Latest Posts:

Mostrando las entradas con la etiqueta siglo XX. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta siglo XX. Mostrar todas las entradas

27 de diciembre de 2012

La longitud del libro durante el siglo XX


Los libros son un tema frecuente en mis reuniones familiares. Nos recomendamos lecturas, alabamos los libros que tenemos en un pedestal y nos entregamos a conversaciones recurrentes. Una de esas conversaciones es lo que me anima a escribir hoy: la discusión de si los libros han tendido a ser más largos con el pasar de los años.

La observación de partida, creo recordar que original de mi padre, es que los libros son más extensos de lo que solían. Especulamos con varias causas que expliquen la inflación de páginas, pero nuestro candidata favorita es una: el invento del procesador de texto. Nuestra hipótesis es que con la llegada del procesador de texto, escribir libros largos —revisarlos, releerlos y editarlos— fue de golpe mucho más sencillo.

De vez en cuando he tratado de localizar datos sobre este tema, pero nunca tuve éxito. Ahora, por fin, he conseguido los datos necesarios para matar nuestra curiosidad. Por muy trivial que sea un asunto —y éste lo es bastante—, a mi siempre me fascinan estas series largas. 

Figura libros

Nota: he procesado 1000 libros, eliminando repetidos y usando la fecha de su primera publicación (información difícil de encontrar). Incluyo medias móviles (±2 y ±4 años) para filtrar ruido, y sugiero cautela con datos previos a 1930 porque la muestra ahí es pequeña. Los datos los he tomado de LibraryThing, una red social de libros excelente, que además recopila y ofrece un montón de datos variados, desde ediciones a apariciones de personajes o lugares.

Se observa una explosión de la extensión de los libros a partir de los años setenta: desde 1970 y hasta hoy los libros se han engordado 100 páginas, una tercera parte, pasando de 270 a 370 páginas de media. (En textos ingleses, que son alrededor de un 20% menos voluminosos que el español.)

# La correlación temporal con el advenimiento del procesador de texto es evidente; además de razonable. A partir de 1970 los libros tienden a ser más largos, el ‘engorde’ fue especialmente intenso durante los ochenta y adelante, aunque tiende a apagarse a partir de 1995. Esto coincide con los hitos de la historia del procesador de texto. Por supuesto, la correlación no es concluyente, pero informativa: la evidencia apoya nuestra tesis de que la popularización del procesador de textos quizás produjo una inflación en el número de páginas de los libros.

# El gráfico deja otras cuestiones abiertas: ¿las tendencias que se observan hasta 1960 son significativas? No está claro si hay efectos causados por las Guerras Mundiales o si la alfabetización tuvo consecuencias. Tampoco son evidentes los efectos de la máquina de escribir ni la aparición de alternativas de ocio. Hará falta una muestra mayor para sacar conclusiones, pero tengo otros 1000 libros anteriores a 1950 para indagar.

# Además me pregunto que ocurrirá con la novela y su extensión en la próxima década. Internet no parece haber tenido aún influencia, pero entiendo que la tendrá. Mi curiosidad, sobre todo, está en saber que pasará con los hábitos del lector: me pregunto si vamos a demandar textos breves, como son frecuentes en internet, si la novela mantendrá su formato, o si volverá la ficción por fascículos. Al mismo tiempo veremos que cambios provoca el libro electrónico al independizar el contenido de la tiranía del peso y el volumen.

Porque, en esencia, lo que observamos es que el libro apenas cambió en los últimos cien años: sigue siendo un texto escrito de unas 300 páginas. Esto sorprende porque en ese mismo periodo se han vivido verdaderas transformaciones: se generalizó la luz eléctrica, la alfabetización se hizo universal, el tiempo de ocio se multiplicó y surgieron alternativas a la lectura, como la radio, la televisión e internet. Sin embargo, el libro mantuvo su formato casi imperturbable durante todo el siglo XX.

Fuente:

Politikon 

22 de marzo de 2010

¿Por qué Einstein inventó el siglo XX?

Lunes, 22 de marzo de 2010

¿Por qué Einstein inventó el siglo XX?

A fines del siglo XIX, Occidente en general se aproximaba lenta pero firmemente a una seria crisis política y cultural: la paz armada y la competencia capitalista entre las potencias europeas desembocarían en la guerra del ‘14 y el ascenso del socialismo y el movimiento obrero en las revoluciones rusas; la pintura se desprendía de la forma, enfilaba hacia el cubismo y, más allá, la abstracción; la música ensayaba disonancias; la literatura iniciaba el camino que la apartaría del naturalismo y desembocaría en el fluir de la conciencia de Proust, Woolf y Joyce; y las matemáticas sufrían los rigores de la teoría de conjuntos, que sacudirían la filosofía y que rematarían en el positivismo lógico.

