Corrían los años 60 y Greg F.
era un joven inquieto y con talento del barrio neoyorquino de Queens
que, como tantos otros, se sintió irremediablemente atraído por la
música y la moda hippie del momento. Entusiasta de Grateful Dead,
escribía canciones y comenzó a experimentar con las drogas
alucinógenas. Sin embargo, nada de eso lograba colmar sus anhelos
espirituales, hasta que entró en contacto con la Sociedad Internacional
de la Conciencia de Krishna, dirigida por el swami Bhaktivedanta. Vestido con su túnica naranja y cantando una y otra vez el Hare krishna,
pareció haber encontrado por fin su lugar en el mundo. Pero durante el
segundo año comenzó a quejarse de que lo veía todo cada vez más borroso.
A los ojos de sus correligionarios no había dudas: estaba alcanzando un
estadio superior de santidad, la luz interior estaba creciendo en él.
Esa explicación pareció conformarle y dejó de quejarse. Poco después su
carácter comenzó a sufrir cambios, mostraba cada vez una mayor serenidad
y en ocasiones podía quedarse horas en un estado de aturdimiento. De
nuevo no había duda para su maestro: eso es que estaba alcanzando la
beatitud. Así fue pasando el tiempo y —tras varios años sin tener
contacto con él— sus padres acudieron a visitarle al templo de Nueva
Orleans en el que residía.
Al verlo quedaron horrorizados. Estaba
gordo, calvo, completamente ciego y con una sonrisa bobalicona en la
cara. Parecía incapaz de mantener una conversación, así que
inmediatamente decidieron llevarlo a un hospital. Allí le diagnosticaron
un tumor cerebral. Aunque era benigno, había crecido hasta el tamaño de
una naranja, de forma que pudieron extirpárselo mediante cirugía pero
los daños que había causado eran ya irreversibles. Ingresado en un
psiquiátrico, allí pasó el resto de sus días en silla de ruedas y con
las facultades mentales seriamente mermadas, en ese estado que su
maestro consideraba de “beatitud”. Nada de esto habría ocurrido de haber
acudido al médico ante los primeros síntomas. En ese centro en el que
vivió lo que le quedó de vida fue tratado por el psiquiatra Oliver Sacks, quien años después escribió esta triste historia en su libro Un antropólogo en Marte, y que posteriormente inspiraría la película The Music Never Stopped (Jim Kolhberg, 2011).
¿Qué conclusiones podríamos sacar de
esto? Pues la primera es que la ciencia moderna nos está arrebatando
toda clase de milagros y santidades. Donde antes estaba la mano de Dios
ahora es cosa de algún tumor, gen o producto químico. Veamos por ejemplo
el caso de San Estanislao de Kostka, patrón de los huesos rotos, un santo polaco del siglo XVI cuya devoción es descrita en esta web de los franciscanos en los siguientes términos:
“El
extraordinario fervor con que hacía la oración. Salía de ella con el
rostro encendido y el corazón jadeante, de suerte que tenía necesidad de
airearse en el jardín, habiendo sido preciso más de una vez aplicarse
paños mojados en agua fría para calmarse. Sus desmayos y éxtasis se
repetían con mucha frecuencia.”
Sin ser médico yo diría que muestra
síntomas de lo que hoy día se consideraría una enfermedad… No obstante,
respecto a su capacidad para levitar cuando se cantaba la Salve sigue
sin haber actualmente una explicación científica. Tal vez Magneto tenga
la respuesta. En el libro La física de los superhéroes James Kakalios
explica el poder de vuelo de este personaje del cómic mediante el
principio de levitación diamagnética. Estamos compuestos principalmente
por agua, cuyas moléculas son diamagnéticas, lo cual significa que sus
campos magnéticos atómicos se alinean opuestamente al campo magnético
externo. Es decir, si se aplica bajo nuestros cuerpos un campo magnético
de intensidad suficiente, la repulsión generada por los átomos que
forman el 70% de nuestro cuerpo podría contrarrestar la fuerza de la
gravedad y hacer levitar a cualquiera de nosotros, a Magneto y al
mismísimo Estanislao de Kostka. Es una posible explicación. Otra es que
aquellos que loaron sus milagros exagerasen un poco.
Pero hay otros muchos santos dignos de mención, como San Buenaventura,
un santo toscano “cuyo rostro reflejaba el gozo” y a quien
caracterizaban las virtudes de la humildad, pobreza, oración,
mortificación y la paciencia, entre otras, y que es considerado el
patrón de los desórdenes intestinales. En la web anteriormente citada,
se describen sus virtudes en unos términos que parecen extrañamente
vinculados a su actividad patronal:
“Grandiosa fue la actividad del Santo de Bañorea como sacerdote, como prelado y como sabio. Pero ni la ciencia ni la acción secaron su espíritu. Espoleado de abrasante amor a Dios y al prójimo, vivió una intensa vida interior, savia que empapaba toda su actividad de efluvios sobrenaturales. Secreto resorte de todo dinamismo sobrenaturalmente fecundo ha sido siempre una robusta vida interior.”
