coeficiente de rozamiento más bajo de los materiales que conocemos. Otra característica fundamental es su impermeabilidad.

Su historia es bien curiosa: Roy J. Plunkett(derecha en la imagen) y su ayudante Jack Rebok (izquierda en la imagen) realizaban experimentos para la empresa DuPont allá por el año 1938. En uno de ellos, querían conseguir mayores cantidades de tetraflouretileno (TFE). Este material, después de un sencillo tratamiento, era vaporizado y pasaba a través de unos tubos y medidores de flujo, para posteriormente acabar en una cámara donde se le aplicaban otros productos químicos para que reaccionase. Como en muchos otros inventos de la historia, el hallazgo fue fortuito. Detectaron un error en el sistema y no se explicaban el motivo. Al desmontar algunas válvulas se dieron cuenta de que había una sustancia blanca en forma de polvo. El TFE se había polimerizado. Probaron con muchísimos ácidos y disolventes, pero no consiguieron que afectase a ese polímero. Luego, la historia ya la conocemos. La DuPont se interesó y pasó a formar parte de su gama de polímeros.

Pero...

¿Pero como se fija el teflón a las sartenes entonces? ¿No debería repeler igualmente a estas? Existen dos técnicas para cubrir de teflón las superficies de ollas y sartenes.

El método de la sintetización, que es parecido a la fundición. Se trata de elevar la temperatura del teflón hasta más o menos 400ºC y una vez hecho esto, se imprime con fuerza en la superficie que nos interesa. No obstante, hay que decir que cuando este se enfría, puede saltar con el tiempo y separarse de la sartén.

Sin embargo, otra opción es la del “bombardeo”. Se modifica químicamente el lado del teflón que queremos pegar a la sartén, bombardeándolo con iones en un campo eléctrico y en el vacío, con lo cual, conseguiremos arrancar o quitar muchos átomos de flúor de la parte que queremos enganchar en la sartén u olla, luego esa parte se puede enganchar ya que lo que hacia que el teflón repeliese materiales era –como hemos dicho antes- el flúor alrededor de las moléculas. Una vez eliminados o arrancados esos átomos, podemos modificar esa cara añadiéndole cualquier otro material que favorezca la adición, como por ejemplo, el oxígeno.

Como veis, esta segunda opción es la que da mejores resultados, lo que explica el motivo por el cual es el método más utilizado para adherir el teflón a otro tipo de materiales.

Aunque es muy conocido por el recubrimiento que acabamos de explicar, lo cierto es que el teflón se usa en muchas otras cosas: aislamiento de cables de comunicación de datos, en ropas y tapicerías (para repeler agua y manchas), en revestimientos de aviones, cohetes, naves espaciales, en prótesis, en componentes electrónicos, pinturas, etc.

Tomado de:

Museo de la Ciencia

16 de febrero de 2010

¿Cómo funciona un horno microondas?


Miércoles, 17 de febrero de 2010

¿Cómo funciona un horno microondas?

Siempre tiendo a hacer las asociaciones más peregrinas, unas veces son tan extravagantes que los que me rodean me miran como si fuera de otro planeta, pero otras esas asociaciones me permiten encontrar caminos que posibilitan el entendimiento de las cosas que explico. Le voy a poner un ejemplo: Una tarde estaba viendo, con mis hijas, un partido de tenis por la televisión. En un momento dado, el realizador ofreció una panorámica del público y todos pudimos ver cómo las cabezas oscilaban al unísono a un lado y a otro, siguiendo el movimiento de la pelota. Pregunté en voz alta: si entre el público hubiera una persona ciega ¿cómo podríamos localizarla? No tardaron en dar con la respuesta. Exacto, sería la única persona que no movería la cabeza. Y entonces sucedió, se me ocurrió la idea de que algo similar pasa en el horno de microondas. Por supuesto, la asociación no fue fortuita, minutos antes mi hija Maryan me había hecho esta pregunta:

Yo quiero saber cómo funciona un horno de microondas, porque … eso de que metas ahí la comida y en un plis plas se caliente… y que, además, tu no te quemes con el recipiente al sacarla, parece cosa de magia.



