Somos seres intextricablemente unidos al lugar del que emergemos: sus condiciones, reglas, relaciones y campos de información nutren y limitan la forma en la que actuamos.
Now here’s a painting of a landscape
Now, the artist who painted that picture
Says something is missing. What is it?
It is I myself who was part of the landscape I painted.
– Quantic-Infinite Regression
Now, the artist who painted that picture
Says something is missing. What is it?
It is I myself who was part of the landscape I painted.
– Quantic-Infinite Regression
Todos sabemos que el lugar y el ambiente
en donde vivimos tienen una influencia en cómo somos, pero difícilmente
dimensionamos hasta qué punto. Creemos generalmente que el lugar es
siempre una cosa externa que no opera cambios en nuestra psique, pero
quizás lo contrario es verdad. Creemos que somos autónomos y la conducta
de los demás no nos afecta de manera sustancial, pero pocos realmente
lo somos. El lugar (con todo su ecosistema y red de relaciones) en la
vida cotidiana se experimenta como un estado mental o un sistema
operativo.
Donde estamos transforma cómo somos, argumenta Adam Alter en el New York Times.
Existen numerosos estudios que nos pueden ayudar a entender hasta qué
punto está abierta una membrana de influencias psicoculturales entre una
persona, sus vecinos (las ideas que pululan) y el lugar en el que
habita.
Un grupo de investigadores hizo un
experimento tirando cartas con un sello postal listas para ser enviadas
en dormitorios universitarios. Los investigadores descubrieron que en
los dormitorios de mayor densidad de alumnos sólo cerca del 60% de las
misivas lograban llegar a su destino (el porcentaje fue mucho mayor en
dormitorios donde se habitaba de manera más holgada); su hipótesis es
que el vivir en un ambiente relativamente hacinado los hacía
desconectarse de sus compañeros. Posteriormente, los investigadores
preguntaron a otro grupo de alumnos cómo habrían respondido en la misma
situación: el 95% dijo que habría llevado la carta al buzón postal sin
importan el lugar donde vivía–esto es evidentemente un ejercicio
imaginario, ya que, como veremos, difícilmente podemos actuar “sin
importar el lugar donde vivimos”.
Dos experimentos con los sorpresivos
poderes de la luz azul nos pueden ilustrar más al respecto. En el año
2000 contratistas instalaron una serie de luces azules en diferentes
puntos de la ciudad de Glasgow. La intención era hacer que ciertos
distritos lucieran más atractivos; después de unos meses el ayuntamiento
notó una tendencia interesante: el índice de crimen había declinado en
los lugares que habían sido bañados en azul. Esto al parecer debido a
que las luces mimetizaban las luces azules características de las
patrullas de policía en buena parte del mundo. La luz azul, sin embargo,
tiene otras cualidades.
En el 2005 la prefectura de Nara, en
Japón, instaló luces azules siguiendo la misma línea de evitar el crimen
en zonas peligrosas. Si bien los resultados fueron los esperados y el
crimen declinó, autoridades japonesas descubrieron un efecto inadvertido
a partir de la fotoestimulación: disminuyó la cantidad de basura en la
calle y el índice de suicidios en estaciones y sitios que eran
utilizados por personas para quitarse la vida. Al parecer la luz azul
tiene una serie de propiedades calmantes, que tal vez tengan que ver en
que este color es el que más eligen las personas como su favorito. (Otros estudios
han mostrado que una pantalla azul de computadora asiste en la solución
de problemas matemáticos o que pacientes prefieren ser tratados por
enfermeras vestidas de azul). Podemos hablar también de ambientes
–jugando a una eco-sinestesia– azules o verdes y rojos, que influyen en
nuestra psicología.
Existen
diferentes formas en las que el lugar en el que estamos presiona
nuestras conductas. Un grupo de psicólogos de la Universidad de
Newcastle halló que trabajadores de una universidad tendían a pagar más
su café o té cuando el sistema de recolección de pago voluntario era una
caja que estaba acompañada de la imagen de un par de ojos que cuando
había una imagen de unas flores. Los investigadores alternaron esta
“caja de la honestidad” con ojos de hombres y mujeres o flores y siempre
hubo más pagos bajo la metáfora de los ojos vigilantes.
Un estudio de la década de los 70,
sugiere que las personas hacen menos trampa resolviendo un examen
cuando son colocados frente a un espejo, lo que se conoce como el efecto
de la autoconciencia en la conducta anti-normativa.
