Supongamos que has decidido acudir a una conferencia y en la primera diapositiva aparece Laurence Fishburne ofreciéndote elegir entre dos pastillas, una roja y otra azul. Como seguramente ya sabrás, si eliges la pastilla azul seguirás habitando el mundo que ya conoces. Si en cambio eliges la pastilla roja entrarás en otra dimensión, en la verdadera realidad, y comprobarás que tu vida anterior era una ilusión. Así comenzaba la trilogía Matrix.
Y tú, ¿cuál escogerías?
En realidad no importa la pastilla que elijas, porque no hay pastilla. Y no porque, digamos, no exista Matrix, sino porque ya está aquí. Porque en realidad siempre lo ha estado.
La fundación Cosmocaixa de Barcelona organizó una exposición titulada Abracadabra que se acompañaba de una serie de conferencias sobre la relación entre la magia y la neurociencia. La primera de ellas tenía como título: Ilusión e ilusionismo: cómo engañar al cerebro con la magia y otros trucos. Los dos ponentes eran Susana Martínez-Conde, directora del Laboratorio de Neurociencia Visual del Barrow Neurological Institute, en Phoenix, y Miguel Ángel Gea, ilusionista madrileño.
(bonito nombre para una profesión: ilusionista)
Fue la doctora Martínez-Conde la que inició su charla con la imagen de Matrix. Y con ese fotograma se anunciaba ya una declaración de intenciones; en cierto modo se rehuía la charla meramente técnica para entrar en un terreno más divulgativo. Y su campo de trabajo es lo suficientemente visual y atractivo como para no abandonar ese plano. Éste es un resumen no exhaustivo y desordenado de lo que allí se dijo. Se renuncia a un hilo fijo. Se sucumbe a la fuerza de los ejemplos y la imagen. Supongo que en el fondo era algo así lo que se pretendía.
Existen tres posibilidades para generar una ilusión: ver lo que no hay, no ver lo que hay, o ver algo diferente a como es.
Yo pienso cuando de pequeño me explicaron el concepto de átomo. Que todo lo que vemos está formado por pequeñas partículas muy separadas unas de otras. Y no sé por qué la primera imagen que elegía era siempre una mesa. De madera. Y no entendía pero me asombraba pensar que esa mesa era en su mayor parte hueca. Hueca pero absolutamente sólida. Una barrera de huecos inexpugnables.
Me convenzo inmediatamente de que no hay pastilla roja o azul. Que no podemos elegir. A lo sumo pretender conocer.
Una de las ilusiones más famosas es la de los objetos imposibles. Éstos son construcciones que pueden representarse pero que, sin embargo, no pueden existir dentro de nuestras tres dimensiones. Uno de los artistas que más trabajó con ellos fue M.C. Escher, aunque el ejemplo más conocido quizás sea el triángulo de Penrose, creado por Oscar Reutersvärd, que ha sido construido en la realidad, y sobre el que se puede ver un vídeo explicativo pinchando aquí.
(La doctora Martínez-Conde sugiere que la ilusión es la base del arte. No me convenzo inmediatamente. Luego pienso que el arte depende de un extrañamiento que sin embargo no llegue a ser del todo ajeno. Acepto su parte de verdad.)
Un tipo de ilusión es lo que se conoce como ceguera. Se distinguen varios tipos: ceguera por el movimiento, ceguera al cambio, ceguera por atención y ceguera a la elección.
Un ejemplo de ceguera por el movimiento lo puedes ver aquí. Si miras fijamente al punto verde que parpadea comprobarás cómo los puntos amarillos fijos van desapareciendo alternativamente. Es un ejemplo claro de ilusión de invisibilidad.