Pero la escatología cristiana no se limita a ser algo… eh, escatológica, en el otro sentido de la expresión. Más allá de brotes epilépticos, levitaciones y efluvios que lo empapan todo, muestra cierta predisposición hacia las representaciones de violencia más extrema. Acompañadas incluso de cierto humor negro, como veremos. Esto no deja de ser una obviedad para cualquier español nacido antes de 1980, así como para cualquiera que haya visto La pasión de Cristo de Mel Gibson, pero merece la pena hacer un breve recorrido por el santoral y especialmente por sus mártires. Al fin y al cabo, “el martirio es como un “test” de la verdad del cristianismo; es, podemos decir, un control de calidad. “Los mártires acreditan con su vida la Realidad de lo que creen y esperan”, en palabras del Vicepresidente de la Conferencia Episcopal, Ricardo Blázquez.
“Grandiosa fue la actividad del Santo de Bañorea como sacerdote, como prelado y como sabio. Pero ni la ciencia ni la acción secaron su espíritu. Espoleado de abrasante amor a Dios y al prójimo, vivió una intensa vida interior, savia que empapaba toda su actividad de efluvios sobrenaturales. Secreto resorte de todo dinamismo sobrenaturalmente fecundo ha sido siempre una robusta vida interior.”
Pero la escatología cristiana no se limita a ser algo… eh, escatológica, en el otro sentido de la expresión. Más allá de brotes epilépticos, levitaciones y efluvios que lo empapan todo, muestra cierta predisposición hacia las representaciones de violencia más extrema. Acompañadas incluso de cierto humor negro, como veremos. Esto no deja de ser una obviedad para cualquier español nacido antes de 1980, así como para cualquiera que haya visto La pasión de Cristo de Mel Gibson, pero merece la pena hacer un breve recorrido por el santoral y especialmente por sus mártires. Al fin y al cabo, “el martirio es como un “test” de la verdad del cristianismo; es, podemos decir, un control de calidad. “Los mártires acreditan con su vida la Realidad de lo que creen y esperan”, en palabras del Vicepresidente de la Conferencia Episcopal, Ricardo Blázquez.
Es costumbre representar a los mártires
junto con el objeto con el que fueron torturados o asesinados (tal como
ocurre con el propio Jesús) y un ejemplo de ello es Pedro Mártir.
Como si de un personaje de película de terror se tratase, suele ser
representado con su característica hacha en la cabeza. Nació en Verona a
finales del siglo XII, era un niño muy estudioso y devoto e ingresó en
la Orden de los Predicadores de los dominicos, posteriormente sería
nombrado Inquisidor de Lombardía y alcanzaría gran renombre por sus
discursos. Hasta que en una conspiración cátaros y gibelinos le
tendieron una emboscada durante un viaje y murió —como el lector
sospechará— mediante un hachazo en la cabeza. Al recibirlo su reacción
fue ponerse a rezar. Viendo que se le agotaban las fuerzas, mojó un dedo
en su propia sangre y escribió antes de morir: “credo”. Debido a la
manera en que fue asesinado y —en línea con este peculiar humor negro
que indicábamos— los fieles acostumbran a invocarlo cuando sufren
jaquecas.
De manera similar, San Clemente
suele aparecer representado junto a un ancla, pues a una se le ató para
a continuación lanzarlo al mar y convertirse así en el patrón de los
marineros. Estos tienen también como patrón a San Erasmo,
torturado con clavos bajo las uñas y finalmente muerto —según posterior
invención popular— debido a que le sacaron los intestinos con un
cabrestante de barco.
Un nivel de crueldad similar mostraron los torturadores de San Blas,
quienes le arrancaron la piel a tiras usando peines de hierro de
cardador y posteriormente decapitaron. Final muy parecido al de San Bartolomé,
despellejado con un cuchillo, que pasó a ser su atributo. Un santo
patrón de… adivínenlo. Curtidores, peleteros y fabricantes de guantes.
