Si bien hay muchas enfermedades que son hereditarias, solo un porcentaje de ellas (que además no son las más importantes) están provocadas directamente por los genes y no por nuestro estilo de vida.
Esta pequeña advertencia no se tiene en cuenta la mayoría de veces que se presenta una investigación genética en los medios de comunicación: se ha encontrado el gen del tabaquismo; el gen de la obesidad; el gen de la infidelidad; etcétera.
Por ejemplo, hace unos años, 2.149 hombres a los que se les había localizado un tumor en la próstata participaron en uno de los estudios sobre el genotipo de enfermos de cáncer de próstata más exhaustivos hasta la fecha. ¿Qué era lo que provocaba el cáncer? ¿Por qué había algunos caso en los que el cáncer no derivaba en metástasis?
Se aisló el material genético de los leucocitos de los 2.149
hombres, buscándose los genes más prominentes y esbozando los perfiles
genéticos de todos ellos, a fin de compararlos con los perfiles de 1.781 hombres sanos de su misma edad. El estudio fue publicado en el prestigioso The New England Journal of Medicine,
cuya conclusión era que los hombres que heredasen de sus padres cuatro
genes de riesgo tenían una probabilidad cinco veces mayor de desarrollar
un tumor primario en su próstata.
Sin embargo, tal y como señala el biólogo y bioquímico alemán Jörg Blech,
esta clase de investigaciones pocas veces se refieren la utilidad
clínica del experimento: más bien lo hacen a la forma de procesar la
información recopilada, de tal forma que puedan establecerse
correlaciones de relevancia estadística aparente.
Bajo esta misma filosofía, Peter Kraft, del Departamento de Salud Pública de la Universidad de Harvard, estudió con profundidad el artículo que The New England Journal of Medicine relativo al cáncer de próstata.
En el genoma existen millones de posiciones que son distintas de una persona a otra, los SNP (single nucleotide polymorphism), y funcionan como señales a lo largo del camino del genoma. Según la tesis de la biología molecular, un SNP recurrente indicaría la proximidad de un gen asociado a la enfermedad en cuestión. Estas concentraciones matemáticas se denominan asociaciones.
Sin embargo, Kraft se dio cuenta de que el estudio sobre el cáncer de
próstata comparaba hombres que no eran portadores de ningún gen de
riesgo con hombres que tenían cuatro o más asociaciones.
Pero no se decía nada sobre los hombres con una, dos o tres
asociaciones, a pesar de que eran mayoría en la población (el 90 % de
los europeos presentan este número de asociaciones); y los que presentan
más solo son el 2 % de todos los hombres que participaron en el estudio. Es decir, que el riesgo genético al que alude el estudio solo debería preocupar a una minoría de gente.
Tal y como denuncia Blech en su libro El destino no está escrito en los genes:
Es evidente que las investigaciones en torno a las dolencias monogénicas no son objeto de tales críticas. En esos casos, no cabe la menor duda de que existe una relación directa entre el defecto genético y los graves síntomas producidos por la enfermedad. (…) Estas voces críticas se indignan ante los resultados de los estudios sobre las denominadas patologías poligénicas: enfermedades muy extendidas que dependen de un amplio número de factores. La mayoría de las asociaciones que se presentan a la opinión pública resultan ser, tras un análisis detallado, un ingenioso producto de la estadística sin ninguna base clínica.
Si queréis leer otro sorprendente ejemplo de cómo en ocasiones damos
prevalencia a los genes en vez de al entorno, nos os perdáis la
historia (también entresacada del libro de Blech) de los niños que veían más nítidamente bajo el agua de una remota zona de Tailandia, que al principio casi fueron presentados como X-Men buceadores.
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