Horno de microondas


Cuando introducimos un alimento en un horno de microondas, estamos poniendo en su interior un conjunto enorme de moléculas de muy diverso tipo, la mayoría son de agua, pero cualquier alimento tiene, además, azúcares, proteínas, grasas, ácidos nucléicos, etc. No obstante, como he dicho, sea el alimento que sea, la mayor parte de sus moléculas serán agua –nosotros, para no ir más lejos, somos agua en un 70 por ciento más o menos.

Bien, pues una molécula de agua en el horno de microondas viene a ser como el espectador que mira un partido de tenis. Me explico.

El alma de un horno de microondas es un aparato que se conoce con el nombre de magnetrón. No se asusten, no es ningún arma letal. Realmente es un emisor de ondas de radio pero de una frecuencia mucho más elevada que las emisoras que usted puede sintonizar con su receptor. El magnetrón emite a 2.450 megaherzios mientras una emisora normal de FM suele rondar los 100 Mhz. ¿Y por qué esa frecuencia tan rara? Pues porque es la frecuencia que sintonizan las moléculas de agua.

Una molécula de agua está formada por tres átomos solamente, dos de hidrógeno y uno de oxígeno, pero, curiosamente, no están dispuestos de forma simétrica. En su aspecto, una molécula de agua se asemeja a la cabeza de Mickey Mouse, el oxígeno que es más grande sería la cabeza propiamente dicha y los hidrógenos, las orejas. Esa distribución hace que la molécula esté un tanto desequilibrada eléctricamente, la zona donde están colocados los hidrógenos tiene una carga eléctrica positiva y el lado opuesto, gobernado por el oxígeno, tiene carga negativa. Forma lo que se conoce como un dipolo eléctrico. Si acercamos una carga eléctrica positiva a una molécula de agua, ésta se orientará de tal forma que ofrezca la carga contraria – ya saben, cargas opuestas se atraen.

Las microondas hacen exactamente eso, están formadas por un campo eléctrico oscilante que atrae a las moléculas de agua en una dirección obligándola a orientarse, pero un momento después cambia de sentido y la obliga a girar y orientarse en sentido opuesto. Ese fue el comportamiento que me recordaron a los espectadores del partido de tenis, como ellos giran una y otra vez la cabeza siguiendo el movimiento de la pelota, la molécula de agua m gira su cabeza de Mikey Mouse. Pero hay una gran diferencia: las microondas oscilan tan rápido que obligan al agua a oscilar nada menos que 4.900 millones de veces cada segundo. Pero la mayoría de las otras moléculas, amigos, ni se inmutan; son como los espectadores ciegos en el partido de tenis, incapaces de seguir el movimiento de la pelota.

Así pues, tenemos un número elevadísimo de moléculas de agua que están oscilando a uno y otro lado muy rápidamente, mezcladas con otras moléculas que no lo hacen. Ahora bien, el movimiento es calor. Cuando decimos que una sustancia está caliente es porque sus moléculas se están moviendo, cuanto más se mueven, más caliente está, cuanto menos se mueven, está más fría. En el alimento que hemos situado dentro del microondas, el movimiento de las moléculas de agua se traduce en calor, un calor que se transmite al resto de las moléculas porque, en su alocado frenesí, chocan contra ellas, calentando así toda la comida. El recipiente, en cambio, suele ser de vidrio o plástico, sustancias que no contienen agua en su interior y, por lo tanto, todas sus moléculas son espectadoras ciegas, las microondas no las calientan y sólo por el contacto con la comida caliente, adquieren algo más de temperatura. Por esa razón, podemos sacar el recipiente del microondas sin quemarnos

Así es cómo, gracias al agua que contienen, calienta los alimentos un horno de microondas.

Fuente:

Cienciaes.com
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