
Martirio de Santa Águeda, Sebastiano del Piombo, 1520
 
Corrían los años 60 y Greg F.
 era un joven inquieto y con talento del barrio neoyorquino de Queens 
que, como tantos otros, se sintió irremediablemente atraído por la 
música y la moda hippie del momento. Entusiasta de Grateful Dead,
 escribía canciones y comenzó a experimentar con las drogas 
alucinógenas. Sin embargo, nada de eso lograba colmar sus anhelos 
espirituales, hasta que entró en contacto con la Sociedad Internacional 
de la Conciencia  de Krishna, dirigida por el swami Bhaktivedanta. Vestido con su túnica naranja y cantando una y otra vez el Hare krishna,
 pareció haber encontrado por fin su lugar en el mundo. Pero durante el 
segundo año comenzó a quejarse de que lo veía todo cada vez más borroso.
 A los ojos de sus correligionarios no había dudas: estaba alcanzando un
 estadio superior de santidad, la luz interior estaba creciendo en él. 
Esa explicación pareció conformarle y dejó de quejarse. Poco después su 
carácter comenzó a sufrir cambios, mostraba cada vez una mayor serenidad
 y en ocasiones podía quedarse horas en un estado de aturdimiento. De 
nuevo no había duda para su maestro: eso es que estaba alcanzando la 
beatitud. Así fue pasando el tiempo y —tras varios años sin tener 
contacto con él— sus padres acudieron a visitarle al templo de Nueva 
Orleans en el que residía.
Al verlo quedaron horrorizados. Estaba 
gordo, calvo, completamente ciego y con una sonrisa bobalicona en la 
cara. Parecía incapaz de mantener una conversación, así que 
inmediatamente decidieron llevarlo a un hospital. Allí le diagnosticaron
 un tumor cerebral. Aunque era benigno, había crecido hasta el tamaño de
 una naranja, de forma que pudieron extirpárselo mediante cirugía pero 
los daños que había causado eran ya irreversibles. Ingresado en un 
psiquiátrico, allí pasó el resto de sus días en silla de ruedas y con 
las facultades mentales seriamente mermadas, en ese estado que su 
maestro consideraba de “beatitud”. Nada de esto habría ocurrido de haber
 acudido al médico ante los primeros síntomas. En ese centro en el que 
vivió lo que le quedó de vida fue tratado por el psiquiatra Oliver Sacks, quien años después escribió esta triste historia en su libro Un antropólogo en Marte, y que posteriormente inspiraría la película The Music Never Stopped (Jim Kolhberg, 2011).
¿Qué conclusiones podríamos sacar de 
esto? Pues la primera es que la ciencia moderna nos está arrebatando 
toda clase de milagros y santidades. Donde antes estaba la mano de Dios 
ahora es cosa de algún tumor, gen o producto químico. Veamos por ejemplo
 el caso de San Estanislao de Kostka, patrón de los huesos rotos, un santo polaco del siglo XVI cuya devoción es descrita en esta web de los franciscanos en los siguientes términos: 

Pedro Mártir representado en el Retablo de San Antonio Abad, Museo Catedralicio de Astorga
 
“El 
extraordinario fervor con que hacía la oración. Salía de ella con el 
rostro encendido y el corazón jadeante, de suerte que tenía necesidad de
 airearse en el jardín, habiendo sido preciso más de una vez aplicarse 
paños mojados en agua fría para calmarse. Sus desmayos y éxtasis se 
repetían con mucha frecuencia.”
Sin ser médico yo diría que muestra 
síntomas de lo que hoy día se consideraría una enfermedad… No obstante, 
respecto a su capacidad para levitar cuando se cantaba la Salve sigue 
sin haber actualmente una explicación científica. Tal vez Magneto tenga 
la respuesta. En el libro La física de los superhéroes James Kakalios
 explica el poder de vuelo de este personaje del cómic mediante el 
principio de levitación diamagnética. Estamos compuestos principalmente 
por agua, cuyas moléculas son diamagnéticas, lo cual significa que sus 
campos magnéticos atómicos se alinean opuestamente al campo magnético 
externo. Es decir, si se aplica bajo nuestros cuerpos un campo magnético
 de intensidad suficiente, la repulsión generada por los átomos que 
forman el 70% de nuestro cuerpo podría contrarrestar la fuerza de la 
gravedad y hacer levitar a cualquiera de nosotros, a Magneto y al 
mismísimo Estanislao de Kostka. Es una posible explicación. Otra es que 
aquellos que loaron sus milagros exagerasen un poco.