La ceguera al cambio es, si cabe, más espectacular. Un trabajo especialmente conocido es el truco de la carta que cambia de color, diseñado por Richard Weisman, un neuropsicólogo que previamente se había dedicado a la magia. Puedes verlo pinchando aquí. Son tres minutos e incluye todo el proceso que permite llevarlo a cabo. Otro ejemplo de este tipo de ilusión proviene de un anuncio de la televisión inglesa con el que se pretendía aumentar la seguridad hacia los cicloturistas. En él se recrea la escena de un crímen y el espectador debe intentar contar todos los cambios que se suceden en el decorado durante el escaso minuto que dura la escena. Con él pretendían hacer llegar el mensaje de que a pesar de prestar una gran atención, existen multitud de cambios alrededor que nos pasan desapercibidos, por lo que deben extremarse las precauciones. Puedes verlo pinchando aquí e intentar captar todas las variaciones que tienen lugar. Verás que es toda una sinfonía.
El caso opuesto a este último lo representa la llamada ceguera por atención. En el siguiente vídeo verás dos equipos de baloncesto de cuatro personas, unos con camisetas blancas y otros con camisetas negras. Durante treinta segundos escasos debes concentrarte en contar los pases que hacen entre sí los miembros del equipo de blanco. Pero debes prestar especial atención y no descuidarte en ningún momento, porque los movimientos se entrecruzan y es difícil no perder la cuenta.
No, apenas nadie ve al oso. Hay quien incluso conociendo el juego, si presta la suficiente atención, consigue no volver a verlo.
(Al Pacino, en una entrevista hace unos años, decía que la felicidad estaba en la concentración.)
(Mientras avanza la charla me pregunto, tibiamente, para qué servirán todas estas investigaciones, todos estos experimentos. Cuál puede ser su utilidad. Me fascino por el conocimiento, por la extrañeza que suponen, pero no puedo dejar de buscar una aplicación. Me avergüenzo al momento de la falta de perspectiva. La atribuyo a la hora, al cansancio. Me preocupo.)
El último caso de ceguera del que se habló fue el de la ceguera a la elección. La base de este experimento la desarrolló el equipo de Petter Johansson, -puedes ver un vídeo aquí- y su diseño, en esencia, es bastante sencillo. Uno de los experimentadores enseña a los voluntarios dos fotos de personas diferentes aunque con cierto parecido y les pide que escojan aquella que les resulta más atractiva. El proceso se repite con varias parejas de fotografías y, después, se les pide que expliquen los motivos de sus distintas elecciones. Los voluntarios se quedan con las fotografías que eligieron, pero el experimentador está entrenado para cambiar algunas de ellas por las que desecharon sin que se den cuenta. En la mayoría de las ocasiones, cuando los voluntarios explican las razones de su elección, no reconocen el cambio, y lo que hacen es confabular para justificar la elección que en realidad no han hecho. Uno de ellos, por ejemplo, al serle mostrada una mujer rubia, aseguró que la escogió debido a que él prefería a las mujeres rubias, cuando en el momento de la elección había escogido a una mujer morena apuntando precisamente que prefería a las mujeres de pelo más oscuro.
Y ésto es lo que sucede en la superficie, en la ausencia de patología. Aún más fascinante es lo que ocurre al profundizar. Oliver Sacks es un famoso neurólogo que ha escrito numerosos libros sobre casos clínicos, alguno de ellos llevado al cine como en la película Despertares, con Robert de Niro. Su obra más conocida, sin embargo, sea seguramente “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero“. Este título corresponde a un ejemplo real, que fue aprovechado incluso en la serie Ally McBeal para ilustrar un caso en el que un hombre golpeaba a su mujer porque confundía su cabeza con un balón. Es un ejemplo extremo de lo que se conoce como prosopagnosia, o incapacidad para reconocer las caras. Otro ejemplo aún más raro es el llamado Síndrome de Antón, o anosognosia, en el que una lesión cerebral da lugar a lo que se conoce como ceguera cortical. En este caso los pacientes están imposibilitados para ver, pero son incapaces de reconocer su ceguera, tanto a otros como a sí mismos, y confabulan, inventando situaciones o imágenes que realmente no pueden captar pero con las que pretenden rellenar ese hueco sensorial.
