¿Qué tienen en común Francis Crick, codescubridor de la estructura del ADN y premio Nobel en 1962, y el antiguo cantante y periodista Rael,
líder de una secta ufológica que defiende el amor libre entre sus
miembros? El vínculo parece improbable, pero existe, y se llama panspermia dirigida: la hipótesis según la cual la vida en la Tierra es producto de los designios de una avanzada civilización alienígena.
Claro que ahí acaban los parecidos. El líder de los raelianos
se basa en su presunto encuentro personal con seres de otro mundo.
Crick, por su parte, se preguntaba cómo era posible que la naturaleza
hubiera inventado al mismo tiempo dos elementos mutuamente
interdependientes para la vida: el material genético –ácidos nucleicos,
como ADN o ARN– y el mecanismo necesario para perpetuarlo –las proteínas
llamadas enzimas–. La síntesis de ácidos nucleicos depende de las
proteínas, pero la síntesis de proteínas depende de los ácidos
nucleicos. Con este problema del huevo y la gallina, Crick y su
colaborador Leslie Orgel razonaban que la vida debería haber surgido en un lugar donde existiera un “mineral o compuesto”
capaz de reemplazar la función de las enzimas, y que desde allí habría
sido diseminada a otros planetas como la Tierra por “la actividad
deliberada de una sociedad extraterrestre”.
Lo cierto es que la panspermia dirigida no desmerece en absoluto el
pensamiento de Crick. Más bien al contrario, revela con qué potencia
funcionaban los engranajes de una mente teórica, incisiva e inquieta,
ávida de respuestas racionales, aunque no fueran convencionales. Para
comprender cómo llegó Crick a la panspermia debemos remontarnos unos
años atrás. Hijo de un fabricante de zapatos de Weston Favell
(Northampton, Reino Unido), Francis Harry Compton Crick (8 de junio de
1916 – 28 de julio de 2004) llegó al final de su infancia con sus
principales señas de identidad ya definidas: su inclinación por la ciencia y su convencido ateísmo. En cuanto a la primera, escogió la física.
Curiosamente, la biología molecular habría perdido
uno de sus padres fundadores de no haber sido por la guerra. Crick
comenzó su investigación en el University College de Londres trabajando
en lo que él mismo describió como “el problema más aburrido
imaginable”: medir la viscosidad del agua a alta presión y temperatura. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial fue reclutado por el ejército para el diseño de minas. Tras el fin del conflicto, descubrió que su aparato había sido destruido por una bomba (en su autobiografía él hablaba de una “mina de tierra”), lo que le permitió abandonar aquella tediosa investigación.
Crick debía entonces elegir un nuevo campo de investigación, y fue entonces cuando descubrió lo que llamó el test del chismorreo:
“lo que realmente te interesa es aquello sobre lo que chismorreas”. En
su caso, “la frontera entre lo vivo y lo no vivo, y el funcionamiento
del cerebro”. En resumen, la biología. O como físico, la biofísica.
Comenzó a trabajar en la estructura de las proteínas en el Laboratorio
Cavendish de Cambridge, hasta que conoció a un estadounidense llamado James Watson, 12 años más joven que él pero ya con un doctorado que él aún no había conseguido.
Los dos investigadores descubrieron que ambos compartían una hipótesis. Por entonces se creía que la sede de la herencia eran las proteínas.
Crick y Watson pensaban que los genes residían en aquella sustancia
ignota de los cromosomas, el ácido desoxirribonucleico (ADN). Y aquel
convencimiento, con la participación de Maurice Wilkins y Rosalind Franklin, alumbraría el 28 de febrero de 1953 uno de los mayores hallazgos de la ciencia del siglo XX, la doble hélice del ADN. El trabajo se publicó en Nature el 25 de abril de aquel año. Crick no obtendría su título de doctor hasta el año siguiente.
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