Las carnes tratadas presentan una elevada tasa de carcinogénesis, detectada por procedimientos estadísticos.
El mercado mundial de la carne ha sufrido una convulsión inesperada
que sólo el tiempo dirá si es catastrófica o simplemente causa un daño
moderado. El análisis de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre
los posibles efectos cancerígenos de la carne (la tratada como las
salchichas, embutidos y adobos y la roja o procedente de los músculos de
los animales) permite suponer que en los próximos meses se producirán
descensos en las ventas. Las reacciones entre asustadas y airadas no se
han hecho esperar, desde quienes acusan a la OMS de poca seriedad hasta
quienes proclaman simplemente que “mi carne es buena”, pero ninguna de
ellas ha ofrecido un disrcurso argumentado que contradiga las
conclusiones de la OMS. Que la organización se haya equivocado en la
forma de transmitir la información, con pocas matizaciones y dejando
casi directamente al consumidor que interprete sin más unas estadísticas
alarmantes, tiene importancia, claro, pero no resuelve el fondo de la
cuestión.
Todo cuanto expone el “metaanálisis” es relativamente conocido a
través de estudios anteriores, que son los que precisamente han dado
lugar a las explosivas conclusiones de la OMS. La organización se
preocupa además de estructurar tramos de peligrosidad, con el objetivo
probable de limitar el alarmismo. Las carnes tratadas presentan una
elevada tasa de carcinogénesis, detectada por procedimientos
estadísticos; las carnes rojas (no tratadas) presentan correlaciones
menos definidas, y así lo hace constar el informe. Lo que sí se debe
aclarar es que tanto en un caso como en otro dónde está la causa del
riesgo. Porque es de suponer que no procede de la materia prima (la
carne) sino de los aditivos, mejunjes y alquimia con que se rocía a
dicha materia prima. En el caso de la carne tratada, esta distinción es
muy clara (conservantes, antioxidantes, excipientes, tratamientos de
ahumado, etc.); pero en la carnes sin tratar, el riesgo que debe
precisarse es el asociado a la alimentación del animal o los
anabolizantes, esteroides y otros engordantes que se le suministran para
aumentar la producción. Cualquier formulación del tipo “la carne roja
mata” confunde al ciudadano. Lo que mata es la química orgánica
inorgánica con que se rocían las proteínas para conservarlas.
La industria cárnica ha recibido una advertencia (que sea alarmista o
precipitada no es pertinente para el fondo de la cuestión) que debería
escuchar con atención. Porque, probablemente, volverá a repetirse en el
futuro. La respuesta industrial inmediata sólo puede ser una: demostrar
más allá de toda duda que la carne que se consume no genera problemas de
salud. Como se logre este convencimiento es asunto de las empresas.
Oportunidad tienen para salir de esta crisis con más credibilidad. La
inversión sectorial bien entendida no consiste sólo en construir
modernos mataderos o plantas de transformación; hay que invertir además
en investigación biológica para conseguir conservantes seguros para la
salud.
El problema puede extenderse además a otros ámbitos de la industria
alimentaria. Comer legumbres, verduras y frutas es muy sano, siempre y
cuando estén libres de los pesticidas con que se protegen los cultivos.
En el fondo, la cuestión es que la industria alimentaria no puede ni
debe conformarse con producir y transformar; tiene que ofrecer productos
que no dañen la salud, ni por la materia prima ni por sus añadidos.
Fuente:
El País (España)