Un efecto inverso
parece propagarse cuando el medio ambiente envía señales de descuido y
poca vigilancia. Estudios sugieren que las ventanas rotas generan más
crimen en zonas donde éstas abundan. Lo mismo ocurre con la basura en la
calle: entre más basura existe en la calle no sólo las personas menos
tiran la basura en los lugares apropiados, sino que también esto parece
fomentar el crimen en la zona. De nuevo es como si hubiera un efecto
psicogeográfico y el caos o desorden del espacio físico en el que nos
movemos se convierte en el espacio mental que detona respuestas como el
crimen.
En un experimento bastante revelador, un grupo de investigadores colocó una serie de fliers de
papel en 139 automóviles en el estacionamiento de un hospital y observó
que hacían los dueños de los mismos. Cuando los dueños salían del
hospital para encontrarse con el estacionamiento llenó de fliers y envolturas de dulces tiradas en el piso, cerca de la mitad tomó el flier de su auto y lo arrojó al piso. Mientras que cuando el suelo estaba limpio, sólo 1 de 10 personas tiraron el flier al piso.
Adam Alter concluye:
Estos
estudios muestran algo profundo, y tal vez un poco perturbador, sobre
qué es lo que nos hace quiénes somos: no existe una versión única de
“tú” y “yo”. Aunque todos estamos anclados en nuestras distintas
personalidades, las señales contextuales muchas veces nos llevan lejos
de esas anclas y es difícil saber quién somos en realidad –o al menos
qué es lo que haremos en ciertas circunstancias.
Podemos
pensar que nosotros sí tenemos un poder de voluntad que evita que nos
arrastre la multitud o el ambiente; pero las señales y la influencia del
entorno en el que vivimos son innumerables y demasiado sutiles. Así la
construcción del ser debe de concebirse de una manera dinámica,
constantemente cambiando según el cariz del momento (el tiempo como
propiedad continua del espacio). Vivir entre árboles, entre personas que
tienen perros, en zonas donde existen muchos bares, en medio de
arquitectura que tiende más hacia formas curvas, etc., todo esto influye
de manera importante en cómo nos comportamos en ciertas situaciones, en
qué pensamos y hasta en nuestra salud. Hasta tal punto el lugar cincela
nuestra forma de ser que hablamos de cosas tan abstractas –y
abominables– como la conciencia de un país o la idiosincracia (algo como
la patria: el paternalismo conductivista). Y aunque no podemos pensar
que el país donde nacimos nos define, si podemos conjeturar la
existencia de egregors o meta-entidades como la argentinidad o la
mexicaneidad, de las cuales participamos en menor o mayor grado.
La epigenética,
la rama de la biología que estudia los cambios genéticos producidos por
el medio ambiente y las relaciones humanas (como el trauma), deja claro
que el lugar (todo el clima físico y mental) en el que habitamos puede
hacer que se expresen (o no) ciertos genes. Así muchas de las
enfermedades que podemos padecer en la vejez son el resultado de los
lugares (en toda su extensión) en los que vivimos de niños.
De manera más
amplia todos vivimos en el mismo lugar. Como anticipó Marshall Mcluhan
en su visión de la aldea global, la sociedad digital tiene mucho de la
sociedad tribal, en la que todos estamos en un estado de cambio
constante, cada uno de nosotros afectando a a todos los demás, sin
verdadera privacidad. Compartir el mismo espacio mediático es compartir
el mismo espacio mental (“la cultura es nuestro sistema operativo”,
decía Terence Mckenna). Evidentemente no actuamos exactamente igual en
las mismas situaciones, pero una persona que pudiera tener una
perspectiva de cientos, tal vez miles de años, se sorprendería ante la
uniformidad de nuestra sociedad. La mayoría de las personas del mundo
viste con más o menos la misma ropa (jeans, t-shirts, las mismas marcas,
etc), utiliza los mismos aparatos de teléfono, televisión, transporte,
etc., ve las mismas películas y programas (y por lo tanto el contenido
de su pensamiento y de sus sueños es algo similar). (Un estudio mostró
que un incremento en películas sobre OVNIs y extraterrestres en la
cartelera incrementó el número de avistamientos entre ciudadanos
británicos). Ante una situación como las presentadas en los estudios
científicos que hemos discutido, la mayoría de nosotros actuaría de la
misma forma –cediendo ante el dictamen del lugar. Ese lugar está en
todas partes y somos todos nosotros. La reflexión va dirigida hacia la
posibilidad de visitar y habitar otros lugares psicofísicos en los que
las reacciones puedan surgir a contracorriente, con irreverente
espontaneidad, aunque por momentos puedan ser absurdas. Operar también
desde ahí, en los espacios liminales, márgenes del camposanto cultural y
filtrarnos hacia las zonas que aún no han sido patentadas de la
conducta y la conciencia humana.
Enlaces a los estudios mencionados en este artículo del New York Times
Tomado de: