Cuando nació mi hermana pequeña, yo tenía casi 6 años. Me desperté temprano el día después de Navidad y pregunté a mi hermana adolescente dónde estaban nuestros padres. “Están en el hospital teniendo a la niña”, me contestó, “vuelve a la cama”. Recuerdo claramente esa conversación, pero no su llegada a casa, ni cuando cogí su manita por primera vez.
No hay nada de raro en estas lagunas mentales de mi niñez. De hecho, la amnesia infantil, como se conoce este fenómeno, es universal. La mayoría de la gente no recuerda nada hasta los dos o tres años, y lo que tienen hasta los cinco años son, como mucho, bosquejos. ¿Por qué?
Puente roto
Pues parece que no hay una respuesta sencilla. “Hemos llegado a la conclusión de que hay un buen número de factores que nos permiten retener los recuerdos”, dice Harlene Hayne, de la Universidad de Otago en Dunedin, Nueva Zelanda, quien estudia cómo las capacidades de la memoria cambian en la infancia y la adolescencia. Uno de esos factores podría ser la anatomía cerebral.
Dos grandes estructuras están implicadas en la creación y almacenamiento de la memoria autobiográfica: el córtex prefrontal y el hipocampo. Se cree que el hipocampo es el lugar en el que los detalles de una experiencia se consolidan en la memoria a largo plazo. Y aquí es donde radica el problema. “Solíamos pensar que el hipocampo y los córtices que lo rodean se desarrollaban a una edad muy temprana”, dice Patricia Bauer, quien estudia el desarrollo de la memoria durante la infancia en la Universidad Emory, en Atlanta. Pero las últimas investigaciones han dejado claro que una pequeña parte de esta región, el giro dentado, no madura hasta los 4 o 5 años. Este área actúa como puente para que las señales procedentes de las estructuras circundantes alcancen el resto del hipocampo, de modo que hasta que el giro dentado no está preparado, las experiencias tempranas no se asentarán en el almacén a largo plazo, según Bauer.
Hayne está de acuerdo en que el cerebro continúa su maduración a lo largo de un extenso período de desarrollo, y en que este es un paso importante para establecer la memoria a largo plazo. Pero los niños pueden recordar algunos acontecimientos antes de que esta región esté completamente desarrollada, de modo que esta explicación no puede ser sin más la solución al fenómeno de la amnesia infantil. Y lo que es más, hay sorprendentes diferencias interculturales en la edad de las memorias tempranas. Según un estudio transcultural, la media de edad de los primeros recuerdos para los europeos está en torno a los 3,5 años, comparados con los 4,8 años de los asiáticos orientales y los 2,7 años de los maoríes de Nueva Zelanda. “Estas diferencias no se pueden explicar solo por la madurez cerebral”, dice Bauer. Está claro que el puzle debe de tener más piezas.
Importancia del yo
Mark Howe, de la Universidad de Lancaster, Reino Unido, cree que ha dado con uno de los factores importantes. “Lo que acaba con la amnesia infantil”, sugiere, “es la aparición de lo que llamamos un yo cognitivo”. Se trata del sentido de nuestra propia singularidad, la comprensión de que la entidad “yo” es diferente de la entidad “tú”. Esta habilidad surge aproximadamente entre los 18 y los 24 meses de vida, justo antes de que la memoria autobiográfica empiece a surgir. ¿Podría ser esta la respuesta?
Durante estos últimos diez años, Howe ha investigado dicha idea y ha llegado a la conclusión de que nuestro sentido del yo nos ayuda a organizar la memoria. Lo que hace más fácil recordar, pero tampoco es toda la solución.
El lenguaje y la memoria
Para Harlene Hayne, investigadora de la Universidad de Otago en Nueva Zelanda, el ingrediente extra es el desarrollo de la habilidad lingüística. Para investigarlo, pidió a un grupo de niños entre 2 y 4 años que jugaran con un juguete llamado “la mágica máquina menguadora”, y grabó las palabras que podían decir y entender los niños en ese momento. Entre seis meses y un año más tarde, volvió a entrevistar a los niños y les preguntó sobre el juego. Podían recordarlo y volver a ejecutar algunas de sus acciones, pero en ningún caso usaron una palabra para describirlo que no hubiera formado parte de su vocabulario cuando jugaron con ella por primera vez, aunque su vocabulario se había incrementado enormemente en el ínterin. “Su habilidad para describir la máquina se había quedado encerrada en los términos relativos a su lenguaje en el momento del acontecimiento”, explica Hayne.
