Un hecho fascinante es que nuestro sistema solar quizás tuvo en sus
orígenes no uno, sino tres mundos habitables al mismo tiempo. Claro
está, hablamos de Venus, la Tierra y Marte, que, no solo estaban en la
zona habitable del Sol, sino que probablemente tenían agua líquida en su
superficie y que, por tanto, satisfacían el laxo criterio de
habitabilidad de los astrónomos (recordemos que el que un planeta sea
«habitable» no implica necesariamente que esté «habitado»). Hoy en día,
de los tres solamente queda uno que siga siendo habitable, nuestro
planeta. La incógnita es cuándo dejaron de ser habitables Venus y Marte
y, por supuesto, si estuvieron alguna vez habitados.
La habitabilidad del sistema solar interior depende de dos factores:
el comportamiento del Sol y el tamaño y composición de los propios
planetas. Desde que el sistema solar se formó hace unos 4600 millones de
años, el Sol ha visto aumentar su luminosidad en un 30%. Este hecho ha
provocado que el límite interior de la zona habitable se haya ido
desplazando progresivamente hacia el exterior, lo que ha dejado fuera a
Venus y ha colocado a la Tierra cerca del borde interno. De hecho, el
Sol seguirá aumentando su luminosidad y, en unos mil millones de años,
la Tierra quedará fuera de la zona habitable y los océanos se evaporarán
para siempre. Curiosamente, aunque el Sol primitivo era menos luminoso,
sabemos que Marte fue habitable durante cientos de millones de años,
como mínimo. Es lo que se conoce como la «paradoja del Sol joven», y que
también es un problema a la hora de explicar las condiciones de la
Tierra primitiva.
Si Venus dejó de ser habitable principalmente por culpa del
comportamiento del Sol, en cambio Marte ya no lo es por sus
particularidades como planeta. Marte siempre fue el menor de los tres
planetas potencialmente habitables del sistema solar debido a la acción
gravitatoria de Júpiter, cuyas migraciones hacia el interior del sistema
provocaron que el planeta rojo tuviese una masa menor de la que le
correspondía. Con un tamaño más pequeño, el calor interno y, por tanto,
su actividad interna siempre fue menor que la de la Tierra o Venus. Esto
provocó que los volcanes marcianos no fuesen capaces de aportar
suficientes volátiles para compensar la pérdida de la atmósfera
provocada por una menor gravedad. El menor tamaño también fue el
causante de que Marte no retuviese una dinamo interna que crease una
magnetosfera potente para proteger la atmósfera del viento solar.
Precisamente, aunque el Sol primigenio era más débil, la emisión de
partículas de viento solar y la actividad en rayos X y en el
ultravioleta era mayor que la actual, lo que aceleró el proceso de
pérdida atmosférica de Marte.
Hasta hace unos años existía un acalorado debate sobre si la mayor
parte de la atmósfera marciana se había perdido al espacio o, si por el
contrario, quedó almacenada en el suelo forma de depósitos de
carbonatos, hielo de agua y hielo de dióxido de carbono. Ahora, gracias
sobre todo a la misión MAVEN de la NASA, tenemos la total seguridad de
que Marte perdió la mayor parte de su atmósfera por acción del viento
solar. En la actualidad, la atmósfera de Marte es tremendamente tenue,
de tan solo 6 milibares de presión y está formada exclusivamente por
dióxido de carbono. Si se sublimasen los depósitos de hielo de dióxido
de carbono que se hallan en los polos marcianos solo lograríamos
aumentar la presión hasta los 50 milibares (malas noticias para los
futuros ingenieros planetarios que quieran terraformar el planeta).
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