Otro caso digno de mención fue el de San Dionisio;
se convirtió en el siglo III en Obispo de París hasta que, como era
costumbre en el Imperio Romano, fue capturado y sometido a toda clase de
tormentos. Fue flagelado, atado con pesadas cadenas, le echaron fieras
para que lo devorasen e incluso fue puesto en una parrilla. Pero estaba
hecho de tal pasta que nada de eso fue suficiente, hasta que finalmente
murió decapitado. También pasó por la parrilla San Lorenzo, que iba tan sobrado que le dijo al emperador Valeriano, presente en el suplicio: “De este lado ya estoy asado; dame la vuelta y cómeme”. Con dos cojones.
Pero no es el único capaz de soltar frases dignas de Bruce Willis en mitad de los mayores sufrimientos. Santa Dorotea, mártir bajo el emperador Diocleciano,
se negó como tantos otros a realizar sacrificios a los dioses y por
ello sufrió toda clase de golpes y maltratos que ella decía sentir como
“caricias de pluma de pavo real”. A continuación, mientras era conducida
hacia su decapitación, dijo a las multitudes que se disponía a ir a un
lugar donde no existe el invierno ni la nieve. Un joven se burló
pidiéndole entonces que le enviara un cesto de flores y frutas y ella,
naturalmente, aceptó el reto. El invierno siguiente el joven recibió en
su casa un cesto con lo que había pedido, entonces se convirtió y
también murió mártir. Fue San Teófilo.
Otros discípulos de Cristo también
sufrieron variados tormentos, para no ser menos. Aquellos lectores que
hayan sido buenos (por ejemplo, suscribiéndose a la revista) el lejano día de su muerte ascenderán al Cielo, en cuyas puertas se encontrarán con San Pedro,
con sus llaves (“Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos”, Mateo
16:18-19). Un santo que también murió crucificado igual que su maestro,
pero con el suplicio extra de que fue boca abajo. Fue él mismo quien lo
pidió, porque se consideraba indigno de morir de la misma forma que
aquél al que negó tres veces.
Parece que cocinar santos era casi una
costumbre, ya que además de San Lorenzo, otro que sufrió un destino
bastante parecido fue San Juan Evangelista. El único
discípulo de Jesús que no lo abandonó en la cruz. Fue introducido en una
caldera de aceite hirviendo, aunque logró salir ileso. Al igual que
ocurrió con San Vito, siendo esta vez agua lo que hervía en la caldera,
de la que también salió indemne.
No puede faltar en un recorrido de este tipo San Sebastián.
Soldado del Imperio Romano nacido en la Galia, tras su conversión al
cristianismo ayudó a otros correligionarios que se encontraban en las
cárceles. Cuando fue apresado se le condenó a ser atado a una columna,
donde fue acribillado a flechazos, de los que no obstante sobrevivió.
Hasta que finalmente fue apaleado y arrojado a la Cloaca Máxima de Roma.
Hoy en día es un icono gay.
El destino no fue más amable con Santa Águeda.
Nacida en el siglo III en Catania, se negó a hacer sacrificios a los
dioses y en castigo fue enviada a un prostíbulo, donde logró pese a todo
conservar intacta su flor (este es un milagro recurrente en las santas,
debían ser muy feas), a continuación el cónsul Quinciniano
ordenó que le arrancaran las tetas con tenazas. Así que adivine el
lector ante qué males se le encomiendan… efectivamente, problemas con
los senos y la lactancia. También son populares en nuestro país los
pasteles llamados Tetas de Santa Águeda.
San Andrés era un
palestino del siglo I que murió supuestamente en una cruz en forma de
aspa. O al menos así lo dictó la tradición posterior, la conocida como
Cruz de San Andrés, presente en la Unión Jack británica y en la Ikurriña. Por su parte, los hermanos San Cosme y San Damián
vivieron en Siria entre el siglo III y IV, son dos santos médicos que
deben invocarse si uno padece peste, inflamaciones de glándulas o
moquillo y cuya particularidad no está tanto en los tormentos que
sufrieron (lo típico: potros de tortura, lapidaciones…) ni en su muerte
(decapitados, como de costumbre) sino en sus métodos de sanación, que
incluyeron un pionero transplante de pierna, concretamente a Justiniano. Lo curioso del caso es que le pusieron la pierna negra de un etíope, siendo él blanco. Un desliz lo tiene cualquiera.
Y aquí concluimos esta breve selección
con uno de los santos cuyo tormento a más artistas ha inspirado e
incluso ha pasado a ser una expresión habitual del lenguaje cotidiano.
Se trata de Juan Bautista, un santo varón dedicado a clamar en el desierto y coetáneo de Jesús, al que bautizó (de ahí el nombre). Herodes Antipas lo mandó encarcelar y durante un baile ante él su hijastra Salomé
mostró tal destreza que el rey le concedió un deseo… No quiso otra cosa
la princesa que pedir la cabeza en bandeja de plata del santo. Así se
hizo.