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12 de julio de 2017

Si quieres tener buenas relaciones, sé auténtico

La autenticidad implica ver al otro, con sinceridad, conversar sobre los hechos y compartir los propósitos comunes.

Si quieres liderar, ten conversaciones auténticas. Y si quieres que una relación funcione, preocúpate para que lo que se hable aporte valor a todos.

La autenticidad es mucho más que sinceridad a pecho descubierto. No vale con decir lo primero que se te pasa por la cabeza, tipo “te queda fatal lo que llevas” o “qué desastre de trabajo has hecho”. Esas frases podrán ser “técnicamente” muy sinceras, pero no sirven de mucho. Al otro lo has dejado hecho una lástima y con ganas, seguramente, de devolvértela. La autenticidad va mucho más allá: crea valor a las personas e indaga en los propósitos de lo que nos mueve. Pero la autenticidad no siempre es fácil. No se nos educa para ser auténticos, no nos engañemos. Muchas veces vamos corriendo, diciendo lo primero que se nos pasa por la cabeza o teniendo charlas superficiales, sin darnos cuenta de que, de ese modo, no construimos relaciones sólidas. Pero hay una buena noticia: la autenticidad se puede entrenar y todo pasa por tener conversaciones de calidad con los otros y con nosotros mismos. Veamos cómo conseguirlo, tomando como referencia el modelo de Connolly, Motroni y McDonald en su libro “The vitality imperative”:

- Apariencia o “no te veo”. Aquí se engloban las broncas, los reproches, las charlas banales y huecas o aquellas en las que hacemos oídos sordos al otro. Todas ellas tienen algo en común: vamos a la nuestra y nos importa bien poco el otro. Ni lo vemos, ni nos interesa ni mostramos realmente lo que nos ocurre. Los minutos que invirtamos en este tipo de charlas son un tiempo perdido. ¿Y cómo pasar al otro nivel? La llave maestra es la escucha. Para ello, cuando alguien está en la apariencia y quiere mejorar su relación ha de comenzar con escuchar y con preguntar. De este modo, salimos de los lugares comunes y de demostrar que solo nosotros tenemos la razón. Por ejemplo, si en vez de echarle la bronca por retrasarse, le preguntas (y escuchas): “¿Por qué me entregas esto tarde?”. O si en vez de demostrar que solo tú tienes la solución, indagas “¿Qué crees que deberíamos hacer?”.

- Sinceridad o “me da igual lo que sientas con lo que te digo”. La sinceridad tiene una implicación mayor que la apariencia. En este caso, la persona hace una reflexión de sí misma y habla de lo que le ocurre. Pero, claro, en aras de la sinceridad se pueden soltar misiles que hacen mucho daño al otro. Dar un paso más en la sinceridad no significa mentir con lo que nos sucede, sino expresarlo de un modo que ayude también al otro. ¿Y cómo? A través de aportar datos concretos, no solo interpretaciones personales, y desarrollar la empatía para entender el otro punto de vista. En el ejemplo anterior, podría decirse “cuando tú te demoras en la entrega de tu parte, nos retrasamos en nuestro compromiso y eso me hace sentirme muy mal con el otro departamento, por lo que te pido que…” (en vez de decirle que te sientes muy mal con lo que ha hecho. De este modo, le aportas datos para mejorar en las siguientes ocasiones).

El artículo completo en:

El País


1 de diciembre de 2012

¡Miénteme! O el efecto Lake Wobegon

A todos nos gustan las personas honestas y sinceras. Sin embargo, todos somos deshonestos y mentirosos, al menos en determinados instantes. Todos, en suma, estamos atrapados en el efecto Lake Wobegon.


Lake Wobegon es una población de mentira del estado de Minnesota en la que, según se dice, “todas las mujeres son fuertes, todos los hombres son guapos y todos los niños están por encima de la media.

Es decir, que tendemos a sobrestimar nuestras facultades y capacidades, atribuimos al infortunio el haber suspendido un examen o haber sufrido un accidente de tráfico, pero nos atribuimos los méritos de haber sacado una buena nota académica.

En un sondeo llevado a cabo sobre 829.000 bachilleres por el College Board estadounidense, una organización dedicada a la realización de Pruebas de Aptitud Académica (SAT), sacó una clara conclusión: el 0 % de los encuestados se consideraba por debajo de la media en relación con su “capacidad para llevarse bien con los demás.”

Es lo que los psicólogos sociales llaman sesgo egoísta. También hay otras conductas parecidas que refuerzan el efecto Lake Wobegon: el optimismo ilusorio, la autojustificación o el sesgo endogrupal, es decir, que sobrestimamos las capacidades de nuestro grupo, país, equipo, etc.

Este particular funcionamiento de nuestro cerebro, a todas luces subjetivo y con escaso arraigo en lo real, nos protege de la depresión, mitiga el estrés y mantiene nuestras esperanzas. Es decir, que parece positivo que nos mintamos, es mentalmente sano. ¡Miénteme!

Pero no todo parece tan sencillo. Si bien es emocionalmente atractiva la mentira, puede no serlo tanto si pretendemos construir sociedades más justas y desarrolladas, tal y como señala el psicólogo social David G. Myers en Este libro le hará más inteligente a propósito de los beneficios de los sesgos mentales:
todos esos beneficios se producen a costa de la discordia marital, del boqueo de las negociaciones, de la condescendencia fundada en prejuicios, del endiosamiento nacional y de la guerra. El hecho de cobrar conciencia del sesgo egoísta no nos aboca a adoptar posturas próximas a la falsa modestia, sino a un tipo de humildad que constata tanto nuestros auténticos talentos y virtudes como los méritos de los demás.
Podéis leer más ejemplos sobre el efecto Wobegon en ¿Por qué creemos que somos mejores que los demás, sobre todo al volante de nuestro coche? (y II)

Fuente:

FayerWayer
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