El filósofo Michael W. Apple (1942) es
un especialista en educación, y un experto en la teoría curricular y la
investigación, la enseñanza fundamental, y el desarrollo de las escuelas
democráticas. Es particularmente un estudioso crítico de la teoría de
Paulo Freire. Actualmente es profesor en la Universidad de
Wisconsin-Madison (USA).
Compartimos, con fines únicamente
educativos – pastorales la entrevista que sostuvo con Paula Molina del
Portal “Qué Pasa” de Chile; y aunque se refiere en particular a la
educación chilena (en buena parte del diálogo), consideramos muy
interesante conocer su opinión también sobre los salarios y la
evaluación docente, Singapur, Inglaterra y la excesiva preparación para
las pruebas, que han hecho a los niños restar importancia a la lectura.
“Hemos conseguido que los niños odien leer”
El estadounidense Michael Apple, uno de
los filósofos de la educación más importantes del mundo, advierte sobre
los modelos educativos que está mirando Chile en su reforma, y sobre el
peligro de los test. “Uno no es un número”, sentencia.
“Me preocupa Chile”, dice Michael Apple.
Se trata de uno de los principales
filósofos de la educación en el mundo. Académico estadounidense,
profesor de la Universidad de Wisconsin-Madison, Apple es uno de los
principales teóricos de la pedagogía crítica de Paulo Freire, y la suya
es una mirada inquisitiva sobre la educación en su país y en el mundo,
similar a la que plantea Noam Chomsky en política.
El profesor recibe a Qué Pasa en la capital chilena, hasta donde viajó para ser investido como Doctor Honoris Causa de la Universidad de Santiago.
El profesor recibe a Qué Pasa en la capital chilena, hasta donde viajó para ser investido como Doctor Honoris Causa de la Universidad de Santiago.
—¿Qué le preocupa de Chile?
—Chile ha liderado un tipo particular de
reforma durante las últimas décadas, basada en los vouchers, la
privatización, la profesionalización de los profesores, la selección de
los alumnos. Bachelet está tratando de moderar y cambiar esas reformas.
Es un paquete, pero algunos de sus elementos me preocupan. Uno de ellos
es el de los vouchers. Está ampliamente probado que los vouchers no reducen la desigualdad y que, en el mejor de los casos, la mantienen. En Estados Unidos han tenido efectos muy perversos.
—¿Qué otro aspecto le inquieta?
—Lo que se llama la profesionalización
de los profesores. Daré un ejemplo estadounidense, ya que Chile ha
tomado mucho de allá, desde los Chicago Boys hasta su armamento. Allí
Obama, a quien respeto, propuso que el salario de los profesores
dependiera en parte de los resultados de las pruebas a los estudiantes.
Pero ya sabemos, ampliamente, que si
miro dónde vives y en qué trabajan tus padres, voy a ser capaz de
predecir, con una pequeña variación estadística, cómo te va a ir en
cualquier prueba que te tome. Aún así, el sistema hace que a los
profesores sólo les preocupen las pruebas, y a los niños sólo se los
prepare para contestarlas. Los profesores son menos profesionales, menos
autónomos y la mayoría de los niños recibe una educación poco robusta,
donde no se les enseña ciencia, ni arte, no leen nada importante, porque
sólo los evaluamos según sus habilidades básicas en lectura y
matemáticas. Miro a Chile con los ojos de muchos países, respeto las
luchas por la democracia que aquí se han dado, pero me preocupa que en
la reforma se incorporen ideas que vienen de EE.UU. o Inglaterra, cuando
allá están en el debate.
—¿Hacia dónde miraría usted, en cambio?
—Si Chile va a mirar a otros países,
tiene que saber qué está pasando en ellos. En Inglaterra se está
planteando convertir los colegios en “academias”, que dependan a nivel
local, que compitan entre ellas en un sistema muy similar al que se
impuso en Chile. Eso reduce el presupuesto público para educación, y
favorece a los colegios privados y a las familias que pueden pagarlos.
Sabemos que los barrios determinarán los resultados de los colegios.
Sabemos que los colegios seleccionan a los alumnos, aunque el Estado lo
prohíba. La idea del sistema es que los padres eligen, pero eso no pasa
en ningún lugar del mundo. Los colegios eligen a los niños y a los
padres.
—Descartamos Inglaterra entonces…
—Y claro, hay una nación que, se supone,
valdría la pena mirar: Finlandia. He pasado mucho tiempo en Finlandia, y
me parecería perfecto seguir su ejemplo, si Chile o Estados Unidos, que
también ama a Finlandia, como casi todos los países, hicieran lo que
ellos hacen: doblar o triplicar el sueldo de los profesores, pagar sus
estudios de posgrado, permitir sindicatos poderosos. Y necesitaríamos
además un sistema de seguridad social muy fuerte, para que la diferencia
entre ricos y pobres sea pequeña. En Chile es enorme, igual que en
Estados Unidos, donde además va en aumento. En Finlandia, si un padre
queda sin trabajo, su hijo recibirá ropa de calidad, para que nadie sea
marginado porque no tiene qué ponerse. Si quiero seguir el camino de un
país, no sólo miraría su educación, sino todo lo demás.
