El “subidón” que produce lanzarse al vacío desde un avión con un paracaídas en la espalda se debe a la secreción de dopamina,
un neurotransmisor ligado al placer que, normalmente, nos deja con
ganas de repetir la experiencia. Ante el “peligro” físico al que nos
vemos sometidos practicando deportes de riesgo también se secreta adrenalina o epinefrina
que, además de acelerar el corazón, acentúa los sentidos y dilata las
pupilas para que entre más luz por los ojos. Juntas, la adrenalina y la
dopamina inhiben a la zona frontal del cerebro, que es la responsable del control y del pensamiento racional. Y mandan señales al hipocampo
para que almacene todo lo que está sucediendo en la memoria a largo
plazo, a ser posible con todo lujo de detalles. Por eso, cuando una
experiencia es nueva, las neuronas del hipocampo se activan el doble que
ante cualquier otro estímulo, y el tiempo parece durar mucho más, un 36% más para ser exactos, según una estimación publicada hace poco en la revista PLoS ONE.
Y mientras saltamos, ¿somos conscientes de la altitud? Según concluía Kate Jeffrey en un estudio publicado hace poco en Nature Neuroscience,
percibimos las distancias en dos dimensiones. O lo que es lo mismo,
nuestro cerebro calcula bien las distancias en un plano horizontal, pero
no distingue entre “un poco alto”, “bastante alto” y “muy alto”.
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