Ayer estuve con mis peques observando Júpiter en el Observatorio Sabadell de la Agrupación Astronómica de Sabadell. Fue, aparte de divertido, muy formador. Mi hijo no paraba de preguntar: ¿Cómo se formaron los planetas? ¿Cómo se formó el Sol? ¿De dónde salieron los cometas? Continuamente interrumpía al conferenciante y yo trataba suavemente de evitarlo. El conferenciante, amablemente, me dijo que lo dejara, que le gustaba que los críos le hicieran preguntas.
La cuestión es que me recordó un artículo escrito hace tiempo pero que todavía me impacta cuando lo releo:
(…) lo peor de todo, es no saber cómo compartir lo que viví con otras personas. No sé explicarlo. Y si lo explico, me quedo corto. La sensación de verles [a los niños] comprender las cosas es indescriptible. Ver cómo se les abren más los ojos. Ver cómo con cada respuesta les vienen más dudas. La máxima ejemplificación de la duda e incluso me atrevería a decir de la curiosidad en la ciencia, son ellos. Ellos que se sirven de las nuevas respuestas para plantearse nuevas preguntas. Ellos que no tienen tabús ni miedos en preguntar. Ellos que con su inocencia no tienen reparos en aventurarse con preguntas por las que unos años más tarde les tildarán de “tontos” o “estúpidos”, sin saber que el hecho de realizar la pregunta les pondrá inmediatamente por encima de esos que les faltaran el respeto. Lo sé yo y lo sabéis vosotros. Sucederá. Un día les ahogaran la duda, la curiosidad. Simplemente espero que ese momento llegue muy tarde. O quizá, que dentro de mis posibilidades, pueda poner un granito de arena por retrasar ese instante lo máximo que pueda. Mientras yo pueda, mientras se me permita, intentaré que ese momento no llegue nunca.
Ahogar la curiosidad del niño, elimina precisamente lo que nos hace humanos.
Vía @AlbertoFerSie en Cerebros no lavados
Tomado de: