Hoy celebramos el Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía. Suena algo lejano, abstracto y burocrático, pero nos afecta mucho más de lo que pensamos. Con estos calores, anticipo de un duro verano, no está de más pensar en los peligros del avance imparable de un desierto, el Sáhara, que empujado por el cambio climático, los incendios forestales y la sustitución del paisaje agrario por especulativas macrourbanizaciones ha saltado el Mediterráneo.
El mayor desierto cálido del mundo hace 5.000 años no existía, era un lugar verde y agradable donde abundaba el agua. Desde entonces no ha hecho más que crecer, cada vez más rápido y más voraz. En los últimos 50 años ha consumido una superficie equivalente a dos veces la de España, un país que sufre como pocos los efectos devastadores de su llegada. Tan sólo debido a la erosión, el 42% del territorio español pierde más de 12 toneladas de suelo fértil por hectárea y año, y otro 12% más hasta 50 toneladas. Para el conjunto del Estado se calcula una pérdida total anual de suelo de 1.156 millones de toneladas, 60 millones de camiones bien cargados cada año.
La diferencia entre desertización y desertificación somos nosotros. La primera se debe a causas naturales imposibles de evitar, pero la segunda es toda culpa nuestra. Sin árboles, sin cultivos, sin pastos, sin agua, millones de personas de todo el planeta han pasado a convertirse en sedientos y hambrientos refugiados climáticos. Huyen del desierto como antes huían de las guerras. Y una vez asentado tiene mal arreglo lograr su retirada.
Hace unos días tuve la suerte de tener en mis manos el retoño de uno de los últimos 231 cipreses del desierto que sobreviven en el Sáhara. Al tocarlo me temblaron las manos. ¿Pasará algo parecido con nuestros bosques ibéricos?Fuente:
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