La religión no suele pisar el jardín de la ciencia so pena de perder
su estatus: cuando la religión afirma hechos y éstos entran en conflicto
con la evidencia científica, entonces la religión empieza a perder adeptos.
Sin embargo, algunas veces en que la religión ha tomado partido en
las afirmaciones científicas, sus maneras han sido, digámoslo
suavemente, un tanto agresivas. Quemar, torturar, matar, esa clase de agresividad.
Por ejemplo, Miguel Servet las pasó canutas por
poner en duda la trinidad (a la vez que fue el que hizo una descripción
pormenorizada de la circulación de la sangre y de cómo se mezcla con el
aire en los pulmones). Giordano Bruno más de lo mismo
por creer (entre otras cosas) que la Tierra giraba alrededor del Sol y
no a la inversa, como aseguraban determinados credos religiosos. Bruno
estuvo 8 años preso mientras se desarrollaba el juicio en el que se le
acusaba de traición y herejía. Muchas veces se le ofreció retractarse de
sus opiniones pero él siempre se negó. Sabiendo que iba a ser quemado
vivo, siguió con su firme apego a lo que él consideraba cierto.
Wiliiam Tyndale también lo pasó un poco mal por
traducir la Biblia al inglés. Y también fueron perseguidos o prohibidos
por la Iglesia científicos e investigadores como Copérnico, Kepler y Descartes.
La víctima más famosa de la Inquisición probablemente sea Galileo, aunque, al final, tuvo un final bastante “afortunado”: sólo le “enseñaron” los instrumentos de tortura (el potro,
para más señas) y le concedieron la oportunidad de retractarse por
“haber creído y defendido que el Sol es el centro del mundo y está
inmóvil, y que la Tierra no es el centro y se mueve”.
Es natural que Galileo se retractara. Muchos de nosotros lo hubiera
hecho ante la simple visión del potro. Por si os creéis muy valientes,
prestad atención a la descripción que hace del potro el escritor y
viajero William Lightgow, contemporáneo de Galileo:
Al accionar la palanca, la fuerza central de mis rodillas contra las dos tablas me partió por la mitad los tendones de los músculos, y las cápsulas de las rodillas acabaron aplastadas. Se me empezaron a salir los ojos de las órbitas, echaba espuma por la boca y me castañeaban los dientes como el redoble de un tambor. Me temblaban los labios, gemía con vehemencia, y la sangre me brotaba de los brazos, manos, rodillas y tendones rotos. Tras liberarme de esos pináculos del dolor, me dejaron en el suelo con las manos atadas y esa incesante imploración: “¡Confiensa! ¡Confiesa!”.
Esgrimir creencias con un sustento epistemológico débil y una carga
sentimental añadida (como ocurre con el patriotismo, la lengua o el
fútbol) tiene mucho de espinoso, porque las razones que las defienden no
se pueden discutir racionalmente y porque resultan muy frágiles a los
nuevos descubrimientos, de modo que, tal y como explica el psicólogo
cognitivo Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro, no importa la creencia, al final el fundamentalismo puede alcanzar a cualquier individuo:
Aunque muchos protestantes eran víctimas de tales torturas, cuando gozaron de la posición dominante las infligieron con el mismo entusiasmo a otros, incluidas cien mil mujeres que, entre los siglos XV y XVIII, murieron quemadas en la hoguera acusadas de brujería. (…) La tortura institucionalizada en la cristiandad no era solo una costumbre irreflexiva; tenía fundamentos morales. Si uno cree de veras que no aceptar a Jesús como salvador supone un billete para el abrasador castigo eterno, torturar a una persona hasta que admita esta verdad equivale a hacerle el mayor favor de su vida: mejor unas horas ahora que la eternidad más adelante. Y acallar a una persona antes de que corrompa a otras, o convertirla en un ejemplo para disuadir a los demás, es una medida responsable de salud pública.
Afortunadamente, esos tiempos oscuros ya han pasado. La gente se
siente ofendida en sus creencias, por supuesto (ofenderse es un efecto
secundario de la libertad expresión), pero ya no decide torturar o matar a quienes afirman algo que no les parece oportuno
(aunque aún existan algunas teocracias donde eso todavía no es así). La
mayoría de los cristianos devotos en las sociedades modernas son
personas completamente tolerantes.
Por eso tenéis los comentarios de aquí abajo para ciscaros todo lo
que queráis en este artículo. Es vuestro derecho, como lo es el mío
hacerlo posteriormente en vuestros argumentos.
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