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15 de diciembre de 2009

Desde la Antártida: Entre pingüinos

Martes, 15 de diciembre de 2009

Desde la Antártida: Entre pingüinos


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La colonia de adelias de la Isla Torgersen es un espectáculo inolvidable. Cientos de estridentes gargantas chillan con fuerza operática, mientras sus dueños baten al aire pares de aletas que parecen caucho. Desde lejos, la masa de cuerpos me recuerda el piso de linóleo de una cafetería no muy bien mantenida donde huele a guano.

Es difícil venir a la Antártida y no hablar de los pingüinos. Ningún otro animal personifica el espíritu de lucha de la vida enfrentada a los elementos como el pingüino adelia (Pygoselis adeliae). Esta pequeña criatura de sangre caliente sobrevive sólo porque está supremamente adaptada, sabiendo lo que es importante, y haciendo lo que es necesario, siempre con una cantidad alucinante de energía.

Esto es especialmente importante para su vida en el océano. Allí, en medio de bloques de hielo que pesan toneladas y que se mueven en todas direcciones, los adelia deben capturar su presa, el krill. Para hacerlo tienen que sumergirse constantemente, buceando hasta 150 metros, en inmersiones que duran entre 2 y 6 minutos. Todo esto, frente al espectro de su mayor enemigo marino, la foca leopardo, que no tiene otro pensamiento en su mente que comérselos.

Los adelias saben que mientras estén en el océano todas las cartas están en su contra. Si no es en el mar, bajo los dientes de la foca, es en el momento en que saltan a tierra, empujados contra las rocas por olas violentas o bloques de hielo afilados como escalpelos. Cuando llegan a tierra están de mal genio, estresados. Y sólo cuando se sacuden el agua y se alisan las plumas, estimulando las glándulas que las mantienen engrasadas e impermeables, termina su transformación de animal marino a terrestre.

Su ciclo anual incluye un período premigratorio de alimentación y engorde, la migración en primavera hacia la colonia, la anidación, el nacimiento de los polluelos, la emigración de la colonia en el otoño, otro período de alimentación y engorde, y luego la muda del plumaje. Esta etapa es especialmente importante para las aves porque el plumaje es la primera defensa contra el agua fría. Además les permite moverse con menos esfuerzo y rapidez en el agua.

Los pingüinos polares tienen el plumaje más denso de todas las aves: hasta 46 de ellas por centímetro cuadrado. A medida que la pluma nueva crece, empuja el tallo de la pluma vieja hacia adentro, de tal manera que nunca hay una grieta que deje piel descubierta. Es como si nunca se quitaran el abrigo.

La situación de los adelia del Archipiélago Palmer es precaria. Según el biólogo Bill Fraser, están condenados a desaparecer. Su existencia está atada al hielo porque allí es donde se reproduce el krill, y allí es donde pueden descansar y ponerse a salvo de las focas. Con el calentamiento de las aguas polares, el hielo marino se forma mucho más tarde en el año, y se forma cada vez más hacia el sur, donde los días son más cortos y oscuros. Para ver el krill, los adelia deben tener al menos un poco de luz. Y para que el krill se reproduzca, necesita el plancton vegetal, que también depende de la luz. Por eso los adelia no pueden migrar hacia el sur a lo largo de la Península Antártica. Y por eso la evolución les ha dotado de un deseo irresistible de reproducirse, que les llega con la primavera, para que los polluelos tengan suficiente alimento. El calentamiento también produce más nevadas durante el verano (por la humedad que se forma en la atmósfera). Y al derretirse la nieve, el agua inunda los nidos de los adelias, matando los polluelos y los huevos.

Las horas que he pasado observando a estos pequeños ciudadanos del hielo se disuelven como minutos. Ellos me han sabido aceptar tan noblemente día tras día, a veces con curiosidad, a veces con indiferencia, a veces recordándome mi lugar cuando me acerco demasiado, a veces acercándose a degustar la nieve justo al lado de mis botas...

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Hasta ahora nadie había pensado que los pingüinos pudieran estar en problemas. Pero en realidad se están convirtiendo en el nuevo emblema de los devastadores efectos del cambio climático. Los adelia, en particular, son la especie mejor estudiada, gracias a la cercanía de la estación de investigaciones Palmer. Los expertos calculan que en todo el continente antártico existen 2 millones y medio de parejas de adelias, pero predicen que, si las temperaturas globales suben 2ºC, el impacto sobre los pingüinos polares (adelias y emperadores) que viven más al norte de los 70 grados latitud sur, es decir la mitad de todos los pingüinos antárticos, será absolutamente devastador.

Es muy probable que estos inofensivos centinelas de los hielos que me miran con sus ojos maquillados de blanco aquí en la Isla Torgersen desaparezcan por completo y para siempre en unos cuantos años. Es difícil acoger esta idea sin sentir una profunda tristeza.

Los pingüinos son los animales más antropomorfos. Todo el mundo se identifica con ellos. ¿Por qué respondemos con tanta emotividad a un pingüino? Quizás porque se sostienen sobre dos patas y caminan erguidos como la gente. Para nosotros son como pequeños humanoides: una convención de meseros, diez mil monjas, una guardería de bebés gorditos con abrigos para el invierno. Son una caricatura de la vida humana. Les gusta la compañía, pero pelean con sus vecinos. Les regalan a sus novias piedras bonitas para el nido, pero también tienen infidelidades, y se divorcian, y se vuelven a casar. Son padres afectivos y ambos ayudan a sacar adelante a los hijos. Viven en colonias que parecen ciudades, están plagados de pandillas de adolescentes, y siempre andan contoneándose a toda carrera, como si tuvieran cosas importantísimas qué hacer.

Los pingüinos adornan los envoltorios de helados, tarjetas de cumpleaños, calendarios, libros y muchos otros atractivos productos. Todo el mundo sabe cómo es un pingüino, pero a la vez hay muchos malentendidos. Son aves, no mamíferos ni peces. Tienen plumas, no pelo. Y no viven en el Polo Sur (que está a 800 kilómetros del mar más cercano y a casi 10.000 pies de altura). Tampoco viven con esquimales ni osos polares, que habitan en el Ártico. Sólo cuatro especies de pingüinos viven en la Península Antártida, el resto vive al sur de Áffrica, Argentina, las Galápagos y otras islas.

Son divertidamente torpes en tierra, pero vuelan en el agua, con una agilidad increíble. Y están entre los mejores buzos del reino animal. Sus plumas están dispuestas como las tejas de un tejado, y son tan espesas que impermeabilizan a su dueño. Y por inimaginable que parezca, padres e hijos se reconocen por su tono de voz en medio de la algarabía de una colonia.

Por lo general existe un limbo entre nosotros y los animales. Ellos nos temen y mantienen las distancias. Pero los pingüinos están entre los pocos animales que cruzan esa frontera. Es como si nos vieran como pingüinos también, tal vez de una especie rarísima. Después de todo, nos sostenemos sobre dos patas, nos movemos en grupos, hablamos todo el tiempo, y nuestros niños se contonean como ellos.

En pocos días me embarco nuevamente en el Laurence M Gould para regresar a Chile y al calor de mis playas en Miami. Trato de imaginar a Torgersen sin sus 3.000 pingüinos. Sería un trozo de roca volcánica silenciosa, excepto por el suave crujir cristalino del hielo contra las rocas, y el ocasional grito de un skúa.

Tomado de Muy Interesante, de aquí y de aquí.
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