El martirio de San Erasmo, Nicolas Poussin
 
Pero hay otros muchos santos dignos de mención, como San Buenaventura,
 un santo toscano “cuyo rostro reflejaba el gozo” y a quien 
caracterizaban las virtudes de la humildad, pobreza, oración, 
mortificación y la paciencia, entre otras, y que es considerado el 
patrón de los desórdenes intestinales.  En la web anteriormente citada, 
se describen sus virtudes en unos términos que parecen extrañamente 
vinculados a su actividad patronal:
“Grandiosa fue la actividad del Santo
 de Bañorea como sacerdote, como prelado y como sabio. Pero ni la 
ciencia ni la acción secaron su espíritu. Espoleado de abrasante amor a 
Dios y al prójimo, vivió una intensa vida interior, savia que empapaba 
toda su actividad de efluvios sobrenaturales. Secreto resorte de todo 
dinamismo sobrenaturalmente fecundo ha sido siempre una robusta vida 
interior.”
Pero la escatología cristiana no se limita a ser algo… eh, escatológica, en el otro sentido de la expresión. 
Más allá de brotes epilépticos,
 levitaciones y efluvios que lo empapan todo, muestra cierta 
predisposición hacia las representaciones de violencia más extrema. 
Acompañadas incluso de cierto humor negro, como veremos. Esto no deja de
 ser una obviedad para cualquier español nacido antes de 1980, así como 
para cualquiera que haya visto La pasión de Cristo de Mel Gibson,
 pero merece la pena hacer un breve recorrido por el santoral y 
especialmente por sus mártires. Al fin y al cabo, “el martirio es como 
un “test” de la verdad del cristianismo; es, podemos decir, un control 
de calidad. “Los mártires acreditan con su vida la Realidad de lo que 
creen y esperan”, en palabras del Vicepresidente de la Conferencia 
Episcopal, Ricardo Blázquez. 
Es costumbre representar a los mártires 
junto con el objeto con el que fueron torturados o asesinados (tal como 
ocurre con el propio Jesús) y un ejemplo de ello es Pedro Mártir.
 Como si de un personaje de película de terror se tratase, suele ser 
representado con su característica hacha en la cabeza. Nació en Verona a
 finales del siglo XII, era un niño muy estudioso y devoto e ingresó en 
la Orden de los Predicadores de los dominicos, posteriormente sería 
nombrado Inquisidor de Lombardía y alcanzaría gran renombre por sus 
discursos. Hasta que en una conspiración cátaros y gibelinos le 
tendieron una emboscada durante un viaje y murió —como el lector 
sospechará— mediante un hachazo en la cabeza. Al recibirlo su reacción 
fue ponerse a rezar. Viendo que se le agotaban las fuerzas, mojó un dedo
 en su propia sangre y escribió antes de morir: “credo”. Debido a la 
manera en que fue asesinado y —en línea con este peculiar humor negro 
que indicábamos— los fieles acostumbran a invocarlo cuando sufren 
jaquecas.

Aquí vemos a Dionisio en La Crucifixión del Parlamento de París, André d’Ypres, Museo del Louvre
 
De manera similar, San Clemente
 suele aparecer representado junto a un ancla, pues a una se le ató para
 a continuación lanzarlo al mar y convertirse así en el patrón de los 
marineros. Estos tienen también como patrón a San Erasmo,
 torturado con clavos bajo las uñas y finalmente muerto —según posterior
 invención popular— debido a que le sacaron los intestinos con un 
cabrestante de barco.
Un nivel de crueldad similar mostraron los torturadores de San Blas,
 quienes le arrancaron la piel a tiras usando peines de hierro de 
cardador y posteriormente decapitaron. Final muy parecido al de San Bartolomé,
 despellejado con un cuchillo, que pasó a ser su atributo. Un santo 
patrón de… adivínenlo. Curtidores, peleteros y fabricantes de guantes.
Otro caso digno de mención fue el de San Dionisio;
 se convirtió en el siglo III en Obispo de París hasta que, como era 
costumbre en el Imperio Romano, fue capturado y sometido a toda clase de
 tormentos. Fue flagelado, atado con pesadas cadenas, le echaron fieras 
para que lo devorasen e incluso fue puesto en una parrilla. Pero estaba 
hecho de tal pasta que nada de eso fue suficiente, hasta que finalmente 
murió decapitado. También pasó por la parrilla San Lorenzo, que iba tan sobrado que le dijo al emperador Valeriano, presente en el suplicio: “De este lado ya estoy asado; dame la vuelta y cómeme”. Con dos cojones.
Pero no es el único capaz de soltar frases dignas de Bruce Willis en mitad de los mayores sufrimientos. Santa Dorotea, mártir bajo el emperador Diocleciano,
 se negó como tantos otros a realizar sacrificios a los dioses y por 
ello sufrió toda clase de golpes y maltratos que ella decía sentir como 
“caricias de pluma de pavo real”. A continuación, mientras era conducida
 hacia su decapitación, dijo a las multitudes que se disponía a ir a un 
lugar donde no existe el invierno ni la nieve. Un joven se burló 
pidiéndole entonces que le enviara un cesto de flores y frutas y ella, 
naturalmente, aceptó el reto. El invierno siguiente el joven recibió en 
su casa un cesto con lo que había pedido, entonces se convirtió y 
también murió mártir. Fue San Teófilo.