El año pasado aparecieron más pruebas de esto cuando Martin Conway y Catriona Morrison, de la Universidad de Leeds, Reino Unido, publicaron un estudio que de nuevo sugería que el contenido de nuestros primeros recuerdos depende de nuestras primeras palabras. Pidieron a adultos que describieran y fecharan sus primeros recuerdos asociados a palabras como “pelota” y “Navidad”. Resultó que los primeros recuerdos acerca de cada palabra clave databan de varios meses después de la media de edad en que adquirimos esa palabra. “Necesitas tener una palabra específica en tu vocabulario antes de ser capaz de fijar recuerdos para ese concepto”, concluye Morrison.
Quizá el sentido del yo provea de una estructura alrededor de la cual organizar los recuerdos, y el lenguaje entonces proporcione un andamiaje más avanzado para la memoria que pueda anclar los detalles en un formato que seamos capaces de recobrar años más tarde. Morrison sugiere que quizá esto podría deberse a que el lenguaje permite que los niños construyan una historia narrativa, lo que les ayuda a consolidar sus recuerdos.
Tradición oral
Un niño de dos años puede identificar un perro, pero hasta que no cumple cuatro no es capaz de pergeñar un cuento sobre su nueva mascota. “¿Es mera coincidencia que la memoria autobiográfica emerja a la misma edad a la que somos capaces de hacer un recuento narrativo de una experiencia?”, se pregunta Morrison.
Hayne y sus colegas estudiaron la importancia de la narrativa grabando conversaciones entre madres y sus hijos en varios puntos entre el segundo y el cuarto cumpleaños de los niños, y anotando si cada conversación incluía elaboraciones (descripciones profusamente detalladas) o simples repeticiones (que se centran en solo uno o dos aspectos del acontecimiento). Diez años después, el equipo contactó con los niños y les preguntó sobre sus recuerdos tempranos. Esto reveló que aquellos cuyas madres incluían muchas más elaboraciones que repeticiones en la conversación tenían recuerdos más claros de una edad más temprana que aquellos cuyas madres tenían una tasa más baja entre elaboración y repetición. Algo que podría explicar también esas asombrosas diferencias entre culturas. Comparados con los asiáticos orientales, los padres norteamericanos y europeos tienden a hablar del pasado más a menudo y con más narración elaborada. Sin embargo, todavía queda una gran pregunta: ¿es posible recuperar esos recuerdos en teoría perdidos?
desenterrados.
Está claro que los niños muy pequeños recuerdan mucho a corto plazo. Como numerosos padres han experimentado, pueden describir con todo detalle un viaje al zoo que tuvo lugar semanas antes. Pero estos recuerdos tempranos son frágiles y podrían no ser jamás agregados al almacén de “sucesos permanentes” de nuestro cerebro. “Lo más probable es que esos recuerdos tempranos ni siquiera lleguen a estar nunca allí”, dice Bauer.
El trabajo más reciente de Hayne, todavía sin publicar, apoya la idea de que esos recuerdos no están consolidados para recuperarlos más tarde. Ella descubrió que la cantidad de información que una persona de 20 años recuerda sobre el nacimiento de su hermano de 15 años es idéntica a la de un niño de 5 años sobre el nacimiento de su hermano solo un mes antes. “Si comparas los datos de adulto con los de niño, son virtualmente idénticos”, comenta. Y concluye que estos recuerdos no se olvidan, sino que simplemente ese recuerdo jamás se almacenó. No obstante, algunos expertos albergan esperanzas de poder recuperar algunos detalles de nuestras primeras memorias. “Creo que están conservados, pero no son accesibles”, opina Conway. Según su opinión, los recuerdos son “instantáneas” de experiencias sensoriales. A medida que maduras, desarrollas el lenguaje, un sentido del yo y otros conocimientos conceptuales que te ayudan a encuadrar esas instantáneas sensoriales y a acceder a ellas. Si fuera cierto, nuestros recuerdos enterrados podrían ser excavados… con solo encontrar las claves adecuadas.
Fuente:
QUO