Mari Tanitsu y su marido, Mako, trabajan más de 10 horas al día y disfrutan de muy pocas vacaciones. Una vez al año se escapan a algún baño termal en la montaña para reponer fuerzas, y el resto del año esperan a tener algún día libre para salir o simplemente descansar. La última vez que hicieron un viaje largo fue hace cinco años, cuando pasaron cinco días en Hawaii.
Cada mañana, Mari Tanitsu se levanta a las seis y sirve en la mesa el desayuno habitual: dos tazas de café, dos tostadas y un poco de fruta cuidadosamente pelada y cortada. Mako, su marido, come deprisa y se va a trabajar. Es redactor jefe en una revista mensual de automóviles.
Mari se toma su café tranquilamente y se maquilla antes de sentarse frente al ordenador. Desde que dejó de ser empleada de Renault por voluntad propia se dedica a subtitular películas en inglés. Es un trabajo que le impone unos tiempos de entrega muy estrictos, pero le divierte y le permite estar en casa. Vive en un piso pequeño pero agradable de Shimokitazawa, en el distrito de Setagaya, junto a la casa de sus padres. Ahora que su madre ha muerto ya le importa menos, pero fue crucial estar cerca de ella durante los últimos años.
Tradicionalmente los japoneses deben cuidar a sus padres cuando éstos se hacen mayores como signo de gratitud por lo que han recibido de ellos. Es una de las máximas del confucianismo que más hondo han calado en la sociedad. La tradición dice aún más: las esposas de los primogénitos deben cuidar de su suegra, pero Mari se casó con el pequeño de dos hermanos. Su obligación se redujo al cuidado de su madre y de su abuela casi centenaria. Afortunadamente, su padre goza de buena salud y no necesita demasiada atención, pero a Mari le gusta prepararle la comida y acercarse a comer con él. «Así, ninguno de los dos comemos solo», dice.
Tanto Mari como Mako trabajan más de diez horas al día y disfrutan de muy pocas vacaciones. Una vez al año se escapan a algún baño termal en la montaña para reponer fuerzas, y el resto del año esperan a tener algún día libre para salir o simplemente descansar. La última vez que hicieron un viaje largo fue hace cinco años, cuando pasaron cinco días en Hawaii. Este archipiélago del Pacífico es un destino asequible para los japoneses y el lugar predilecto para celebrar bodas.
Pero Mari y Mako no se casaron allí; simplemente disfrutaron de cinco días de sol y playa que se han convertido en la gran excepción de sus vidas. Los alquileres de pisos son muy caros en Tokio y ambos tienen que trabajar mucho para pagar las facturas y mantener un tren de vida confortable. Pero si algo tienen claro es que prefieren esa vida a la de traje y corbata. «Al menos puedo ir a trabajar en vaqueros», dice Mako.
Mari sabe lo que es trabajar en una oficina; lo hizo durante algunos años en Renault. Cobraba más y tenía posibilidades de ascender, pero a cambio tenía muy poca libertad. Ahora la tiene.
Eso es un respiro en una ciudad con tantos asalariados que deambulan con sus uniformes y salen borrachos del metro después de haber ahogado sus frustraciones en el alcohol. Un elevado número de ellos se suicida a los 50 —las cifras más conservadoras hablan de unos 33.000 suicidios al año; el 71% de las víctimas son hombres, según datos de 2009—. Mari comprende, dice, el vértigo que sienten los extranjeros cuando en estaciones de metro como Shinbashi o Shinjuku se encuentran con hordas de hombres con el mismo traje y la misma corbata caminando con su maletín mirando al infinito.
Muchas amigas de Mari están haciendo carrera en empresas privadas. Todavía son jóvenes, pero saben que en algunos años tendrán hijos y se verán obligadas a dejar de trabajar. Las compañías japonesas no facilitan la conciliación laboral y los periodos de baja maternal que conceden son ridículos o inexistentes. Lo habitual es que las mujeres abandonen su puesto, lo cual las aleja, a menudo para siempre, del mercado laboral.
Pese a todo Mari tiene sus pequeños placeres: una parte del día la dedica a cocinar. Hace poco participó en un curso de comida china, aunque su especialidad es la cocina francesa. Siente fascinación por todo lo francés, incluso ahora que han pasado tantos años desde que volvió de Francia. Recuerda con mucha emoción su vida de estudiante en París y hace todo lo posible por seguir hablando el idioma.
En sus ratos libres practica taichi, ve cine francés, hace la compra o se va a mirar tiendas. Shimokitazawa está lleno de pequeños comercios de su gusto, tanto de ropa como de comida o libros. Le gusta pasear por las callejuelas llenas de tiendas de diseñadores independientes y libros de segunda mano. Otras veces se acerca hasta Shibuya, el barrio ‘loco’ de Tokio, que queda sólo a tres paradas de tren.
A diferencia de sus padres, que vivieron el Japón paupérrimo de la posguerra aún muy marcado por las tradiciones, Mari se siente cómoda en su estilo de vida occidental. Ha elegido libremente a la persona con la que quería casarse, disfruta comprando buena materia prima para cocinar, tuvo la oportunidad de estudiar fuera y comparte las tareas domésticas con su marido.
«Algún día quiero volver a París», dice Mari. «¡Tenemos que conseguir Mako y yo 10 días seguidos de vacaciones!».
«Eso es imposible», dice Mako. «Tendrán que ser cinco».
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