Estás en el cine viendo una buena película de terror. Eres de los que se meten rápidamente en la historia viviéndola casi como propia. Ingieres las palomitas a marchas forzadas sin quitar el ojo de la pantalla. Sabes que algo terrible está a punto de suceder. ¡Qué nervios! De repente un fuerte sonido junto a la inesperada aparición del horror te hacen dar un brinco en el asiento. Cambiemos de tercio. Alguien te muestra una sustancia viscosa, o quizá un pequeño animal como una serpiente o una araña, y la mueca de tu cara es un poema, tuerces el gesto, quizá apartas la mirada, tal vez sientes un pequeño escalofrío. Ahora alguien te cuenta un cotilleo y es un bombazo, o quizá una tremenda grosería de quien menos te la esperabas, no das crédito, te has quedado con la boca abierta y los ojos como platos, no puedes pensar en otra cosa. ¿Ahora qué tal un regalo? Te lo has merecido después de tantas emociones seguidas. Es algo que hace que te sientas bien, sonríes, te animas y ves las cosas de otro color, sin tantas tensiones, así que debe de ser un buen regalo. Son las emociones, pero, ¿qué son?
Nunca han faltado pensadores que les dedicasen su atención. Las primeras concepciones sobre las emociones se engloban dentro de reflexiones más generales sobre la naturaleza del comportamiento humano. Desde el racionalismo griego, con representantes como Platón y Aristóteles, y cuyas ideas dominaron el panorama intelectual durante siglos, se concebía al hombre como un ser racional, consciente de sí mismo, conocedor y controlador de las fuentes de su conducta y plenamente responsable de sus actos mediante el libre ejercicio de su voluntad. Las emociones, llamadas pasiones en el mundo clásico, eran aquí peligrosos impulsos irracionales que debían ser sometidos por la razón. Siglos más tarde, el empirismo inglés supuso una ruptura importante con esta tradición. Autores como Hobbes, Locke, Hume, Mill y otros, consideraron que las emociones estaban sometidas por mecanismos y principios que se pueden estudiar. También tuvo gran repercusión el dualismo mente-cuerpo de Descartes, quien concebía las emociones como el resultado de la interacción entre el alma racional, sede del pensamiento y la voluntad, y los procesos irracionales, automáticos y mecánicos, del cuerpo. Pero el cambio decisivo, no ya solo sobre las emociones en particular, sino en general sobre la manera de entender la propia naturaleza del ser humano y hasta de la vida en sí misma, llegó en el siglo XIX con el evolucionismo formulado por Darwin y Wallace, cuyos conceptos y principios fundamentales pasan a ser la adaptación, la supervivencia y la reproducción, para hombres y animales por igual.
Bajo la nueva pespectiva evolutiva, las emociones debían tener algún valor práctico, debían cumplir alguna función relevante para la supervivencia que explicase su perduración en la filogenia, y fue Darwin el primero en manifestar la función adaptativa de las emociones en La expresión de las emociones en el hombre y los animales (1872), argumentando que sirven para facilitar la conducta apropiada a cada situación, enfatizando la relevancia comunicativa de los aspectos expresivos emocionales, y observando que tanto «los animales como el hombre» expresan emociones similares en situaciones parecidas, lo que venía a probar la continuidad evolutiva de las expresiones emocionales desde las especies consideradas inferiores, siendo coherente con las ideas que expuso primero en El origen de las especies (1859). Este nuevo marco teórico permitió el desarrollo de importantes y variadas líneas de investigación e incrementó el interés por el estudio de las emociones.
No obstante, el estudio de las emociones estuvo un poco marginado, durante la primera mitad del siglo XX, por la primacía del conductismo, y en los años setenta por el cognitivismo. La primera de estas dos importantes corrientes en la historia de la Psicología, en su afán por abordar un estudio empírico sistemático del comportamiento humano, se centró exclusivamente en la observación y medición de las respuestas y signos externos observables y cuantificables, y aunque hizo importantes contribuciones al estudio del aprendizaje (es la época de Paulov, Skinner, Hull, Tolman, etc, y el inicio del condicionamiento clásico y operante), despreció las emociones por sus connotaciones «mentalistas», ya que en aquellos momentos, a las emociones se las consideraba algo subjetivo, interno, mental, algo solo investigable mediante «introspección», una técnica despreciada por representar justo lo opuesto a como entendían los conductistas que se debían hacer las cosas. La segunda corriente, por su parte, centrada en el estudio de la cognición y fuertemente influida por los conceptos de la teoría informática de la cual adoptan una nueva terminología (de aquí viene la «metáfora del ordenador» y es cuando se empieza a hablar en términos de «procesamiento de la información», programas, circuitos, redes, etc), ignoró la interferencia o posible influencia de las emociones en estos procesos.
La Psicología siempre se interesó más por el estudio de los procesos cognitivos que de los afectivos. De hecho, se llegó a pensar que las emociones no tenían ninguna función, sino que eran remanentes filogenéticos que incluso perjudicaban nuestras destrezas y capacidades, algo que por otra parte no es extraño viniendo de una cultura que tradicionalmente ha distanciado siempre la razón de la pasión, otorgando más valor y poder a la primera que a la segunda, influencias de las que la comunidad científica, como personas en el seno de una sociedad y cultura determinadas, tampoco se libra.
Sin embargo, la mayoría de los
investigadores acababan, sin pretenderlo, tropezándose, tarde o
temprano, directa o indirectamente, con las emociones en sus estudios
sobre otros procesos psicológicos como el aprendizaje, la memoria, la
atención, etc. Todo esto es lo que ha propiciado que el estudio de la
emoción se haya realizado desde perspectivas y orientaciones dispares
generando una importante diversidad terminológica y conceptual que no
allana precisamente el camino hacia su entendimiento. Es decir, no solo
no será fácil definir qué son las emociones, sino que además la
definición es distinta y siempre parcial variando según autores,
estudios y enfoques. En una primera aproximación que intente entresacar
algo en claro de esta «torre de Babel» emocional, revisando la
literatura disponible, nos encontramos con cuatro elementos o
dimensiones señalados en relación con las emociones: la presencia de
determinados cambios fisiológicos en parámetros como la
frecuencia cardíaca, la tensión muscular o la actividad electrodérmica,
por poner algunos ejemplos, que involucra al sistema neuroendocrino;
una «tendencia a la acción» o afrontamiento,
que significa que las emociones preparan al organismo para dar una
respuesta, como por ejemplo huir cuando se tiene miedo; una experiencia
subjetiva o sentimiento, que son las
sensaciones que percibimos de nuestro propio cuerpo y que nos permiten
darnos cuenta de que estamos enfadados, tristes, temerosos, contentos,
etc; y un proceso cognitivo de análisis de la
información emocional en el que la emoción resultante está determinada
por la interpretación que la persona hace de la situación que está
viviendo.
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