Aquellos libritos valían, si la memoria no me falla, 5 o 6 pesetas, pero era mucho más económico cambiarlos que comprarlos. La fórmula era la siguiente: por la primera novelita se pagaba un duro, que mi padre me daba sin renegar, porque en mi casa no se regateaba el dinero para lectura, aunque había poco —había poco dinero en mi casa y en el país, allá por 1972 o 1973, antes de la democracia, la movida, el boom del ladrillo y la vida a crédito—. Lo de novelita era literal, cabían en el bolsillo del pantalón, solían extenderse por unas 100 o 150 páginas, estaban escritas en un papel ceniciento, sobadísimo de tanto cambiar de manos. Las había de tres tipos. Románticas, del oeste y de ciencia ficción. A mis trece años, las novelas románticas me traían sin cuidado. Las del oeste, que firmaba el entrañable don Marcial Lafuente Estefanía, me aburrieron pronto. Decía Borges que todas las historias de la literatura universal eran más o menos iguales —alguien nace, alguien muere, un forastero llega al pueblo—. En las novelas de Estefanía, siempre llegaba un forastero —altísimo— al pueblo, acribillaba a los malos y se casaba con la chica, que iba alternando entre ser la maestra, la hija del ranchero arruinado, o la puta arrepentida en sus obras más arrebatadas.
Pero las novelas de ciencia ficción eran otra cosa. Aún no consigo explicarme el extraño mecanismo que hizo posible que aquellas obras, casi todas procedentes de los pulp magazines norteamericanos, se tradujeran al castellano y acabaran en aquella colección de tapas negras, con dibujos brillantes y futuristas de cohetes espaciales, planetas con anillos y monstruos alienígenas. Cada sábado compraba (no, canjeaba, ya lo he dicho, pagando 2 o 3 pesetas y dando la novela anterior) una nueva, que normalmente me había acabado el domingo por la tarde o como muy tarde el lunes. Algunas veces me daba tiempo a leerla dos veces antes de ir al quiosco.
Una de las pocas que no cambié, invirtiendo en ella cinco pesetas que me rentaron durante años se llamaba Cuando se detengan las estrellas. He perdido la cuenta de cuantas veces la leí, pero apenas recuerdo ya el argumento, cuarenta años no pasan en balde. Era más o menos así —o así lo estoy reinventando mientras escribo—: el prota moría en la primera página, pero era una muerte de mentirijillas. En la segunda página despertaba fenomenal de salud en un sitio extraño, un mundo confinado en cuyo cielo se movían, velocísimas, las estrellas.
Aquella idea de las estrellas móviles no podía ser más intrigante. ¿Qué podía hacer que las estrellas, fijas desde la Tierra, se desplazaran a toda velocidad en el cielo? A lo largo de la historia, se repetía una y otra vez un oráculo: la vida será menos dura y más tolerable —el mundo al que había despertado nuestro héroe era un lugar asfixiante y autoritario— cuando las estrellas se detengan.
Y al final se detenían y se revelaba el misterio, el mundo de la novela no era sino una gigantesca nave espacial que viajaba a velocidades siderales hacia un planeta virgen, donde empezar de nuevo. No eran las estrellas las que se movían, sino la nave. El efecto era, supuestamente, parecido al de un AVE que pasa a toda velocidad por delante de una hilera de farolas. El observador en la ventanilla cree ver luces corriendo contra su ventana y si el ferrocarril se moviera lo bastante suavemente y el viajero acabara de despertar, amnésico, en el vagón, no tendría manera de saber que es él quien se mueve, en realidad, a bordo de un tren bala.
Si lo pensamos mejor, no obstante, la idea hace agua. ¿Por qué? Porque la nave no podía viajar más deprisa que la luz y las estrellas están muy separadas entre sí. En nuestra metáfora ferroviaria, necesitaríamos cuatro años para llegar desde la primera farola (por ejemplo la Tierra) hasta la farola más cercana (Alpha de Centauri). Así que la luz de ésta nos parecería siempre fija, como fijas nos parecen las estrellas.
Hay una noción que siempre se me ha antojado inquietante. Si todas y cada una de las estrellas de la galaxia excepto el sol se extinguieran de golpe, tardaríamos cuatro años en que nos llegara la primera pista (Alpha de Centauri desaparecería del telescopio) y harían falta 20.000 años para que contempláramos apagarse la Vía Lactea.
Otra forma de decir lo mismo. El universo que contemplamos cada noche ya no existe. El cielo estrellado es una foto fija del pasado, en realidad de muchos pasados superpuestos. La luz que nos llegue esta noche de Sirio, partió de la estrella un año antes de que naciera mi hijo Héctor. La que nos llega del centro de la galaxia empezó su viaje por la época en que el hombre de Cromagnon se extendía por Europa. La fotografía que contemplamos hoy de Andrómeda fue tomada antes de que el Homo Sapiens pisara la Tierra.