Durante la charla alguien pregunta si, conociendo todo esto, podemos realmente fiarnos de los testimonios de un testigo en un juicio. Martínez-Conde responde tajantemente que seguramente no. Comenta que se hizo un estudio en el que se preguntaba a los voluntarios la velocidad a la que circulaban dos coches, uno rojo y otro verde, que sufrían un accidente. Pero las preguntas se podían formular de dos maneras diferentes. En la primera se les preguntaba simplemente por la velocidad que llevaban antes de chocar. En la segunda, sin embargo, se les consultaba sobre la velocidad que llevaban antes de que el coche rojo se estrellara contra el verde. En este segundo caso, el coche rojo parecía ir mucho más rápido que en el primero. (En El País, un artículo recoge que el 80% de las condenas a inocentes se debe a un error de identificación, aunque aquí se mezclan otras causas, más emocionales, más relacionadas con la memoria que con la propia percepción.)
Si hay una ciencia social, es la neurociencia.
Las palabras mágicas son: amor, humor y libertad.
¡Mezcla, mezcla, que tú has venido aquí a mezclar!
¿Has traído tu dedo índice?
Juan Tamariz.
En la segunda parte de la charla, el protagonista fue el mago Miguel Ángel Gea. La interdisciplinariedad enriquece la comunicación, no cabe duda. El mago comenzó su intervención agradeciendo a los científicos el estudio de su disciplina. Sus investigaciones les están permitiendo empezar a conocer por qué funcionan sus trucos. Unos trucos de los que durante años prácticamente lo único que sabían era precisamente que funcionaban.
Es un empirismo tan puro, y un agradecimiento tan creíble, que vuelvo a preocuparme y avergonzarme por mi transitoria falta de perspectiva. Por mi sesgo de inmediata utilidad.
Nos comenta que la magia se basa en tres pilares: elementos técnicos, habilidad e ingenio. Y que pueden mezclarse o usarse independientemente. Que pueden adaptarse. También que en muchas ocasiones los trucos se basan en un condicionamiento. Para hacer desaparecer una moneda que va de una mano a otra, primero hay que mostrar el movimiento varias veces. Después, sin modificar aparentemente nada en ese proceso, es cuando puede desarrollarse el truco. Si la moneda va de una mano a otra, de izquierda a derecha, y si siempre se muestra en una mano o en otra, el cerebro acaba rellenando la información que le falta y le otorga un lugar a dicha moneda. El condicionamiento previo permite que una ligera e imperceptible modificación provoque la sorpresa.
(Pienso en N., científica, que cree en los horóscopos pero que, paradójicamente, se niega a ver cualquier tipo de truco. Porque se escapa a su control, dice.)
También el uso del humor, como parte de un espectáculo, pero también como distracción. Alguien comenta que durante la risa baja notablemente la atención. Pienso en el concepto de la risa como ceguera. Y también en aquello que escuché una vez: los que se ríen son más felices, porque al achinar los ojos, sólo es una mitad del mundo la que ven.
Pero eso seguramente sea otro tema distinto. Para otra ocasión.
El de hoy es el convencimiento de que vivimos en Matrix. Y el primer paso es reconocerlo. El segundo, seguramente, seguir conociéndolo.
PD: En el turno de preguntas alguien comentó que los indígenas americanos no podían ver las carabelas españolas al llegar a sus costas. No porque consiguieran esconderse, sino porque nunca antes las habían visto, porque no las conocían. Martínez-Conde respondió que ya había oído esa historia otras veces, pero que científicamente era imposible, que no suponía más que una leyenda urbana. El responsable del museo dudó también de la historia, porque se sabe que los mayas, en aquellos tiempos, ya fabricaban barcos parecidos. Miguel Ángel Gea estuvo de acuerdo en que seguramente fuera una leyenda. Luego, sonriendo, añadió: pero qué bonita.
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