Diez millones de años parece que es el tiempo de revolucionar un mundo. El Cámbrico y los esquistos de Burgess (Burgess Shale) demuestran
que, dadas las circunstancias apropiadas, los fenómenos evolutivos
pueden ser asombrosamente creativos, trepidantes e ingeniosos en un
periodo de tiempo “relativamente corto”. En un mundo, en donde a partir
de microorganismos tan simples como las bacterias se han originado,
secuoyas, ballenas, arañas, y por qué no decirlo, ornitorrincos,
tendemos a pensar que no hay límites impuestos en esto de evolucionar y
crear nuevas especies con atributos nuevos, únicos y admirables. Sin
embargo, las soluciones a veces no trasgreden ciertos límites sin que,
aparentemente, entendamos bien una razón o un porqué.
150 millones de años tuvieron que esperar
los mamíferos para su gran diversificación. La gloria tenía que llegar
solo cuando desaparecieran los que la confinaban. De una fauna inicial
basada en un puñado de arquetipos morfológicos del tipo ciervo ratón (tragúlidos), musarañas elefantes (macroscelídeos) o gálagos (galágidos) surgen en términos comparativos una pequeña y modesta versión (permítanme la comparación)
de la explosión cámbrica. La radiación ecológica y versatilidad que los
mamíferos podían exponer tenía el paso cerrado por culpa de los grandes
reptiles marinos y dinosaurios que coartaron, con total seguridad, la
capacidad creativa de los mamíferos. Solo 10 millones de años después de
la extinción de los dinosaurios aparecen muchos de los actuales órdenes
de mamíferos reconocibles, entre ellos primates lemuriformes (recordad a Ida)
y ungulados (artiodáctilos y perisodáctilos). La fauna en este periodo
empieza a apuntar a muchos de los diseños que reconocemos y nos resultan
familiares.
Actualmente hay más de 5.000 especies de
mamíferos catalogadas, y (casi) todos comparten un rasgo que va más allá
de tener pelo o producir leche. Casi todos estamos atados a tener siete
vértebras cervicales en el cuello. Las vértebras cervicales son los
huesos en la parte superior de nuestra columna vertebral y forman la
estructura del cuello. Tenemos exactamente siete de estos huesos, un
rasgo que compartimos con todos los todos mamíferos “decentes” del
planeta, es decir, el caballo, la jirafa, la ballena, los gatos, los
Homínidos y por supuesto el ornitorrinco.
-¿Todos? ¡Espera! ¡Todos NO!- el perezoso
es una excepción* porque tiene entre 8 y 10 según la especie. Una
extraña anomalía hasta hace poco no resuelta de la clase Mammalia. En el resto de vertebrados (Tetrapoda)
hay una enorme variabilidad en cuanto al número de vértebras
cervicales. En las aves por ejemplo podemos encontrar desde 25 vértebras
cervicales en el cisne hasta 16 en los patos comunes, en los cocodrilos
8 ó 9, y entre 10 y 17 entre los extintos dinosaurios.
¿Pero…? ¿Por qué los perezosos tienen más
vértebras cervicales que el resto de mamíferos? ¿Por qué todos los
mamíferos están atados al número 7 y en otros grupos no? La primera
cuestión en principio parece clara, el anormal número de vértebras
cervicales del perezoso permite que pueda girar su cabeza en ángulo de
casi 300°, lo que le facilita mover la cabeza en casi todas las
direcciones sin mover el cuerpo. Una clara ventaja para pasar más
fácilmente desapercibido cuando se escruta el mundo desde la lentitud
metabólica del perezoso. Sin embargo quienes no necesitan “cuello”, como
los cetáceos, mantienen el mismo número de vértebras cervicales, y
quienes necesitan muchas más como las jirafas se las arreglan para
incrementar la altura del cuello sin llegar a incrementar el número de
vértebras. Podemos entender el “por qué” desde el punto de vista de la
selección natural, un mayor radio de visión y movilidad del cuello
facilito que se asentara este rasgo, pero desconocíamos por completo
cómo lo hizo el perezoso y por qué otros no lo hicieron igual.