—¿Miraría a otros países con buenos resultados?
—Primero, insistiría: los buenos alumnos
y los buenos profesores no se miden en las pruebas. Yo nací muy pobre.
Fui la primera generación de mi familia que terminó la educación
secundaria. Y aquí estoy, soy un profesor. Así que yo sé que, a veces,
las escuelas pueden compensar la pobreza. Pero también sé que la mayor
parte del tiempo no pueden, a menos que la educación se vincule a otras
reformas sociales.
—¿Qué piensa del caso de Singapur?—
En el caso de Singapur hay escuelas de
élite, donde los alumnos reciben una educación creativa, interesante,
orientada a formar doctores, políticos, abogados. El resto de la
población es educado para responder las pruebas. Y luego tienes un
enorme grupo de inmigrantes provenientes de China, India, Filipinas a
cuyos hijos, simplemente, no se les toma la prueba. Shanghái es aun más
interesante. Yo hice clases en Shanghái, que es una ciudad
impresionante. Imagina una ciudad donde todos los edificios son como el
que ustedes tienen en Santiago (la torre del Costanera Center). Se ve
muy rico. Pero en China unos 300 millones de personas han migrado del
campo a la ciudad. Y China desarrolló un sistema de pases de residencia
para moverse de un lado hacia otro. Con los trabajadores hace vista
ciega, porque necesita mano de obra, pero que no les permite traer a sus
hijos a la ciudad. Los niños entran igual, pero quedan sin acceso a la
educación. Los educan de forma ilegal, en fábricas viejas, en garajes
sin calefacción. O los incorporan a programas de “educación especial”,
pero en ningún caso rinden las pruebas. Sólo los niños que tienen
permiso de residencia van a las escuelas públicas y dan las pruebas. Mi
punto es que las mediciones pueden ser muy engañosas. Chile debe
entender que si toma una idea de Singapur, o de cómo se enseña
matemáticas en Shanghái, tiene que preguntarse cuánto sabe de esa
sociedad.
—¿Cuál es la alternativa a las pruebas estandarizadas para medir la educación?
—Tenemos que encontrar formas distintas
de evaluación. En Maine, Estados Unidos, sólo el 25% de la evaluación de
niños y profesores se basa en sus resultados en las pruebas. El resto
es observación, participación, se contempla el portafolio de los
estudiantes, su desempeño en arte, poesía, su capacidad para escribir
ensayos. Son evaluaciones que toman tiempo y trabajo. Pero los
profesores sienten que se les trata como a profesionales, y no sienten
que tienen una prueba sobre su cabeza cada día.
—¿No hay nada que podamos aprender de los resultados de las pruebas?
—Parte de la realidad se puede evaluar a
través de números. En educación, los números son los test. Pero si
usted le pide a alguien que evalúe su día, esa persona no le dará un
número, le va a contar una historia. Uno no es un número, uno tiene un
relato mucho más rico. No me opongo a la evidencia, pero los profesores y
la comunidad deben debatir qué evidencia necesitan. Por qué resultados
van a juzgar a los profesores. La educación no debería tratarse sólo de
pruebas, debería dar a los niños las habilidades para reflexionar sobre
su vida, para pensar en su futuro y el de su nación. Si no, la educación
sería una fábrica. Es en el colegio donde aprendemos a cooperar, a
compartir, a ser solidarios.
—¿Qué pasa con los alumnos frente a las pruebas?
—Incluso en los colegios donde les va
bien, cuando les preguntan a los niños si les gusta leer, responden
cosas como “no, lo odio”. El foco en los test genera una disposición
negativa hacia el aprendizaje. Eso es lo que llamamos el “currículo
oculto”. Los colegios harán cualquier cosa para mejorar su resultado en
las pruebas, porque ellos y los profesores dependen de esos resultados y
se ha convencido a los padres de que eso es lo único que importa. Pasa
en Chile, Estados Unidos, Francia, Alemania. Lo que hemos conseguido es
que los niños odian leer. Y luego nos preguntamos por qué, cuando
tratamos de conversar con ellos, prefieren jugar Angry Birds. Porque les han dicho que leer no es algo valioso para ellos, que sólo vale para tomar una prueba.
—¿Cuánto hay de política en la educación?
—La educación siempre es política. Yo
uso el concepto de “conocimiento legítimo u oficial”. De cientos y miles
de cosas posibles, sólo elegimos algunas para enseñar a los niños. Esa
elección es un acto político.
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