Aquí lo vemos siendo introducido en la cazuela, Martirio de Juan Evangelista en la Puerta Latina, Charles le Brun
 
Otros discípulos de Cristo también 
sufrieron variados tormentos, para no ser menos. Aquellos lectores que 
hayan sido buenos (por ejemplo, suscribiéndose a la revista) el lejano día de su muerte ascenderán al Cielo, en cuyas puertas se encontrarán con San Pedro,
 con sus llaves (“Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos”, Mateo 
16:18-19). Un santo que también murió crucificado igual que su maestro, 
pero con el suplicio extra de que fue boca abajo. Fue él mismo quien lo 
pidió, porque se consideraba indigno de morir de la misma forma que 
aquél al que negó tres veces. 
Parece que cocinar santos era casi una 
costumbre, ya que además de San Lorenzo, otro que sufrió un destino 
bastante parecido fue San Juan Evangelista. El único 
discípulo de Jesús que no lo abandonó en la cruz. Fue introducido en una
 caldera de aceite hirviendo, aunque logró salir ileso. Al igual que 
ocurrió con San Vito, siendo esta vez agua lo que hervía en la caldera, 
de la que también salió indemne.
No puede faltar en un recorrido de este tipo San Sebastián.
 Soldado del Imperio Romano nacido en la Galia, tras su conversión al 
cristianismo ayudó a otros correligionarios que se encontraban en las 
cárceles. Cuando fue apresado se le condenó a ser atado a una columna, 
donde fue acribillado a flechazos, de los que no obstante sobrevivió. 
Hasta que finalmente fue apaleado y arrojado a la Cloaca Máxima de Roma.
 Hoy en día es un icono gay.

San Sebastián, de Rubens
 
El destino no fue más amable con Santa Águeda.
 Nacida en el siglo III en Catania, se negó a hacer sacrificios a los 
dioses y en castigo fue enviada a un prostíbulo, donde logró pese a todo
 conservar intacta su flor (este es un milagro recurrente en las santas,
 debían ser muy feas), a continuación el cónsul Quinciniano
 ordenó que le arrancaran las tetas con tenazas. Así que adivine el 
lector ante qué males se le encomiendan… efectivamente, problemas con 
los senos y la lactancia. También son populares en nuestro país los 
pasteles llamados Tetas de Santa Águeda.
San Andrés era un 
palestino del siglo I que murió supuestamente en una cruz en forma de 
aspa. O al menos así lo dictó la tradición posterior, la conocida como 
Cruz de San Andrés, presente en la Unión Jack británica y en la Ikurriña. Por su parte, los hermanos San Cosme y San Damián
 vivieron en Siria entre el siglo III y IV, son dos santos médicos que 
deben invocarse si uno padece peste, inflamaciones de glándulas o 
moquillo y cuya particularidad no está tanto en los tormentos que 
sufrieron (lo típico: potros de tortura, lapidaciones…) ni en su muerte 
(decapitados, como de costumbre) sino en sus métodos de sanación, que 
incluyeron un pionero transplante de pierna, concretamente a Justiniano. Lo curioso del caso es que le pusieron la pierna negra de un etíope, siendo él blanco. Un desliz lo tiene cualquiera.
Y aquí concluimos esta breve selección 
con uno de los santos cuyo tormento a más artistas ha inspirado e 
incluso ha pasado a ser una expresión habitual del lenguaje cotidiano. 
Se trata de Juan Bautista, un santo varón dedicado a clamar en el desierto y coetáneo de Jesús, al que bautizó (de ahí el nombre). Herodes Antipas lo mandó encarcelar y durante un baile ante él su hijastra Salomé
 mostró tal destreza que el rey le concedió un deseo… No quiso otra cosa
 la princesa que pedir la cabeza en bandeja de plata del santo. Así se 
hizo. 

Salomé recibe la cabeza de Juan el Bautista, Caravaggio
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