Nuestros ancestros evolutivos tuvieron que convivir con muchas plantas tóxicas y desarrollaron un gen que hace que las toxinas de estas plantas sean amargas al gusto, para disuadirnos de comerlas.
Los niños probablemente desarrollaron una aversión más fuerte a los alimentos amargos, ya que no han aprendido todavía a distinguir las plantas peligrosas.
Recién a los 20 años aprendemos qué plantas son seguras y perdemos la mitad de nuestros receptores de gusto, haciendo que los vegetales sepan menos amargo.
Fuente:
BBC Ciencia