Y es que las estrellas se mueven, como quería el autor de la novelita de mi infancia, pero lo hacen relativamente, como pasas en un pastel que se hincha al horno, separándose unas de las otras a medida que la masa se infla. El universo se expande y a medida que lo hace las galaxias —las pasas en el pastel cósmico— se separan entre sí.
Y como pasas en un pastel o lunares en un globo que se hincha, cuanto más distantes están las galaxias más deprisa se separan. La luz, incansable, viaja entre una y otra, agotándose por el camino, corriendo su frecuencia cada vez más al rojo a medida que la distancia a recorrer aumenta.
El tono de la sirena de una ambulancia, o un coche de bomberos suena cada vez más agudo a medida que el coche se aproxima y luego cada vez más bajo a medida que se aleja, un fenómeno que llamamos el efecto Doppler en honor del físico Austriaco del mismo nombre, el primero en caer en la cuenta, allá por 1842. El cambio relativo en frecuencia puede explicarse así. El sonido de la sirena es una onda que se mueve con la ambulancia que lo emite. Cuando la fuente de ondas se mueva hacia el observador —ese héroe de los físicos, armado hasta los dientes con reglas y relojes—, cada una de las sucesivas crestas se emite desde una posición mas cercana (al observador) que la anterior. Por tanto, el tiempo entre la llegada de dos crestas se reduce. Pero el tono de un sonido no es otra cosa que el número de crestas que nuestro oído percibe por segundo, una cantidad que llamamos frecuencia de la onda. A mayor frecuencia, más agudo el tono. Lo contrario ocurre cuando la sirena se aleja. Nuestro oído recibe menos ondas por segundo, la frecuencia baja y con ella el tono del sonido.
Pero la luz también es una onda, o para ser más exactos la descripción de onda le encaja bien en muchas circunstancias (no siempre, como ya veremos un día de estos). Se parece al sonido en el hecho consistir en una sucesión de crestas y valles que se propagan por el espacio. La frecuencia de propagación, eso sí, es mucho más alta. La de las ondas de radio varía, típicamente entre de 10 y 100 MHz (megahercios), o lo que es lo mismo: el oído recibe diez millones de crestas por segundo. El espectro visible está alrededor de los 50 millones de MHz, esto es, el ojo recibe 50 billones de crestas por segundo. También podemos medir la onda en términos de su longitud (que no es sino la inversa de su frecuencia). La longitudes típica de radio se miden en la escala de metros (la longitud de la AM es del orden de 100 metros, la frecuencia modulada unos pocos metros). La longitud de la luz azul es de unos 425 nanómetros (un nanómetro es una millonésima de milímetro), a medio camino entre el tamaño de un virus y el de una bacteria.
Así que la luz que nos llega de una estrella distante también sufre efecto Doppler. A medida que la estrella se aleja, su longitud de onda aumenta. El ojo percibe las longitudes de onda mayores como colores más cálidos, esto es, la luz se va desplazando hacia el rojo. Cuánto más lejos está una estrella más se desplaza al rojo la luz que emite. Y ese desplazamiento al rojo puede medirse en el laboratorio. Lo que observamos en realidad son las líneas de emisión atómica de ciertos elementos, que se van desplazando hacia frecuencias más bajas a medida que observamos la luz de estrellas más distantes.
De estrellas más distantes. Cuanto más lejos de nosotros está un astro (sea éste un sol como el nuestro o toda una galaxia), más rápido se aleja también. ¿Por qué? Porque el universo está en expansión. Dos lunares en la superficie de un globo que se hincha se alejan uno del otro tanto más velozmente cuanto más separados están.
Y cuanto más lejos la galaxia, más tiempo tarda la luz en llegar, más remota la fotografía. La luz de algunas de las galaxias que observamos ha pasado 7.000 millones de años viajando y nos trae la información de un cosmos en el que se empezaban a formar las estrellas. Y la luz que llega desde el confín del universo ha viajado por casi 14.000 millones de años cuando aún no se habían formado las galaxias. El cielo nocturno es una fotografía de toda la historia del Cosmos, desde la Luna que fue hace un segundo, hasta el jardín de fiera radiación donde jugaban los Dioses niños.
Así que las estrellas nunca se detendrán. El cielo de estrellas fijas que nos maravilla cada noche —o que nos maravillaría, si no viviéramos en ciudades demasiado iluminadas que nos impiden admirarlo— es en realidad un globo que se expande, alejando a cada estrella de su vecina, precipitando lenta, pero inexorablemente cada isla de luz a la soledad. Aunque eso sólo ocurriría si las estrellas vivieran para siempre, pero ni siquiera ellas son inmortales. La mayor parte de las que ahora vemos en el cielo se apagarán, como nuestro propio sol, en unos cuantos miles de millones de años. Pero si no se apagaran jamás el efecto sería el mismo. Cuando la distancia relativa entre las estrellas las haga desplazarse una con respecto a las otras más rápido de lo que pueda viajar la luz, los heroicos observadores que las habitan (impasibles, inmortales, insensibles) las irán viendo desaparecer, una a una, hasta quedarse solos, sin nada que observar.
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