Tenemos la imagen de que los nativos americanos usaban ambas ornamentaciones cuando guerreaban, pero su función era en realidad más amplia.
Las plumas de aves rapaces y las pinturas conferían a sus portadores
propiedades espirituales, porque procedían del mundo natural, adorado
por los indios. Eso no quita que su simbolismo fuese también muy importante en el momento de combatir.
De hecho, un guerrero ganaba plumas en función de los actos de
valentía que llevaba a cabo en la lucha. Tocar a un enemigo y robarle
armas o caballos eran
algunos de ellos. Asimismo, resultar herido le hacía merecedor de ese
trofeo. Según fuera la acción, adoptaría formas distintas: una pluma
completa indicaba que había matado a un enemigo, y si se le quitaba un pico central, quería decir que además le había arrancado la cabellera.
Cuando estaba partida por el centro, su dueño había sido herido
combatiendo, y si aparecía teñida de rojo, entonces simbolizaba un acto
de máximo valor, como quitársela a un adversario. Los penachos o tocados
–llamados warbonnets en inglés– con más de una decena de plumas, de águila o de halcón, estaban al alcance de muy pocos; era un signo evidente de autoridad. Se lucían únicamente durante las ceremonias, porque en la batalla hubieran sido incómodos.
En cuanto al hecho de pintarse, se consideraba un acto transformador de la personalidad.
Por ejemplo, para los siux oglala conllevaba un cambio fundamental,
como si hubiesen vuelto a nacer. El fundamento de este tipo de creencias
era el animismo propio de los americanos nativos: creían que los
elementos de la naturaleza estaban dotados de alma y entidad divina.
Así, confiaban en que al embadurnarse la cara con tintes naturales
recibirían poderes y energías sobrenaturales, como el coraje y la
fuerza. Un caso muy evidente era el de los exploradores pertenecientes a
la tribu de los pawnees, que se blanqueaban el rostro para lograr las cualidades de sigilo de los lobos, así como su habilidad de seguir las huellas.
Las pinturas de guerra eran propias de las tribus de las praderas, los principales enemigos históricos de los colonos y del ejército estadounidense. Servían como talismán protector para evitar las heridas o la muerte en la batalla.
Por eso, además de la cara, pintaban su cuerpo, así como a sus
caballos. La protección no solo dependía de aplicarse un color
determinado, sino que ciertas formas resultaban más propicias para
lograr seguridad en el combate.
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