Dicen que hemos mejorado en matemáticas,
pero disfrutar con ellas sigue estando para muchos pendiente. La
ritmomaquia es un juego que estimuló la mente de los estudiantes de
matemáticas de hace casi mil años y del que se publican artículos de vez
en cuando. Era muy complejo y había varias formas de ganar.
Como en el ajedrez, las hay blancas y negras. El origen del juego no está nada claro y hay quien se lo atribuía al propio Pitágoras. Otros, al muy influyente -y mediocre matemático- Boecio. Sea como sea, está muy inspirado por las teorías de estos, sobre la perfección del número y las armonías de las proporciones numéricas.
El problema principal de este juego es que no se estandarizó, no había reglas fijas y hoy en día hay numerosas variantes. Aunque su gran popularidad a partir del siglo XI llevó a que se escribieran varios tratados sobre el “juego de los filósofos” que era otro de los nombres que recibía. En casi todas destacan tres maneras de ganar a tu rival. Hay que conseguir al menos una pieza suya que, junto con las tuyas, forme una progresión, de alguno de los tres tipos que hay: aritmética (los números forman una escalera en la que para subir un escalón hay que sumar una cantidad fija ejemplo 1, 3, 5, 7...), geométrica (el paso de un escalón al siguiente es multiplicando por una cantidad fija, ejemplo 2, 4, 8, 16...) o armónica (los números invertidos -puestos como denominador de una fracción de numerador 1- forman una progresión aritmética, por ejemplo 12, 6, 4, 3…).
Una de las principales características de este juego es que no es simétrico, como sí ocurre con el ajedrez: aquí las fichas de cada jugador tenían valores distintos. Esto permite estrategias diversas. Las piezas blancas se nombran a veces como “las pares”, ya que contenían la progresión 2, 4, 6, 8 y sus cuadrados respectivos, también pares: 4, 16, 36 y 64 como círculos. Los números de los cuadrados y triángulos blancos se obtienen realizando diversas sumas de números y de cuadrados de números.
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