A priori uno esperaría encontrar
toda una panoplia de diseños numerarios en los cuellos de los
diferentes órdenes de mamíferos. Solo el perezoso parecía erguirse
frente a la limitada creatividad numeraria en las vértebras cervicales
de la clase Mammalia.
Por desgracia la liderada rebelión contra el “ortodoxo” número 7 del
cuello ha resultado no ser tan pragmática ni óptima, aunque si
ingeniosa, algo en lo que la evolución tiene una clara predilección.
En el año 2010 un grupo de científicos encabezados por Lionel Hautier dio a conocer en un estudio publicado en PNAS, que las vértebras cervicales adicionales de estos xenartros son en realidad vértebras torácicas, -si! has leído bien…, ¡torácicas!-. En el artículo, Hautier
explica que en los mamíferos el desarrollo de las vértebras torácicas
es mayor que el de las vértebras cervicales. Al parecer existe una
diferenciación clara a nivel embrionario en el momento de la osificación
de las vértebras torácicas y de las vértebras cervicales, gracias a lo
cual pueden ser identificadas. Tradicionalmente las vértebras extras y
más caudales del cuello de los perezosos se habían considerado
cervicales, pero estas vertebras extranumerarias presentan patrones de
osificación con mayor similitud con el desarrollo de las vértebras
torácicas. En el individuo adulto estas vertebras “torácicas” no
presentan costillas y eso quizás confundía su verdadero origen, según el
desarrollo embrionario, estas vértebras extras son retenidas del resto
de las torácicas para incorporarlas al cuello y esto permite al perezoso
ganar algunas vértebras pero no generándolas de novo sino secuestrándolas del tórax.
Llegados hasta aquí el lector podrá
preguntarse ¿por qué entonces este conservadurismo en el cuello de los
mamíferos? Este pequeño resumen, no cierra el debate sobre el número de
vértebras en los mamíferos, sólo certifica el “consevadurismo
mamiferoide” por el número 7. El perezoso no tiene más vértebras
cervicales que cualquier otro mamífero, salvo por esas 2 ó 3 vértebras
“secuestradas” del tórax, de la misma manera que el pulgar extra del
panda es el resultado de la incorporación del hueso sesamoideo para una
nueva función insospechada ya que el panda sí que disponía de un
verdadero pulgar, aunque no oponible. Gould, en su ensayo “El pulgar del panda”,
comentaba que para el panda, reorganizar la disposición del verdadero
pulgar era tal vez más complejo genéticamente que reclutar un hueso de
la muñeca. Quizás para los mamíferos aumentar el número de vértebras en
el cuello puede ser a nivel genético de una complejidad tal, que
cualquier otra solución, como la de secuestrar vertebras del tórax,
donde sólo basten unas cuantas mutaciones en los genes hox
(genes que regulan el desarrollo embrionario y morfogénesis del
individuo) puede ser más factible que la mutación que origine el
incremento de una sola vértebra, a lo mejor sea solo una cuestión de
probabilidad estadística y esas mutaciones nunca aparezcan. La jirafa
es, sin duda, un buen ejemplo de ello.
La solución óptima habría sido generar dos (o tres) nuevas vértebras, pero para los mamíferos generar vértebras cervicales de novo parece que es tan improbable como para los Tetrápodos generar nuevos dedos a partir de la generalizada pentadactilia.
A pesar de la explosión de formas que se
produjo tras la extinción de los dinosaurios el número 7 se ha mantenido
atado a nosotros como una configuración cardinal de nuestro pasado
sinápsido. Las oportunidades de explotar todas las posibilidades están
ahí, como por ejemplo si han sabido hacer las aves. Pero ya vemos que
las soluciones, aunque eficientes, no son siempre las óptimas y la
evolución es un bello ejemplo de esto.
Fuente:
Habllando de Ciencia