Parece impensable que en una de las urbes
más modernas del mundo, el ciudadano de a pie encuentre multitud de
trabas a la hora de hacer algo tan común en sociedades desarrolladas
como reciclar. En Hong Kong, una metrópoli con más de siete millones de
habitantes, hay muy pocos puntos de reciclaje y, además, son minúsculos.
Cuatro recipientes de colores -azul para el papel, naranja para el
plástico, amarillo para las latas y plateado para el orgánico-, son el
único refugio para la ingente cantidad de envases o latas que cada
familia genera en un día. Peor aún lo tienen el vidrio, las pilas y
baterías o los aceites, cuyo procesamiento apenas tiene cabida en un
lugar en el que los cubos de desperdicios en cada casa son un poema de
materiales entremezclados. Por si fuera poco, a esta insostenible
situación hay que sumarle en este 2018 un nuevo reto: la prohibición por parte de China de importar a su territorio ciertos materiales para reciclar,
principal salida de la ex colonia británica para deshacerse hasta ahora
de lo poco que llegaba a estos contenedores multicolor.
Hasta el año pasado, Hong Kong exportaba
más del 90 por ciento de sus desechos reciclables a China, además de
servir como puente para reexportar al territorio chino continental los
residuos que otras naciones enviaban hasta la ciudad de los rascacielos.
Sin embargo, esto cambió a finales de 2017 cuando los efectos de la
prohibición de Pekín, -que ya no permite importar 24 tipos de residuos
sólidos bajo la premisa de proteger su medio ambiente- comenzaron a
hacer mella en esta región administrativa especial. Desde entonces, las
autoridades de la ciudad se han visto sobrepasadas y en los muelles se
han acumulado montañas de periódicos, cartón y otros desechos de
oficinas. Otros materiales como el plástico han corrido peor suerte y
han acabado en los vertederos de la ciudad, echando por tierra el buen
hacer de algunos hongkoneses.
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