La física, que en el siglo XIX se jactaba de poder explicar todo lo existente, por su parte, estaba en un brete bastante serio. La triunfal teoría electromagnética de James Clark Maxwell había resucitado los viejos fantasmas del movimiento y el reposo absolutos, que Newton y su mecánica habían desterrado dos siglos atrás. La visión novecentista del mundo había llenado al universo vacío de Newton con éter, una dudosa y repugnante sustancia aristotélica, donde vibraban las ondas electromagnéticas, y que se encontraba en “reposo absoluto” en todo el universo.

Si el éter se encontraba en reposo absoluto, al moverse a través de este éter dormido, la Tierra recibiría una corriente –un viento de éter en contra– de la misma manera que un avión recibe una corriente de aire en sentido contrario a su movimiento. Y este viento de éter –sostenía la teoría– tendría que ser capaz de retrasar un rayo de luz. En 1881 y 1889, los físicos norteamericanos Michelson y Morley hicieron el experimento y no detectaron nada: ningún viento de éter, ningún retraso en el rayo de luz, ningún tipo de movimiento absoluto. La situación era, sin duda, grave: la teoría (electromagnética) predecía una cosa (que el rayo de luz se tenía que retrasar) y los experimentos daban un resultado contrario: la luz no se retrasaba un ápice. ¿Y entonces? Y entonces había que buscar una explicación que arreglara esta discrepancia.

Dos físicos, Lorentz y Fitzgerald, cada uno por su cuenta, sugirieron una solución. Era rara, pero era una solución. Imaginaron que, con el movimiento, las distancias y el tiempo se modifican, y aceptando esas extrañas propiedades del tiempo y el espacio, y haciendo los cálculos apropiados, se entiende por qué el experimento de Michelson-Morley no reveló ningún retraso en el rayo de luz. Al moverse la Tierra respecto del éter, las distancias y los tiempos se modifican de tal manera que el rayo llega a la cita con puntualidad y sin registrar retraso alguno. Pero la explicación tenía un punto flojo: ¿por qué se van a contraer los cuerpos con el movimiento? ¡Si no hay ninguna razón para que lo hagan! En realidad, era una solución de compromiso, una transacción ad hoc, que dejaba a salvo el éter, el electromagnetismo, el rayo de luz que no se retrasaba y la predicción de que se retrasaba. Arreglaba las cosas, pero al costo de un dolor de cabeza. Por primera vez se habían tocado el espacio y el tiempo, esos dioses que reinaban desde la época de Newton, y que parecían intocables. Era chapucero, pero el daño estaba hecho.

Pequeños milagros

No era el único frente de tormenta: hacia fines del siglo XIX, se había profundizado la investigación en el terreno del átomo; primero los rayos X y luego la radiactividad ofrecían avalanchas de datos sin una teoría comprensiva. En el año 1900, Max Plank había propuesto una explicación delfenómeno de la radiación del cuerpo negro (un problema heredado del siglo XIX) que contenía una hipótesis novedosa y sobre todo herética (cuyos alcances el mismo Plank estaba lejos de imaginar). Plank suponía que la energía era emitida de manera discreta, en paquetes, o cuantos de energía, es decir, rompiendo el baluarte de la continuidad que ostentaba hasta entonces el concepto de energía.

Eso, en 1900. En 1903, un muchacho que creía en el éter, y en la continuidad de la energía, empezó a trabajar como empleado en la oficina de patentes de Berna (Suiza). Tenía a la sazón 24 años y estaba terminando su doctorado en Física. No había sido, hasta el momento, un estudiante especialmente destacado, pero que sin embargo fue, al decir de sus jefes, un buen empleado, que en los intersticios del trabajo se dedicó a reflexionar sobre aquellas cuestiones que preocupaban a los físicos: el éter, el movimiento absoluto, los cuantos de Plank. Así son las cosas.

Y ahí llegó el famoso annus mirabilis (año milagroso) de 1905. Milagroso para la física, para Einstein, para el mundo. Ese año curioso y extraño, mientras en Rusia se producía la primera revolución (que culminaría en 1917 y en la perestroika siete décadas más tarde) y el incidente del acorazado Potemkin, mientras nacían Greta Garbo y Osvaldo Pugliese y se fundaba Las Vegas, Albert Einstein, ascendido ya a perito de primera clase en la oficina de patentes, de 26 años de edad, publicó una seguidilla de cinco trabajos en la revista científica del momento, los Annalen der Physik (valga decir que, por esa época, si un científico quería ser por lo menos respetado debía saber más alemán que inglés). Cada uno de ellos apuntaba a una cuestión importante y la resolvía de una manera sorprendente...

Lea el artículo completo en:

El blog de Leonardo Moledo
google.com, pub-7451761037085740, DIRECT, f08c47fec0942fa0